Guillermo Almeyra
Barack
Obama llegó a la séptima Cumbre de las Américas, realizada en Panamá,
previamente derrotado y dispuesto a aguantar el chubasco de
recriminaciones y exigencias. En efecto, antes de viajar ya había
intentado relativizar sus amenazas a Venezuela, revelando así la
debilidad de su posición y estimulando de paso las acusaciones de casi
todos los gobiernos latinoamericanos, encabezados por Cuba, Venezuela,
Ecuador y Argentina. Incluso en esa reunión donde estaban representados
los gobiernos, que raramente son una fiel representación de lo que
piensan sus pueblos respectivos, la relación de fuerzas fue
desfavorable a Estados Unidos, cuyas propuestas e iniciativas no fueron
aprobadas y cayeron en saco roto. Obama tuvo que sentarse en el
banquillo de los acusados y recibir torrentes de recriminaciones
apoyadas en la historia antigua y reciente de la región y también
estuvo obligado a recordar que sin el consumo de drogas estadunidense
el narcotráfico sería un problema muy menor y que de Estados Unidos
llegan las armas que utilizan los delincuentes y en Estados Unidos se
lava el dinero proveniente de este delito, que constituye casi un
tercio del capital financiero mundial.
Desde la primera cumbre convocada por Bill Clinton –que pretendía
imponer un acuerdo de libre comercio que abarcara desde Canadá hasta
Tierra del fuego– hasta esta cumbre en Panamá, pese a todos y a todo,
la relación de fuerzas políticas y diplomáticas entre Estados Unidos y
su ex patio trasero sigue siendo desfavorable para Washington.
Venezuela, aunque con dificultades, aún es chavista; Cuba, pese a todo,
resistió el bloqueo y obligó a Estados Unidos a cambiar de táctica;
Bolivia y Ecuador mantienen gobiernos antimperialistas y dos de los
tres países
grandesde América Latina (Brasil y Argentina, a diferencia del sometido México), a pesar de sus crisis y dificultades políticas no están alineados con la política del Departamento de Estado.
Esta crisis en la hegemonía estadunidense se debe a varios factores.
En primer lugar, a movilizaciones populares que hasta hace poco
inflaron las velas de los gobiernos nacionalistas y distribucionistas
llamados
progresistas. En segundo lugar, a la creciente sustitución de las inversiones estadunidenses y europeas por inversiones chinas y hasta rusas, sobre todo en sectores claves como la energía, el transporte, las infraestructuras (carreteras, puertos, canal transoceánico en Nicaragua), armamentos. Por último, a la decisión y valentía de algunos gobiernos (el cubano, el venezolano, el ecuatoriano, el boliviano y en parte también del argentino y el brasileño, que se niegan a ser defenestrados por la alianza entre las oligarquías locales y Washington).
Pero tiene también otro trasfondo, como la crisis política y moral
producida por el racismo antinegro y los asesinatos policiales impunes
en Estados Unidos mismos. O como las derrotas en Libia, Medio Oriente y
Afganistán de las políticas de Estados Unidos y la presencia de un
Israel cada vez más colonialista, racista, fascista e indócil. O como
la derrota en Ucrania y el fortalecimiento del eje Moscú-Pekín. O las
diferencias con sus aliados europeos dispuestos a negociar con Rusia y
desesperados por recibir parte del maná chino, al extremo de desoír las
exhortaciones estadunidenses y adherir al Banco Asiático de Desarrollo
de las Infraestructuras creado por China, al cual adhirió hasta Corea
del Sur.
La débil y
relativa recuperación económica de la Unión Europea, así como la caída
tendencial de la producción petrolera de Estados Unidos y la necesidad
de Arabia Saudita de financiar su guerra en Yemen y proyectos
faraónicos (como la desalinización del agua marina para su agricultura
y sus nuevas ciudades en el desierto), al mismo tiempo, tiende a
reforzar el decaído precio del petróleo y, por tanto, a aliviar a
Rusia, Brasil, Ecuador, Bolivia y Venezuela estimulando la resistencia
de sus gobiernos respectivos.
Europa penetra más en el mercado interno de Washington al devaluar
su euro, que está casi a la par del dólar, y al reducir sus
importaciones. Al mismo tiempo, los Países Bajos y Alemania retiran su
oro de Estados Unidos, preparándose para una política monetaria mundial
con varias monedas de referencia, al igual que China, que comercia con
Rusia y con Asia en su propia moneda, y el dólar pierde paulatinamente
un monopolio que tuvo durante décadas. Estados Unidos aún es la primera
potencia militar y financiera mundial, pero pierde velocidad y su
fracaso en su política colonialista alienta esa decadencia de su
hegemonía.
Obama, por eso, representó a Panamá a una potencia enferma y
declinante, según el modelo de la Inglaterra de los años 30. Incluso el
gobierno servil de Peña Nieto en México, que apuesta todo a ese caballo
cojo, no pudo diferenciarse mucho de la ola de protestas
latinoamericanas que habría sido inconcebible sin el cambio en la
relación de fuerzas entre los pueblos (y en menor medida algunos
gobiernos) y el emperador, que llegó a Panamá semidesnudo.
La declinante hegemonía estadunidense, como sucedió durante décadas
con el caso del Reino Unido, no abre inmediatamente el camino a ninguno
de sus competidores. La Unión Europea política y militarmente es enana
y está en crisis. Rusia, por su parte, es frágil, depende
fundamentalmente de la exportación de hidrocarburos y pierde población
continuamente. En cuanto a China, su economía crece a ritmos superiores
al de Estados Unidos, pero este año registró el crecimiento más bajo
desde 2009 –el 7 por ciento anual– suficiente apenas para dar trabajo a
su creciente mano de obra y sus exportaciones cayeron al igual que las
importaciones, mientras es ya intolerable el desastre ambiental
producido por la producción capitalista desenfrenada sin preocupación
alguna por la naturaleza. Por tanto, el tigre estadunidense, aunque
herido y debilitado, podrá seguir haciendo mucho daño durante al menos
una década.
No hay comentarios:
Publicar un comentario