Este
artículo trata de cómo se está hundiendo el imperio americano: podrido
por dentro pero todavía sacando pecho y con una engañosa apariencia de
buena salud. A la manera de John Dos Passos en su Trilogía USA, fresco
de aroma izquierdista de las primeras tres décadas del siglo XX, lo
cuenta George Packer, periodista de la escuela de The New Yorker, en El
Desmoronamiento. Treinta años de declive americano, editado por Debate.
Aquí están las claves del proceso por el que, a partir de la crisis del
petróleo de 1973 (“último año de la década de los 50”, según uno de los
personajes del libro), EEUU se sumió en una crisis existencial y de
identidad, en una fractura interna de la que ni siquiera la
recuperación económica puede ya rescatarla.
Si Dos Passos
presentaba a 12 personajes de ficción representativos de la realidad
social de la época (desde un impresor, a una dependienta, un mecánico o
un periodista y activista), Packer expone la experiencia vital de un
puñado de personajes reales. A través de ellos refleja los claros y
oscuros de un país en el diván del psiquiatra, fragmentado y dividido,
de ciudades sin alma y en proceso de descomposición, cada vez más
dependiente del vehículo privado, sin redes de transporte que faciliten
la integración y la actividad comunitaria, con barrios arrasados por el
tsunami de los desahucios.
Se trata de un país que,
mientras ostenta aún la supremacía tecnológica y científica, aspira a
mantener el liderazgo mundial, y da lecciones de moralidad y
democracia, es más desigual que nunca, discrimina entre sus ciudadanos,
les priva de derechos y servicios esenciales y destruye la clase media,
el tejido con el que durante muchas décadas se vestía su modelo de
grandeza. Con una analogía extrema, podría decirse que hoy la
alternativa se sitúa entre ganar un millón de dólares al año o nueve
dólares a la hora en un Wal-Mart.
Packer expone este desolador panorama en El desmoronamiento,
sin el mismo aliento ideológico izquierdista de Dos Passos, dejando
cierto margen a que no todos los lectores saquen las mismas
conclusiones, pero con una eficacia similar. Sus personajes son
parecidos y al mismo tiempo diferentes de los de la Trilogía USA. El
hecho de que sean reales les dota de una superior fuerza como
categorías. En el libro se les sigue a lo largo del tiempo, se les ve
evolucionar, caer y levantarse, enfrentarse a las dificultades, confiar
y desengañarse de los políticos, ilusionarse con proyectos
empresariales condenados al fracaso y, con carácter excepcional, hacer
realidad el individualista y casi siempre insolidario sueño americano.
Son
gente como un periodista cargado de ideales que escarba en el pozo de
mierda de las hipotecas subprime que hundieron a millones de familias y
en la indefensión ante las entidades financieras; una obrera negra,
madre soltera e hija de drogadicta, expulsada del aparato productivo
por la crisis de la industria metalúrgica, y que se reconvierte en
activista comunitaria; un visionario emprendedor que combate la crisis
de la gasolina cara (una tragedia para el estilo de vida norteamericano
hoy desactivada por la caída del precio del crudo) desarrollando la
producción de biodiesel incluso a partir del aceite que desechan los
restaurantes; un magnate de Silicon Valley que se hace rico con
Facebook, PayPal y otros proyectos tecnológicos, que luego cae hasta el
borde de la ruina y que reniega de las universidades que no enseñan
cómo gestionar una empresa; un asistente político y lobbista que es
testigo de las miserias de la política y que mantiene durante décadas
una lealtad a Joe Biden (actual vicepresidente) que no encaja con el
perfil egoísta que se ofrece de éste; un magnate corresponsable del
crash financiero que, pese a todo, termina de secretario del tesoro de
Obama… y un Obama que representó la esperanza cuando fue elegido pero
que, cada día que pasa, se revela más como otro presidente vendido a -o
acogotado por- los poderes fácticos, empezando por el financiero.
No
sólo los ciudadanos son personajes de El Desmoronamiento. También las
ciudades, y dos muy en particular: Youngstown (Ohio) y Tampa (Florida).
La primera fue siempre irrespirable, en sentido no figurado, porque las
chimeneas de los altos hornos formaron parte del paisaje urbano y lo
ensuciaban con sus pestilentes emanaciones. Sin embargo, al mismo
tiempo, ese veneno inevitable era el símbolo de la prosperidad,
garantizaba el pleno empleo y unos buenos salarios que daban a los
habitantes la oportunidad de organizar sus vidas sin agobios
materiales. Hasta que la crisis vació muchos barrios, atrapó a miles de
familias que no podían pagar hipotecas descabelladas, multiplicó las
cotas de delincuencia y la proporción de pobres dependientes de la
asistencia social, y forzó un despoblamiento brutal e irreversible.
Algo
parecido ocurrió en Tampa, aunque en ese rincón de Florida, la clave
del desarrollo no fue la industria del acero, sino la del sol, la
fuente de una calidad de vida que debía atraer a los adinerados de todo
el país, lo que provocó una desaforada burbuja inmobiliaria en la que
los nuevos barrios crecían como hongos, los precios de la vivienda se
doblaban de un día para otro, donde el que no tenía ni donde caerse
muerto se embarcaba en la compra inmobiliaria a crédito en la confianza
de que poco después podría vender con ganancias fabulosas. Algo
parecido a lo ocurrido en España, pero a escala aún más brutal. Porque
lo que llegó fue una epidemia de desahucios. Cuando el globo se pinchó,
en su interior atrapó a muchos ilusos. El peso de su inconsciencia,
estimulada por especuladores sin escrúpulos, les hizo pegarse un
batacazo del que la mayoría no se recuperarán ya jamás.
En
eso quedó el sueño de Tampa de convertirse en La Próxima Gran Ciudad
Americana, promovido incluso con dos finales de la Super Bowl y una
convención republicana. Mientras tanto, la política, siempre la maldita
política, y la emergencia explosiva del Tea Party, impedían que
cuajasen proyectos de regeneración de la vida ciudadana como el de una
línea de ferrocarril urbano que redujera la dependencia del automóvil
privado, rehabilitase el centro como un punto de encuentro ciudadano y
acabase con el aislamiento de los barrios alejados fruto de la pésima
planificación urbanística y privados de los servicios más esenciales.
Al
igual que Dos Passos, Packer trufa las historias individuales resultado
de centenares de entrevistas con los retratos no siempre complacientes
(y a veces destructivos) confeccionados a partir de fuentes secundarias
de personajes conocidos como el escritor Raymond Carver, un clásico
moderno que en la era de Reagan se convirtió en “cronista de la
desesperanza obrera”; el político republicano Newt Gingrich que antes
de estrellarse personificó el conservadurismo más reaccionario; el
empresario San Walton, patrón del gigante de las ventas baratas,
creador de Wal-Mart, adalid de los salarios de miseria y la
intolerancia a los sindicatos; la comunicadora Oprah Winfrey, el
rapero Jay-Z, el financiero y secretario del Tesoro Robert Rubin, la
activista Elisabeth Warren y la campeona de la comida sana y ecológica
Alice Waters. Y junto a ellos, varios perdedores sin esperanza de
redención, siempre en lucha desesperada por conseguir una asistencia
médica adecuada, un cubil en el que malvivir o unos dólares para
comprar algo de ropa y dar de comer a los hijos, con la alternativa de
recurrir a la humillación de la siempre insuficiente caridad pública o
privada.
El desmoronamiento, sostiene Packer, trajo
paradójicamente “más libertad que nunca”. Libertad para ganar y perder
(“el deporte favorito de los norteamericanos”), para superar el bache y
rehacer tu vida en la tierra de las oportunidades, donde cualquiera
puede llegar a ser presidente. Pero, sobre todo, libertad para que te
despidan, te drogues, te declares en bancarrota, fracases, te quedes
solo (el porcentaje de familias unipersonales es el más alto de la
historia)…Libertad que hace desaparecer el tejido industrial, hunde las
ciudades y los pilares ciudadanos, desde las iglesias a los sindicatos
o las organizaciones cívicas.
Podría argüirse que, de
forma mucho más clara que en España, ese desmoronamiento se ha frenado,
que la economía de Estados Unidos lleva varios años en expansión, que
la tasa de paro se ha reducido tanto que casi se puede hablar de pleno
empleo, que lo peor ha pasado, que ha llegado de nuevo la hora del
optimismo. Pero se trata de un espejismo, porque la forma en que
políticos, banqueros y grandes empresarios se han enfrentado a esta
crisis no ha cerrado las heridas, no ha reconstruido el tejido social
preexistente. Y porque tener un empleo, en la era de la precariedad y
la devaluación salarial, ya no es garantía de una vida digna. Ni allí
ni aquí.
Tras la II Guerra Mundial hubo en EEUU algo
parecido a una época dorada del capitalismo, más de dos décadas en las
que el implícito contrato social establecía un reparto de la riqueza no
equitativo pero tampoco demasiado abusivo, un sistema en el que todos
ganaban (aunque unos pocos mucho más que la gran mayoría) y la paz
social se salvaguardaba con el desarrollo económico. Pero el paisaje
actual es muy diferente, muestra un deterioro sin vuelta atrás que
arranca de la era de Reagan y que no han logrado detener ni siquiera
las administraciones demócratas. Ni Carter, ni Clinton ni siquiera el
Obama del Yes, we can.
En 1980, el 50% de los
norteamericanos pensaban que la próxima generación viviría peor que la
suya. Hoy la cifra ha ascendido hasta un aterrador 80%. El cáncer de la
desigualdad hace metástasis, corroe la sociedad entera. Los ricos son
más ricos que nunca. Y los pobres más pobres. Packer no hace de
predicador, se limita a contar historias y reflejar hechos.
Oficialmente no toma partido. Ni falta que hace, porque las
conclusiones son unívocas.
El desmoronamiento no es el
primer libro que ilustra esta tragedia existencial, ni será el último.
Sin embargo, o mucho me equivoco o está llamado a quedar como
referencia de la crisis más destructiva de la historia de EEUU. A fin
de cuentas, ése fue el gran mérito de Dos Passos con La trilogía USA:
que es inevitable referirse a esas novelas para analizar aquella época
convulsa, aunque quizá no tanto como la actual, cuando el imperio
pretende aún marcar la pauta en el mundo mientras la podredumbre le
corroe las entrañas.
- Luis Matías López
es Exredactor jefe y excorresponsal en Moscú de EL PAIS, miembro del
Consejo Editorial de PUBLICO hasta la desaparición de su edición en
papel.
Fuente: Público.es
http://www.alainet.org/es/articulo/169039
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