Punto Final
La
persecución a los mapuches no terminó con su parcial genocidio hacia
1881. Todo el proceso posterior de su forzada radicación en reducciones
estuvo plagado de arbitrariedades, nuevos despojos y violencia. De este
modo, durante “las tres primeras décadas del siglo XX (…) se produjeron
las grandes usurpaciones sobre las tierras otorgadas en la radicación
(…) se calcula que (…) casi un tercio de las (tierras) concedidas
originalmente en mercedes, fueron usurpadas por particulares” (José
Bengoa. Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX , Tomo II, LOM, 2000; pp. 369-70).
El proceso anterior se produjo luego que los mapuches -ya desplazados-
esperaron por años que llegara la Comisión Radicadora a definir los
límites de sus nuevas posesiones. En el intertanto “se producían miles
de situaciones de fuerza. Pensemos que una mayoría de familias mapuches
pasó más de treinta años en la indefinición -e indefensión- total en lo
que respecta a su propiedad. La instalación de un mediero, colono, o
simplemente ocupante, terminaba acorralando a los mapuches a un mínimo
espacio. Cuando llegaba la esperada Comisión Radicadora, muchas veces
habían sido desplazados, achicados, estrechados, etc. Es por todo ello
que un importante sector no tuvo radicación” (Ibid.; p. 356).
Además, el proceso de radicación mismo adoleció de severas injusticias:
“La radicación se realizó del modo más arbitrario y burocrático
imaginable (…) Hay zonas y regiones de suelos muy ricos donde
prácticamente todos los indígenas fueron desplazados. Es el caso de la
región precordillerana de los arribanos. Perseguidos y diezmados en los
años posteriores a la guerra, fueron corridos de las tierras de mejor
calidad. En la línea central por donde pasa el ferrocarril y la
carretera, contadas reducciones sobrevivieron; fueron por lo general
empujadas hacia la cordillera o las zonas marginales” (Ibid.).
Más grave aún, el proceso de despojos se extendió a las provincias al
sur de La Araucanía. Así, en 1894 un grupo de caciques le envió al
presidente de la República, Jorge Montt, graves denuncias, en lo que
fue conocido como el Manifiesto de Llanquihue: “No hay en la actualidad
en la provincia de Llanquihue y difícilmente hay en la de Valdivia una
sola familia indígena que no haya sido despojada de sus terrenos (…) En
la reducción de Remehue y varias otras, para arrebatarnos nuestros
terrenos incendiaban casas, ranchos, sementeras; sacaban de sus
viviendas a los moradores, los arrojaban a los montes y enseguida les
prendían fuego, hasta que muchos perecían o quemados vivos o muertos de
frío o de hambre. Jamás en país alguno podrá imaginarse que esto se ha
hecho un sinnúmero de veces, vanagloriándose un individuo en la
actualidad de haber incendiado siete veces el rancho de una pobre
familia” (Rolf Foerster y Sonia Montecino. Organizaciones, líderes y contiendas de mapuches (1900-1970) , Edic. Centro de Estudios de la Mujer, 1988; p. 98).
ASESINATOS DE INDIOS
Por otro lado, en 1901 el subinspector de Tierras y Colonización, Juan
Larraín Alcalde, le comunicaba al gobierno: “Son muchas las personas
que hay en Valdivia sindicadas de haber asesinado indios, casi me
atrevo a asegurar que nunca se ha levantado un sumario para esclarecer
la verdad, pero sí aseguro que éstos son ricos propietarios, dueños de
considerables extensiones de terrenos que antes ocupaban los indios”
(José Bengoa. Haciendas y Campesinos. Historia Social de la agricultura chilena , Tomo II, Edic. Sur, Santiago, 1990; p. 175).
A su vez, en 1912, el médico Leonardo Matus Zapata señalaba en un
informe sobre La Araucanía a la Sociedad Chilena de Historia y
Geografía que “numerosos usurpadores de tierras (…) día a día van
estrechando poco a poco las reducciones de los indígenas,
incendiándoles sus chozas y sus bosques, matándoles sus animales y
poniéndoles todas las dificultades imaginables para hacerlos abandonar
sus tierras (…) los usurpadores de tierras no son personas pobres, sino
que hombres ricos que gozan de prestigio y hasta de ciertas
consideraciones entre las autoridades de la región” (Ibid).
METODO DEL DESPOJO
La pauta más usual del despojo era la siguiente: “Un conflicto por
deslindes de tierras se transforma en litigio y pelea; el latifundista
o colono da aviso a los ‘trizanos’ o guardias rurales, acusando al
indígena de bandido, ladrón de ganado (cuatrero) o simplemente
criminal. El mapuche, si se defiende, es muerto o herido, y si es
dócil, va a parar a la cárcel” (Bengoa, 2000, Tomo II; pp. 376-7). Las
autoridades se colocaban por lo general al servicio de los abusadores.
A este respecto, el Poder Judicial desempeñó un papel particularmente
cómplice, prestándose para los fraudes de tierras y los
encarcelamientos arbitrarios de los indígenas. Y como método
alternativo o complementario al despojo violento de tierras, se
alcoholizaba a los indígenas.
Además, los particulares usaban
en ocasiones al propio Estado a través del corrupto sistema de
concesiones. Este se utilizaba “en áreas periféricas, tanto de la costa
como de la cordillera. Se lo justificaba diciendo que el Estado no
tenía posibilidades de acceso a esos lugares y, por tanto, era mejor
encargar a una empresa particular su colonización. Lo ocurrido con las
concesiones de tierras fue, por una parte, un gran negociado entre los
‘paniaguados’ del gobierno; y, por otra, una fuente gigantesca de
conflictos sociales. Se puede decir que aquí se desarrolló la mayor
parte de las historias del far south criollo. Lejos de
Santiago, donde se contaban maravillas, en esas concesiones se hacía y
deshacía. Eran Estados dentro del Estado” (Bengoa, 1990, Tomo II; p.
167).
Así, “en el periodo de 1901-1906, por ejemplo, se
otorgaron 46 grandes concesiones con un total de 4.700.000 hectáreas:
Concesión Rupanco, hecha a la Sociedad Ñuble-Rupanco, en Osorno;
Concesión el Budi, en Cautín; Concesión General Körner, más tarde
Concesión Woodhouse; Concesión Nueva Italia en Malleco, etc.”. (Julio
César Jobet. Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile , Edit. Universitaria, 1955; p. 70).
A tal grado llegaron los abusos y despojos, y las denuncias
consiguientes, que el Congreso creó en 1912 una comisión especial que
visitó La Araucanía, concluyendo que “en vista de estas solicitudes y
de su observación personal ha podido cerciorarse la comisión de que
muchos reclamos son justificados, que los indígenas suelen ser víctimas
de gentes inescrupulosas y a veces inhumanas, que los hostilizan, los
maltratan o se valen de argucias abogadiles para despojarles de lo suyo
(…) que algunos concesionarios tratan de despojar sin razón a personas
establecidas dentro de sus concesiones (…) Todo esto ha tenido
naturalmente que producir un malestar que se palpa en aquellas regiones
y del cual no es posible desentenderse. Ha habido graves atentados y un
sinnúmero de procesos criminales” (Bengoa, 1990, Tomo II; p. 168).
CORTANDO OREJAS
La violencia contra los indígenas se expresaba también a través de las
mutilaciones (“marcaciones”) hechas a “los mapuches considerados
rebeldes, ladrones o peligrosos (a quienes) se los marcaba en el cuerpo
(por ejemplo, corte de oreja), de modo que fueran reconocidos por los
demás colonos (…) La marcación de indios fue una práctica habitual (…)
En la región de Arauco hemos recogido varios testimonios directos de
parientes a los cuales les cortaron un trozo de oreja, al estilo de la
marca de animales” (Bengoa, 2000, Tomo II; p. 375 y 377).
Precisamente, la “marcación” de Juan Painemal, miembro de una connotada
familia mapuche, generó la primera protesta masiva posterior a la
derrota de 1881. Fue en 1913, en Imperial, y se congregaron entre tres
a cuatro mil indígenas. Entre otros oradores, Onofre Colima señaló que
“los araucanos que pacíficamente han dejado despojarse de sus tierras;
que sin una queja han visto talar sus campos, incendiar sus rucas y
vejar sus mujeres por los expoliadores amparados muchas veces por las
autoridades, no han podido permanecer impasibles ante esta última
afrenta” (Ibid.; p. 378).
En un registro de diarios
regionales de casos mortales consignado por José Bengoa podemos ver que
en 1911 se dio muerte al menos a cinco indígenas en un desalojo
efectuado por la Concesión Rupanco; en 1912, a quince huilliches en
Forrahue, cerca de Osorno; en 1913, al cacique Manquipán y a quince
familiares en Loncoche; en 1914, a varias personas en Boroa; en 1915, a
alrededor de veinte indígenas en Loncoche; en 1916, al cacique Juan
Pailahueque en Frutillar; en 1917, al cacique Cayuqueo, en Choll Choll,
y a numerosas personas cerca de Loncoche; en 1920, a una niña mapuche
en Collimalín; en 1923, a dos mapuches arrojados al río Choll Choll; y,
en 1924, al cacique Mariano Millahuel y a varios familiares suyos en
Caburque y a otras personas de una comunidad de Donguill (ver Ibid.;
pp. 371-3).
PALABRAS DE NERUDA
En
suma, como lo señala Pablo Neruda: “Contra los indios todas las armas
se usaron con generosidad: el disparo de carabina, el incendio de sus
chozas, y luego, en forma más paternal se empleó la ley y el alcohol.
El abogado se hizo también especialista en el despojo de sus campos, el
juez los condenó cuando protestaron, el sacerdote los amenazó con el
fuego eterno. Y, por fin, el aguardiente consumó el aniquilamiento de
una raza soberbia cuyas proezas, valentía y belleza, dejó grabadas en
estrofas de hierro y de jaspe don Alonso de Ercilla en su Araucana ” ( Confieso que he vivido. Memorias , Edit. Planeta, Barcelona, 1988; p. 16).
Por cierto, todo lo anterior fue posible por la continuación de la
demonización del pueblo mapuche efectuado por la oligarquía y sectores
medios. Así, El Diario Austral , en noviembre de 1916, daba
cuenta de la lógica perversa que pretendía justificar la expoliación y
el crimen contra los indígenas: “Hasta ayer se tenía de los indios la
idea más triste y eran estimados como rémora dentro del progreso de la
civilización nacional. En virtud de este concepto la generalidad del
público toleraba y aceptaba como lógico que nuestros aborígenes fueran
lanzados de sus tierras y sometidos al influjo y a la acción de los que
procuraban corromperlos y extinguirlos sin omitir los más delictuosos
medios. Los indios son ebrios, los indios son flojos, los indios son
ladrones, deben perecer todos y se les debe quitar sus suelos para
entregarlos a quienes los soliciten: éste era el estribillo que repetía
el público inconscientemente, quienes no se detuvieron jamás a meditar
acerca de la suerte de los araucanos en su propia tierra, y
maliciosamente sobre los esquilmadores y corruptores de tan indómita y
venerable raza” (Foerster y Montecino; pp. 82-3).
Las mismas
ideas las expresaba el sacerdote misionero, Jerónimo de Amberga, en
1917: “Y para chuparle la sangre y despojar a los indios de sus suelos
no se ha necesitado ni esfuerzos de inteligencia ni esfuerzos de
dinero; han bastado la audacia, la maldad y la mentira, pintando al
indio como vicioso, degenerado, inepto o ladrón” (Bengoa, 1990, Tomo
II; p. 203).
A su vez, el ingeniero belga, Gustave Verniory,
en su estadía de fines del siglo XIX en La Araucanía, percibía que
“todos los chilenos desprecian profundamente a los indígenas” ( Diez años en Araucanía. 1889-1899 , Edic. Pehuén, 2001; p. 464).
DESPRECIO RACIAL
Por otro lado, el destacado historiador Francisco Antonio Encina
planteaba en 1911 que “la gruesa masa de campesinos cargados de sangre
aborigen, privada de la eficaz influencia civilizadora que por
sugestión habían ejercido los elementos superiores, hasta entonces en
estrecho contacto con ella, no pudo proseguir la evolución que venía
realizando” ( Nuestra inferioridad económica , Edit. Universitaria, 1972; p. 157).
Incluso un político e intelectual de clase media tan crítico como
Carlos Vicuña Fuentes, estaba compenetrado del desprecio al mapuche:
“Felizmente, la clase media se refina cada día con la inmigración
europea, que le aporta sangre nueva, vigorosa, activa, rica de
sentimentalidad y de inteligencia. Así, el coeficiente indio, fuente de
pereza y de barbarie, va disminuyendo poco a poco y permitiendo que
sobresalgan algunos tipos superiores, que son ejemplo y estímulo de
dignificación social” ( La tiranía en Chile , LOM, 2002; p. 37).
También, un político radical del ala progresista, Armando Quezada
Acharán, decía en 1908 que “la gente del pueblo en Chile conserva casi
sin atenuación muchos de los instintos subalternos o antisociales de
sus progenitores indígenas (…) instintos sanguinarios (que explican la
enorme proporción que hay en Chile de crímenes de sangre),
inconsciencia del valor de la vida humana, tendencia al pillaje y al
robo, etc.”. ( La cuestión social en Chile , Edic. Universidad de Chile, 1908; p. 25).
Y como señalan Luis Barros Lezaeta y Ximena Vergara: “Acaso ninguna
otra manifestación expresa el desprecio racial de manera tan total y
desembozada como la anécdota siguiente: Ciertos empresarios de
espectáculos se preparan para llevar a la Gran Exposición Universal de
París (1900) a un grupo de araucanos. Este hecho despierta tenaz
oposición en un diario de la capital ( El Porvenir ,
21-4-1900). Alega que ello no sólo atenta contra la caridad, sino que
también desacredita al país: ‘¿Qué interés nacional se sirve
acarreando, para exhibirlo en París como muestra de Chile, un puñado de
indios casi salvajes, embrutecidos, degradados, de repugnante aspecto?
¡Qué vergüenza que en París puedan identificar a Chile con los miembros
de una raza inferior!’” ( El modo de ser aristocrático. El caso de la oligarquía chilena hacia 1900, Edit. Aconcagua, 1978; pp. 148-9).
(*)
Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o
episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados.
Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor, Los mitos de la democracia chilena , publicado por Editorial Catalonia.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 835, 21 de agosto, 2015
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