Carolina Escobar Sarti
Hace 15 años se firmaron los acuerdos de paz en Guatemala. Uno de ellos, el Acuerdo para el Fortalecimiento del Poder Civil (AFPC), estableció dos compromisos específicos para el Estado de Guatemala: la reforma judicial y la reforma policial. En los 10 años siguientes, según un estudio de Denis Martínez (2007), la cooperación europea gastó aproximadamente 90 millones de euros en programas de apoyo y asistencia técnica, para contribuir al cumplimiento de estos objetivos. Esto, sin contar la cooperación de USAID, Fundación Soros, Finlandia, Noruega, el BM y el BID, que también aportaron fondos al proceso.
Sin embargo, amén de unos cinco o seis logros innegables y de algunos escasos incorruptibles, el panorama seguía siendo desalentador 10 años después. La Policía seguía involucrada en actos de corrupción, limpieza social, tortura, violaciones, detenciones ilegales y ejecuciones extrajudiciales, y los encargados de aplicar la ley y el derecho seguían sosteniendo la impunidad sobre hechos del pasado y del presente, lo cual confirmaba la orfandad de la población en materia de seguridad y justicia. Hoy, no me es posible saber cuánto más se ha invertido en fortalecer el sistema judicial del país en los últimos cinco años, pero sí me es posible asegurar que los costos humanos y económicos de la violencia y la impunidad en Guatemala, son el reflejo de una Guatemala injusta.
El fenómeno hay que nombrarlo como se vive: nadie cree hoy en los jueces, quizás solo ellos, sus familias y patrocinadores. Según datos recientes, hay 300 mil procesos penales inactivos en el Organismo Judicial, si no muchos más. ¿Quién sabe cuántos inocentes están en prisión y cuántos criminales de grueso colmillo andan sueltos?. La persecución penal es tortuosa y la justicia se imparte de manera parcializada. ¿Dónde queda la independencia judicial?, ¿dónde está la defensa social?.
Siendo que la ciudadanía es la que paga el sueldo de jueces y magistrados, es un contrasentido que muchos de ellos no trabajen para la población guatemalteca. Pero saliendo de esta lógica neoliberal que le ha puesto precio a lo que debería ser derecho inalienable, cabría no olvidar que la justicia es una concepción construida socialmente para buscar la equidad, la armonía y el bien común. Sin embargo, es canción vieja que el andamiaje de este Estado criollo es la base de todos nuestros males, y que a ello se suman la falta de voluntad política de sucesivos gobiernos y de la élite económica del país, para que haya justicia pronta y cumplida, impidiendo el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Que haya entrado un nuevo actor en este contexto, el narcotráfico y el crimen organizado en los últimos 20 años, es una circunstancia grave porque este actor tiene dinero para comprar un país, sobre todo uno tan pauperizado y despojado como el nuestro, pero los intereses adversos de grupos de poder que se benefician de la impunidad, son lotería cantada desde hace muchas más décadas.
Así que no se vale que ahora los jueces corruptos quieran acabar con la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), cuyo mandato incluye el apoyo al fortalecimiento institucional, que pasa definitivamente por procesos de depuración de la Corte Suprema de Justicia. A la Cicig la pedimos desde la sociedad civil, porque era la Cicig o nuestra propia condena. Hoy, el Ministerio Público, bajo la dirección de Claudia Paz y Paz se ha fortalecido, y llegan vientos de cambio profundo a la Policía Nacional Civil, de la mano de Helen Mack. Pero hay, como reconocen varias organizaciones de la sociedad, un cuello de botella en el Organismo Judicial, y casos como el de Portillo o Vielmann, son prueba de ello. Eso es tan obvio, que solo cabría pensar lo contrario en otro Ensayo sobre la Ceguera. Los intocables jueces son ahora tocables, pero no por la Cicig que en un par de años no estará más, sino por la sociedad guatemalteca en su conjunto. Que no se equivoquen.
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