Pedro Miguel
Para
los gobiernos progresistas de Sudamérica corren tiempos difíciles. La
virulencia de una oposición interna mayoritariamente azuzada por
Estados Unidos y Europa occidental era el principal problema del
gobierno venezolano hasta que las cotizaciones internacionales del
crudo se vinieron abajo. En Buenos Aires la Casa Rosada tenía
suficiente con la ofensiva de los especuladores foráneos –los
representantes de los fondos buitres– hasta que hubo de hacer
frente al sórdido suicidio del fiscal Alberto Nisman, ocurrido en el
contexto de una renovada campaña de desestabilización de los sectores
oligárquicos afectados por las medidas gubernamentales. Dilma Rousseff
no sólo se encuentra agobiada por el estancamiento en el que ha caído
la economía brasileña, sino ahora también por el más reciente escándalo
de corrupción que ha detonado en Petrobras. Una tribulación similar
afecta a Michelle Bachelet, cuyo hijo fue pillado en negocios
inmobiliarios más bien turbios. En Uruguay ha terminado el mandato
carismático de José Mujica y ha vuelto al poder Tabaré Vázquez, un
político sin duda eficaz pero más rutinario y, lo decisivo, menos
resuelto en los asuntos de la integración regional. Por si algo faltara
en el panorama, en Bolivia el Movimiento al Socialismo de Evo Morales
acaba de sufrir una derrota electoral significativa nada menos que en
El Alto, su bastión tradicional, y en otras demarcaciones.
Desde luego, la circunstancia económica internacional ha hecho lo
suyo; además, el proverbial injerencismo occidental en la región está
al alza: Barack Obama acaba de formular una declaración de enemistad
contra Venezuela cuya carencia de fundamento real –de cuando acá el
país caribeño puede ser considerado una amenaza a la seguridad
estadunidense– está más que compensada por el sustento de los intereses
energéticos y geoestratégicos de la superpotencia. La clase política
madrileña tradicional –de Mariano Rajoy a Felipe González– está también
en plena ofensiva propagandística con el propósito de serrucharle el
piso a Nicolás Maduro. En Argentina el affaire Nisman tiene
el sello característico de los servicios de inteligencia de Israel y de
Estados Unidos. Las oligarquías locales, por su parte, parecen
reagruparse bajo el designio de una restauración continental en contra
de los programas políticos
populistasy
demagógicos. Esos factores permiten explicar, en parte, los problemas que afrontan los gobiernos así (des)calificados por los capitales trasnacionales y sus representantes políticos. Se ha escogido bien el momento: cuando el ciclo de expansión económica llega a una fase de agotamiento y cuando se hace sentir el desgaste del poder.
Sin
ignorar esos componentes del actual panorama político y económico
sudamericano, sería un error ignorar que en él confluyen también
carencias y omisiones gubernamentales. La primera es haber ignorado o
subestimado la capacidad de subsistencia de la corrupción. En efecto,
no basta con recuperar la soberanía nacional –la financiera, la
comercial, la tecnológica, la diplomática– ni emprender medidas
exitosas de política social, y ni siquiera reformar radicalmente la
institucionalidad republicana –casos de Venezuela y Bolivia– para
mantener a raya ese fenómeno.
Ha faltado también sentido de futuro para imaginar estrategias
capaces de satisfacer las expectativas de los sectores llegados a las
clases medias como resultado directo de la disminución de la pobreza
–Brasil–, ir más allá de los cauces de la democracia representativa
tradicional y establecer instituciones de democracia directa o, cuando
menos, participativa. En otros términos, no es suficiente con alterar
las ecuaciones del poder a favor de las mayorías: es preciso, además,
que estas mayorías se reconozcan como protagonistas de las
transformaciones en curso, de las ya realizadas y de las que se
encuentran en proyecto.
Una asignatura pendiente particularmente angustiante es la de la
inseguridad y la violencia delictiva. A la vista de las cifras
correspondientes en Argentina, Brasil y Venezuela, hay que reconocer
que no basta con deslindarse de las políticas neoliberales más
agresivas para abatir estos fenómenos, que parecen ser expresión de una
crisis civilizatoria más perdurable y trascendente que la simple
globalización, sea cual sea la modalidad nacional que se adopte: la
soberanista e integracionista de la mayor parte del continente o la
supeditada, asumida por los gobiernos de México, Perú y Colombia.
Sudamérica se encuentra, pues, en una peculiar encrucijada: tal vez
sus gobiernos logren superar las tremendas dificultades que los acechan
y avanzar en la consolidación de una propuesta alternativa al
neoliberalismo puro y duro y consolidan a la región; pero si no
realizan un ejercicio de autocrítica, realismo, imaginación y visión de
futuro, esta generación de proyectos políticos progresistas podría
quedarse en el camino y ser remplazada por una desastrosa restauración
oligárquica. Ojalá que no.
Twitter: @Navegaciones
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