Colectivo La digna voz
México
y Colombia tienen muchas cosas en común. Es casi una observación
trillada reconocer las semejanzas entre los dos países. Estas
similitudes o hermandades refieren tanto a aspectos culturales como a
cuestiones de orden político e histórico. No es la intención acá hacer
inventario de esos paralelismos o afinidades. Sólo interésanos destacar
una en particular que cobra más presencia: la avasalladora primacía de
la “seguridad” en el campo político-académico. Este concepto de
“seguridad”, cuyo ADN es básicamente el mismo en ambos países, se
sostiene en una triada de conceptos: violencia, conflicto y paz. En
este tridente conceptual se incuba la justificación de la
preponderancia de ese seudoproblema teórico. Esta preeminencia de la
“seguridad” no responde únicamente a las preocupaciones específicas que
surgen de las respectivas realidades nacionales: tiene un fondo
político, y por consiguiente se puede argüir que se trata de una
“preocupación” teórica artificialmente creada. Nadie puede objetar que
la inseguridad es un flagelo de primer orden en México, Colombia y
América Latina. No se trata de menospreciar un asunto que tiene una
importancia vital, y un carácter urgente en su tratamiento o
erradicación. Pero justamente la tesis mayúscula es que el “asalto” de
la “seguridad” en el ámbito político-académico, particularmente en
México y Colombia, no es políticamente neutral, y tiene como fin
recluir el fenómeno en una suerte de celda metodológica, aislando el
tema-objeto de las causalidades sistémicas que explican los problemas
vinculatorios con la seguridad. La “seguridad” es un discurso; y es un
discurso altamente lesivo para la comprensión de los escenarios bélicos
que enfrentan México y Colombia.
Acerca de la seguridad se ha
escrito un volumen ingente de estudios, artículos, investigaciones.
Este artículo trata más bien de las premisas y enredos conceptuales que
nutren ese discurso.
Acerca del concepto de violencia
La
explicación instrumental de la violencia en México y Colombia a menudo
acude al fenómeno delincuencial, el bandolerismo, el terrorismo o el
militantismo político. La violencia proviene o bien de grupos e
individuos inadaptados o bien de conductas o psicologías anómalas.
Incluso el concepto de “violencia estructural” se usa tan abstracta e
irresponsablemente que con frecuencia carece de valor teórico, y se
esgrime para referir a una suerte de violencia piramidal que abarca
todas las relaciones interpersonales: familiares, raciales, de género,
generacionales, políticas etc. Inscrita en la tradición posmoderna, la
noción de “violencia estructural” no alude más a esa violencia que
proviene de los centros de poder o autoridad (salvo en casos
excepcionales), y por lo tanto se extravía en esa ambición por entender
el fenómeno sin distingo de las disparidades y jerarquías que
inexorablemente intervienen en el ejercicio de la violencia. El
concepto de violencia, en este sentido, sigue recluido en la
perspectiva de la violencia-manifestación. Esta perspectiva conduce a
un error teórico flagrante, que se traduce en soluciones que sólo
apuestan a mitigar esa manifestación, pero sin tratar el fondo del
asunto: a saber, la correlación poder-violencia. Por eso se observa que
en México y Colombia las políticas públicas, cuando logran tener cierta
materialidad, únicamente consiguen atenuar ciertas modalidades de
violencia (el homicidio señaladamente), pero engendran o agravan otras
expresiones de la misma (barriales, familiares, laborales etc).
El
discurso que se urde alrededor de la violencia en la prensa colombiana
es francamente grotesco. En estas narraciones la violencia está siempre
seguida de referencias como la de “grupos terroristas” o
“narcoterroristas” o “criminales desquiciados” o “guerrilleros
asesinos” o “gente enferma, vil e infrahumana”. El imaginario colectivo
en Colombia concibe la violencia como un rasgo privativo de grupos
irregulares que no persiguen ningún fin concreto, salvo el de
“atormentar” a la población. Pero el éxito de esta campaña
propagandística radica justamente en un ejercicio extraordinario de
violencia que a menudo pasa inadvertido: la de la mentira
mediáticamente concertada. El volumen de violencia simbólica al que
está expuesto un ciudadano común en Colombia es sencillamente
indecente. Esa violencia nadie la fiscaliza, y pocos la condenan.
Pero
esos medios de comunicación, ceñidos sin rubor a un léxico
confrontacionista, al menos ponen al descubierto un hecho: que la
guerra y la violencia son los instrumentos del poder.
Esa
visible urgencia de escalar el reclamo de violencia contra la población
terminará por voltearse contra estos panegiristas de la fuerza.
Acerca de la noción de conflicto
Con
el concepto de “conflicto” ocurre una situación similar. La noción
dominante de “conflicto” en México y Colombia (dominante en la academia
y en las narrativas políticas) insiste en las imperfecciones,
irregularidades o inconsistencias como fuerzas originarias de la
conflictividad humana. El conflicto está en otro lado, o acá pero
proveniente de otro lado. Es un traumatismo externo; llámese
narcotráfico, delincuencia organizada, guerrilla, milicia popular,
insurgencia indígena o campesina. En esta interpretación, el conflicto
es algo que se debe regular o superar. Es un estadio susceptible de
superación. Por eso en Colombia hablan de post-conflicto, en referencia
al “proceso de paz” (nótese el entrecomillado) que tiene lugar en La
Habana. Es la añeja añoranza de la tradición filosófico-política
occidental: la de un retorno a un cuerpo pre-político donde el
conflicto humano no exista más o esté totalmente regulado. Pero esas
son quimeras. El conflicto es algo constitutivo a las asociaciones
humanas. El conflicto sólo muda de fisonomía y/o alcance. Las
imperfecciones no son imperfecciones: son las propiedades particulares
de un cierto orden institucional. Y las causas del conflicto están
justamente en ese orden (sistema democrático representativo, sistema
económico neoliberal), no en el presunto desorden exterior que altera
un hipotético orden armonioso natural. Las reformas en México y las
negociaciones de armisticio en Colombia tan sólo constituyen una
reformulación de los contenidos de dominación y resistencia, nunca la
capitulación de los grupos en conflagración, ni mucho menos la
disipación del conflicto. Un análisis serio debe tomar nota de los
factores de persistencia del conflicto. En este sentido, es preciso
tomar el orden social vigente como punto de partida para la explicación
del conflicto. La violencia y el conflicto son la arcilla del edificio
estatal.
Acerca del concepto de paz
La paz que
pregonan los mandatarios en México y Colombia es la paz de la miseria,
el hambre y el sepulcro sin contestación. Este discurso se sostiene
gracias a una distorsión fundamental del concepto de “paz”.
Especialmente en Colombia, la paz se interpreta como un estado de
cosas. Es decir, se trata de un estadio social al cual se puede arribar
más o menos integralmente. La paz, en esta perspectiva, es la ausencia
de conflicto. Y la ausencia de conflicto es ese estado de cosas
presuntamente libre de antagonismos. Es la misma confusión que envuelve
al concepto de “democracia”. Casi universalmente se admite la tesis de
que vivimos en un orden democrático, aún cuando la democracia no sea un
estado de cosas, sino un valor, como la libertad o la justicia. Lo
mismo se puede aplicar para la paz. La paz es un valor, y es un valor
que por cierto cultivan ciertos agentes sociales con frecuencia
extrainstitucionales. La “paz” de los discursos oficialistas es una
palabra despolitizada, al servicio de las narrativas que alimentan la
ilusión de un poder legítimo, eficaz. Algunos hablan de “paz
imperfecta”, que es un refrito de la idea de “democracia imperfecta”.
Es políticamente rentable definir la paz como un estado de cosas,
porque permite prometer la llegada a ese “reino” e ignorar la fuente
del conflicto.
El propósito de esta adulteración es político.
La guerra con frecuencia es la cifra de la paz, pero en formato
silencioso. Y el discurso de la “seguridad” es la negación del
diferendo humano fundamental, y una tentativa por abolir la verdad
material.
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