Omar García quedó con vida cuando tres estudiantes de la escuela rural para maestros Raúl Isidro Burgos fueron asesinados y otros 43, desaparecidos, hace casi siete meses. Dialogó con La Pulseada sobre la situación de la educación y la represión a la juventud en su país, donde “la desaparición forzada es política de Estado”.
Por Federico Larsen
“Ahora vivimos un día a día no habitual. Es un día a día de lucha. Siempre estamos pensando qué hacer al día siguiente, que van a aparecer nuestros compañeros, que va a haber resultados en las investigaciones”, explica Omar García, de 24 años, uno de los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Estado de Guerrero, México. La noche del 26 de septiembre de 2014, Omar sobrevivió a los ataques de la policía local y las bandas del crimen organizado al grupo de “normalistas” que se dirigía a una marcha en la ciudad de México. En ese hecho, tres de sus compañeros fueron asesinados, 12 fueron heridos por las ráfagas de armas de fuego y 43 continúan desaparecidos.
“La cotidianidad a seis meses de la matanza es de constante movilización, pues los padres de familia están de guardia y están viviendo aquí, dentro de la escuela —cuenta desde las aulas del establecimiento—. La vida hoy ya no es la normal”.
En septiembre pasado, las repercusiones del caso fueron enormes y globales. Intendentes, funcionarios, dirigentes políticos de todo el arco partidario mexicano fueron acusados de gobernar para y con los carteles del narcotráfico. Algunos fueron encarcelados. Una vez más se probó el estrecho vínculo que une a las organizaciones criminales con todos los niveles de la administración pública mexicana y el escándalo fue extraordinario. Sin embargo, pasados ya medio año de aquella noche, los estudiantes y sus familias siguen buscando justicia.
88 años de escuela
“Esto es un internado”, explica Omar acerca de la Normal de Ayotzinapa, escuela que se volvió mundialmente conocida el año pasado pero que en México lleva casi un siglo dando que hablar. “Vamos a clases por las madrugadas, de 8 a 15. Por las tardes nos dedicamos a trabajar la tierra o a los talleres. Los hay de herrería, carpintería, talabartería y otros. Algunos compañeros se dedican a la banda de música, otros a la rondalla (conjunto de instrumentos de cuerda) o al club de danza. Otros a los clubes deportivos de la comunidad”.
Los normalistas no son otra cosa que estudiantes que aspiran a ser maestros. Los de Ayotzinapa han establecido un profundo vínculo con la comunidad que los rodea, en su mayoría campesinos, exactamente como ellos. “Nunca falta alguien que venga a pedir que vaya el club de danza para alguna festividad y es constante la participación en distintos programas socioculturales. O que haya algún trabajo atrasado en la comunidad y vengan a pedir que algún compañero los ayude con las labores. Hemos pavimentado calles, abierto brechas, cualquier cosa”.
En sus 88 años de vida, la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos ha sido un lugar de constante formación política y social. Por sus aulas han pasado Genaro Vázquez Rojas, fundador de la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) y la Central Campesina Independiente (CCI); Alberto Martínez Santiago, referente histórico de la lucha docente en Guerrero y Lucio Cabañas Barrientos, una figura mítica en toda la región. Cabañas fue en los 70 el fundador del Partido de los Pobres, una de las guerrillas más recordadas en México por el enorme desafío que representó para el Estado, que respondió con la “guerra sucia”, una matanza de civiles como pocas se han visto en la región. Todavía hoy en la plaza central de Atoyac de Álvarez, el municipio con el mayor número de desapariciones forzadas del país, a pocos kilómetros de Ayotzinapa, se erige la estatua a Lucio Cabañas, con el fusil en la mano. Lleva una dedicatoria de los habitantes que dice: “Nuestra misión es hacer la revolución, que será socialista. ¡Comandante, contigo está sembrada la esperanza del futuro!”.
“Esa es nuestra vida, es nuestra identidad —explica Omar—. Además de provenir del campo, nos identificamos plenamente con esa forma de pensar. Entendemos que hay muchas cosas que están mal en nuestro país y por tanto las figuras principales que identificamos como reivindicativas, que reivindican al pueblo, están ahí, como Lucio Cabañas y el resto. Nosotros hemos llegado a denunciar gente, a levantar la voz. Eso es lo que ha hecho nuestra escuela durante mucho tiempo y eso es lo que incomoda a muchos en el gobierno: que nunca nos quedamos callados”.
La cacería desatada contra la guerrilla de Cabañas en 1974 inauguró la práctica de las desapariciones forzadas en el estado de Guerrero, que hoy continúa. Los 43 de Ayotzinapa se sumaron a una larga lista de personas desaparecidas por las fuerzas de seguridad y el crimen organizado. “Uno de los compañeros que estamos buscando viene de una familia que tiene tres desaparecidos —detalla Omar—. Dos de la guerra sucia y el otro, nuestro compañero. Es terrible saber que vivimos en un lugar donde el Estado se ha ensañado tanto contra los líderes sociales. A la gente movilizada la meten en un estado de shock, de temor de que si haces algo te puede pasar lo mismo. Ya no puedes defender tus tierras, tus aguas, tu educación, porque lo que tienes frente a ti es una advertencia clara. Si actúas de revoltoso, como ellos dicen acá, te vamos a desaparecer, te vamos a asesinar o te vamos a encarcelar”.
Una deuda con los jóvenes, la educación y el pueblo
Según estadísticas del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), en el período comprendido entre enero de 2005 y el 31 de octubre del 2014 se registraron 23.615 desapariciones forzadas, de las cuales 6.675 son jóvenes de entre 15 y 24 años de edad. Si el rango se estira hasta los 30 años se llega al 45,9% del total. Las cifras reales del fenómeno son, en realidad, muy complejas de rastrear. Buena parte de las desapariciones en México las sufre la población migrante en tránsito hacia los Estados Unidos, de la cual resulta casi imposible tener un registro.
La mayoría de los casos que figuran en los informes oficiales son varones en edad de estudio provenientes de los sectores más desprotegidos de la población. Una de las grandes razones para que esto suceda, según Omar, es la deuda educativa. “Las intenciones de quitar lo público de las instituciones están en un puesto cada vez mayor. Nuestra escuela a parte de ser pública también es un internado y el Estado mexicano arguye tener muchos gastos. A parte de que aquí se forman personas críticas. Entonces para el gobierno privatizar nuestra educación sería de lo más importante. Nosotros no hemos dejado nunca eso. No permitimos que se cobren colegiaturas, no permitimos que se cobren exámenes de admisión. El muchacho que llega aquí llega sin recursos y ésta es su casa. Aquí tiene un lugar donde comer, dormir, estudiar. Pero también tiene que hacer una labor social frente a los campesinos, a la comunidad. Y así es como nos vamos apropiando de la escuela, y ella de nosotros al mismo tiempo”.
Omar recalca luego que el día de la masacre estaban intentando llegar a la capital del país para participar de la marcha en reivindicación de los centenares de estudiantes asesinados en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Y se esperaba que la movilización fuese una gran señal de alerta por la política educativa del gobierno.
El actual presidente, Enrique Peña Nieto, promocionó una reforma educativa en sus primeros meses de gobierno que tuvo una fuerte oposición por parte de estudiantes y docentes. Seguía aún con fuerza el movimiento juvenil YoSoy132, surgido de los estudiantes de la Universidad Iberoamericana, que cuestionaba a los candidatos del establishment y a los medios que los promocionaron. Huelgas docentes se multiplicaron en todo el país denunciando el vaciamiento de la educación, que a pesar de las promesas de la actual gestión continuó. México tiene uno de los gastos más bajos en educación de Centroamérica. Y junto con el rubro salud y desarrollo agropecuario fue el más afectado por los recortes que el gobierno anunció en febrero de este año. Esto provoca una fuerte deserción escolar en las capas más jóvenes de la población. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el 24,5% de los 25 millones de mexicanos por debajo de los 30 años no estudia ni trabaja. O, por lo menos, no lo hace formalmente.
Ayotzinapa ha traído a la luz, entre otros, este gran tema de la actualidad mexicana. Miles de estudiantes, inclusive de universidades y colegios privados y católicos, han salido a manifestarse en la calle por la aparición con vida de los 43 normalistas, el fin de la connivencia entre autoridades estatales y el crimen organizado y la mejora del sistema educativo. Pero lo que quedó más claramente en evidencia es la descomposición paulatina del sistema político y administrativo en México. Resultó patente que ya nadie controla a nadie, que las reformas, los planes de gobierno, los actos institucionales, son en realidad una farsa.
“Yo creo que el caso Ayotzinapa marca la historia de México —puntualiza Omar—. De por sí hay un hartazgo ya en el país, una separación tremenda entre los que están en el poder político como representantes y los representados. Nosotros ya no nos identificamos con ellos. Todo el mundo ya sabe que son unos corruptos, que asesinan, que desaparecen. Muchas veces no levantamos la voz, pero lo sabemos todos. Entonces el rol que cada uno jugó o juega dentro de este movimiento, estudiantes de universidades públicas, privadas, artistas, escritores, periodistas, se da porque el hartazgo es general y porque todos queremos un cambio”.
Cuando se le pregunta cómo lograr ese cambio, piensa un poco y contesta: “Queremos algo distinto para nuestro país. Eso se puede lograr con la política pero también con la cultura, con concientizar a las personas, con educación, con muchos recursos. Pero tenemos que lograr algo. Nosotros lo dijimos desde un principio, que no importa que seamos poquitos, lo que importa es que generemos un referente y que demostremos que sí se puede vivir de otra manera. Que se puede vivir sin ellos”.
Otra de las cosas que Ayotzinapa sacó a la luz es uno de los costados más macabros de México. La atención de la opinión pública internacional se concentró en la búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos tras el ataque, que sin dar aún resultados en esa dirección reveló que todo el país está plagado de fosas comunes. Centenares de cadáveres han sido encontrados en unos pocos meses de búsqueda, víctimas del crimen organizado y las fuerzas de seguridad. El Estado enfrentó la situación iniciando una intensa campaña de difamación contra los estudiantes de Ayotzinapa, sus familiares e incluso contra el Equipo Argentino de Antropología Forense, que puso su compromiso, valentía y experiencia al servicio del rastreo. Hasta el representante de la Oficina del Alto Comisionado para Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en México, Javier Hernández Valencia, debió salir públicamente a rechazar los “insultos y difamaciones” contra los desaparecidos y sus allegados.
“La lucha es compleja”, concluye Omar García. “Desde finales de año el Estado mexicano desarrolló una política de desprestigio a través de los medios de comunicación y eso pareciera que ha logrado restarnos fuerza. Nosotros seguimos diciendo que queremos a nuestros compañeros vivos. Porque hemos tocado muchas puertas, hasta hemos tenido la gentileza de ir todo este tiempo por el marco legal. Y hemos tratado de desenmascarar todo eso que están ocultando. Pero la desaparición forzada de personas ya es una política de Estado. No tenemos ninguna fe en la justicia mexicana. Tenemos fe en la justicia que se pueda elaborar desde abajo, desde otras instancias nacionales e internacionales, que sean independiente del Estado”.
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