Carolina Escobar Sarti
Se dice que la justicia tardía no es justicia y que, incluso, es la máxima injusticia. Sin embargo, contamos con suficientes evidencias para afirmar que los hechos y casos que ameritan justicia y quedan impunes, dejan huellas indelebles que trascienden personas y generaciones y se revierten contra la misma población de distintas formas. En Guatemala es ahora o nunca. Enjuiciar a los responsables intelectuales y materiales de masacres, torturas, violaciones, desapariciones forzadas y genocidio, es un acto de fe en el presente y el futuro de este país.
Es cambiarle la piel al sistema de justicia. Es el inicio del fin de la impunidad.
La detención por genocidio del exgeneral Mario Héctor López Fuentes, la captura de Pedro García Arredondo, imputado por el delito de desaparición forzada, y la apertura a juicio oral y público contra cuatro militares sindicados por la masacre de 250 personas en la comunidad Dos Erres, en La Libertad, Petén, son avances significativos en la búsqueda de justicia.
Y para no confundir venganza con justicia en esta Guatemala depravada, diremos que la venganza tiene un fin de desahogo que cobra la muerte con más muerte, mientras que la justicia tiene un fin reparador y transformador.
La trampa de pedir que no se acuda a la memoria, que se dé vuelta a la página de la historia sin haberla siquiera leído y que pasemos a otra cosa sin haber resuelto judicialmente crímenes y delitos graves de guerra atenta contra la estabilidad emocional y social de toda la población, comenzando por los familiares de las víctimas y las personas sobrevivientes de 36 años de terror, con quienes este Estado tiene una deuda histórica.
García Arredondo fue jefe del Comando Seis de la Policía Nacional, durante los gobiernos de Kjell Laugerud García y Romeo Lucas García. Luego, en un marco de vergonzante impunidad, ocupó el cargo de alcalde de Nueva Santa Rosa.
Hoy es juzgado por el caso de desaparición forzada del estudiante universitario Édgar Sáenz Calito, en 1981, pero carga sobre sus espaldas el asesinato del dirigente estudiantil Oliverio Castañeda de León, en 1978; de los estudiantes Julio César del Valle y Emil Bustamante, y el de los de los psicólogos Edna Ibarra y Carlos Figueroa, en 1980, entre otros muchos.
Se le señala como responsable de la desaparición de 28 dirigentes de la Central Nacional de Trabajadores, en 1980; del asesinato de Manuel Colom Argueta, en 1979; y la quema de la Embajada de España, en enero de 1980. Y podríamos seguir.
Pero hay que decir que si García Arredondo fue detenido solo después de 15 años (!) de haber iniciado un proceso en su contra, es porque en la época del conflicto era recibido en lujosas oficinas de la ciudad capital, donde le atendían a cuerpo de rey mientras le pasaban los listados de quienes él habría de desaparecer, torturar o ejecutar.
Lo más seguro es que sus padrinos aún han de merodear por allí, porque, ¿qué otra cosa explicaría mejor esos niveles de impunidad?
Hay un sentir inexplicable detrás de capturas y juicios como estos; sobre todo cuando escuchamos las historias de horror que declaran haber cometido los mismos kaibiles ejecutores de aquella masacre de diciembre de 1982, en Dos Erres.
Todos los que ahora han sido detenidos, más que ser los responsables directos de la violencia, son los símbolos de la derrota humana más absoluta.
El Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y la Procuraduría de Derechos Humanos están haciendo bien las cosas en casos como estos. Veremos ahora si los fiscales y jueces responden a este llamado de la historia y resignifican la memoria de las víctimas y del país.
No más influencia política, no más impunidad. Pero si aquí las cosas se enturbian, que quede el sabor de que la globalización no es solo económica, sino también judicial, y que fuera de nuestras fronteras hay Cortes donde la justicia se escribe claro y con mayúsculas.
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