Marielos Monzón
Pedir justicia por los horrendos crímenes cometidos durante la guerra en Guatemala es un derecho legítimo de las víctimas y de sus familias, y debería serlo de la sociedad en su conjunto, porque no se puede construir democracia, ni estado de Derecho, ni convivencia pacífica sobre las bases del olvido y de la impunidad. Doscientos 50 mil muertos y 50 mil desaparecidos son cifras espeluznantes en cualquier país, aunque aquí algunos insistan en verlas como “víctimas colaterales” o la “consecuencia natural de una guerra”, o, lo que es peor, “el precio que tenían que pagar por querer convertir al país al comunismo”.
Durante todos estos años, tras la firma de la paz, han sido innumerables los esfuerzos que se han hecho por llevar a juicio a los responsables de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, masacres, asesinatos, violaciones sexuales y tortura en centros de detención clandestina. Y reiteradamente la respuesta que han encontrado del sistema ha sido la no justicia y la dilación de los procesos, utilizando y abusando de cuanto recurso legal —e ilegal— han encontrado en el camino.
El chantaje, la persecución y las amenazas —como la que apareció en un campo pagado firmado por la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (Avemilgua)— tampoco han faltado, pero ahí siguen las víctimas, los familiares y sus organizaciones, convencidos de que aquello que ocurrió fueron crímenes de Estado, porque durante más de tres décadas las fuerzas de “seguridad” civiles y militares se ensañaron contra la población civil, a quien era su deber proteger. Aquí, para decirlo claro y con todas las letras, el Estado guatemalteco cometió genocidio, y no lo digo yo, lo dicen los informes de la Iglesia Católica: Guatemala Nunca Más y de las Naciones Unidas: Guatemala, memoria del silencio, y también los documentos desclasificados del Gobierno de los Estados Unidos.
Esos escuadrones de la muerte —que hoy llamamos cuerpos ilegales o aparatos clandestinos— se formaron dentro de las instituciones estatales, y de ahí mismo recibieron las órdenes y el cobijo para accionar. La defensa de los intereses económicos de las poderosas familias de la oligarquía chapina fue la bandera del Ejército y la Policía Nacional durante los años de la dictadura. Las denuncias de limpieza social —dos mil 400 jóvenes de barrios pobres, ejecutados por comandos especiales durante el gobierno de Óscar Berger— y las ejecuciones extrajudiciales ocurridas en Pavón y Nueva Linda, solo para citar dos ejemplos, dejan claro que el dinosaurio todavía sigue ahí. Querer negar que en la impunidad del pasado se cobija la del presente, es querer tapar el sol con un dedo.
Por eso las capturas y procesos penales contra Pedro García Arredondo, jefe del comando 6 de la extinta PN, acusado por la desaparición forzada del estudiante Édgar Sáenz Calito; del coronel Héctor Rafael Bol de la Cruz, por la desaparición forzada del dirigente sindical Fernando García; del coronel Marco Antonio Sánchez Samayoa, por la desaparición forzada, capturas ilegales y ejecución de pobladores, mientras fungió como comandante de la zona militar de Chiquimula; del general Héctor Mario López Fuentes, exjefe del Estado Mayor de la Defensa, por el delito de genocidio y el juicio por la masacre en la aldea Dos Erres, en Petén, son buenas noticias en la lucha contra la impunidad.
La mala noticia es que haya gente dispuesta a votar por partidos políticos, dirigidos y conformados por personajes vinculados a las masivas violaciones a los derechos humanos en el país.
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