Autor: Mayela Sánchez
La “recuperación económica” que pregona el gobierno federal y las cuentas alegres del secretario de Hacienda, Ernesto Cordero, son ajenas a la realidad de millones de familias cuyos ingresos apenas les alcanzan para “vivir al día”, en un país donde más de la mitad de la población recibe sueldos por debajo de los 5 mil 400 pesos al mes
Alessandro estuvo a punto de no asistir al festival del Día del Niño que organizó su escuela porque Priscila, su madre, debía la colegiatura. La maestra había sido tajante: “Quien no pague no puede estar en el convivio”.
Priscila tenía que liquidar su deuda de 500 pesos antes del viernes 15 de abril, pero hasta el 16 cobraría los 900 pesos que percibe cada semana por su trabajo como ayudante de cocina en una construcción, en la colonia Fuentes del Pedregal, al Sur de la ciudad de México.
Ajeno a las vicisitudes que relata su madre, Ale, como lo llama Priscila, se pasea por la pequeña habitación que hace las veces de sala, comedor y hasta bodega, según delatan las cobijas que, apiladas, ella ha tenido el cuidado de esconder en un rincón bajo una vieja sábana. La presencia de un horno de microondas termina de romper la idea de que el cuarto sirve sólo como estancia.
En su trajín, el niño abre la puerta de la habitación contigua y descubre lo que constituye el resto de la casa de Priscila. Se trata de una recámara, más grande que la estancia, que sirve de dormitorio de madre e hijo.
Los juguetes de Alessandro ocupan la mayor parte del espacio, pero también se encuentran en la habitación una televisión, un reproductor DVD, un armario y un tocador. Sólo se divisa una cama. La joven explica que es porque cambió su viejo colchón por uno que le regaló su hermana, pero, como éste era king size, se le ocurrió juntar las camas para aprovechar mejor el obsequio.
Priscila procura tener en orden su casa. Los escasos muebles –un sillón, dos libreros y una mesa de centro– evidencian la modestia con la que vive.
De las paredes de la estancia, que al paso de los años han empalidecido, cuelgan algunas viejas fotografías que, junto con dos cuadros igual de desteñidos, algunos figurines y un centro de mesa constituyen toda la decoración.
Ninguno de esos muebles es suyo, sino de su madre, quien vive en la parte superior de la casa. La propiedad tampoco es suya ni de su madre, sino de una tía que les permite vivir ahí; a cambio, tienen que compartir la casa con otras dos familias, también allegadas de la tía.
“Sí me debería de pedir [una renta], pero nunca me alcanza para nada”, admite, apenada.
Desde hace dos meses que se separó de su esposo, la situación económica de Priscila ha empeorado, pues entre lo que ella gana y lo que él le da, sólo reúne 5 mil 400 pesos al mes.
La joven calcula que antes de la separación, los ingresos de ambos sumaban poco más de 7 mil pesos mensuales.
Priscila hace memoria y recuerda que recién casados, cuando él trabajaba como vendedor en tiendas departamentales, llegaba a ganar hasta 3 mil pesos quincenales, según las comisiones que le dieran. Ella, mientras tanto, se encargaba de cuidar de Alessandro, que acababa de nacer.
Pero ni entonces ni ahora el dinero le alcanza a Priscila más que para “vivir al día”, como ella misma describe.
A pesar de lo insuficiente de sus ingresos, para el gobierno federal la familia de Priscila ya podría considerarse como clase media, aquélla que “ya está sintiendo la recuperación económica en sus bolsillos”.
Aún más: estaría cerca de poder sufragar el pago de créditos para una casa y un coche y pagar la colegiatura de la escuela privada de su hijo, a decir del secretario de Hacienda y Crédito Público, Ernesto Cordero Arroyo.
Para el funcionario, familias con ingresos de 6 mil pesos pueden solventar ese tipo de gastos “con mucho esfuerzo”, según declaró el 21 de febrero pasado, luego de dar un mensaje sobre el “crecimiento de la economía” en 2010.
Aunque no hay un dato exacto sobre el número de familias que hay con esas percepciones, el Censo de Población y Vivienda 2010 las ubicaría en el rango de ingresos de “entre tres y cinco salarios mínimos”, es decir, quienes ganan de 5 mil 400 a 8 mil 900 pesos al mes.
Se trataría, en todo caso, de casi 8 millones de personas, mientras que en el país más de 22 millones –casi el triple– subsisten con menos de 5 mil 400 pesos cada mes.
En el caso de Priscila, aunque por sus ingresos figure en el límite de las optimistas estadísticas oficiales, no participa de aquéllas en las que el gobierno basa su discurso de la recuperación económica.
Y es que su familia no está entre el 30 por ciento de las que tienen computadora, sino en el 70 por ciento restante que no tiene. Tampoco cuenta con línea telefónica en su casa ni automóvil, además de que la televisión y el refrigerador que ocupa no le pertenecen.
En un rápido conteo, Priscila enlista las únicas cosas que ha podido comprar para su casa en cuatro años: la base de su cama, el tocador, un reproductor DVD, una lavadora, una plancha y un juego de sábanas. Todo, en abonos.
Hace poco terminó de pagar la lavadora; dice que de haberla comprado al contado, le habría salido más barata, pero no tenía dinero y no podía aguantar tanto tiempo sin la máquina. Al final, le costó 5 mil pesos. “Y ni siquiera es automática”, se lamenta.
Estirar el gasto
El mismo día en que Cordero Arroyo sostenía que la “recuperación económica” del país no se transmitía porque los mexicanos “somos (de) lo más exigentes y eso hace que tengamos una percepción un poco más negativa”, Priscila se encontraba cocinando para los trabajadores de una construcción en la colonia Fuentes del Pedregal, en los límites de las delegaciones Tlalpan y La Magdalena Contreras.
No imaginaba que dos semanas después clausurarían la obra. Tampoco calculaba que el cierre demoraría tres semanas. Mucho menos sospechaba que su patrón no les pagaría esos días y que ella estaría “tronándose los dedos” para conseguir dinero y que un mes después seguiría resintiendo ese escollo.
En ese momento, por su mente jamás habría pasado que por esa merma en sus ingresos su hijo por poco se perdería del convivio escolar.
De pie desde las siete de la mañana y hasta las tres de la tarde, la figura de Priscila, que no rebasa el metro y medio de estatura, se desplaza entre la tarja donde lava ollas y cucharones y la parrilla en la que, junto con otras dos mujeres, prepara desayunos y comidas para los albañiles.
Es la una de la tarde, el momento más pesado de la jornada. Los trabajadores, hambrientos, reclaman sus alimentos; el patrón exige a las cocineras mayor celeridad para despachar.
Apostados en sillas de plástico de un comedor igual de improvisado que la cocina, los hombres no llegan ni a la treintena, pero les han dicho que vendrán más conforme avance la obra. Las cocineras apenas si se dan abasto.
Al cabo de las dos de la tarde, los albañiles regresan a su trabajo y las mujeres continúan con su faena, que a esta hora consiste en recoger y limpiar.
Sobre el mandil de Priscila han quedado los rastros de una jornada más en la cocina, pero debajo de éste, el pantalón a cuadros y la playera blanca de su uniforme se mantienen pulcros.
Y es que la joven de 26 años es cuidadosa con su ropa y artículos personales; incluso conserva prendas que compró hace siete años y presume que ha alargado la vida de su maquillaje Mary Kay –el único que tiene de marca– por más de un año. “Todo me lo compro en el mercado; ahí es más barato”.
Pero sus esfuerzos por gastar menos no sirven con Alessandro, quien a sus cuatro años parece un niño de seis. Ha crecido tan rápido que la ropa ya no le queda, dice, preocupada, Priscila, mientras estira las mangas de la playerita roja que el niño viste para cubrirle, sin éxito, las muñecas.
Los gastos que implica la manutención de su hijo son los que más inquietan a Priscila. Recuerda que tuvo que enseñarle a ir al baño cuando ya no pudo comprar los pañales, pues le resultaban muy costosos.
Pero hay gastos inevitables para Priscila, como la comida o el médico. El primero lo resuelve parcialmente en la estancia infantil, pues ahí le dan de desayunar y comer al niño.
Eso le cuesta a Priscila 140 pesos semanales. La joven hace cuentas y dice que así le conviene más, pues de otro modo el gasto en comida sería mayor: “Unos 100 pesos por día”, calcula.
Ella aprovecha que trabaja en una cocina para tomar ahí sus alimentos. Por la noche no cena y a su hijo le prepara leche con chocolate.
Sólo los fines de semana cocina para ella y su hijo. Son los días que más gasta: huevos, tortillas, leche, pan, jamón para el desayuno; sopa y a veces pollo para la comida, “pero si no me alcanza, hago taquitos de queso”, dice.
Cerca de su casa hay un mercado, pero Priscila no lo frecuenta para comprar su mandado; tampoco acude al supermercado. No puede calcular el gasto en una despensa porque hace mucho que no adquiere una: compra “al día”, según lo va necesitando.
Aunque su exesposo los ha asegurado en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), Priscila prefiere ir al médico particular cuando ella o su hijo enferman.
El Simi –como llama a los consultorios médicos de las Farmacias Similares– es la opción más socorrida, pues es más barata. El problema son las medicinas, concluye, ya que siempre representan el mayor gasto.
De acuerdo con el Censo, hay casi 7 millones 775 mil personas que, a pesar de estar afiliadas a algún sistema de seguridad social público, optan por acudir al servicio privado.
Priscila expone sus razones: una mala atención y un servicio muy lento, que en su caso implica perder un día de trabajo.
Ella no pudo darse esa concesión ni siquiera para ir a hablar con la maestra de Alessandro. Al final, fue su madre quien abogó por una prórroga. La maestra accedió, como lo ha hecho en otras ocasiones.
Retos
Priscila regresa a casa caminando. La distancia que separa la obra en los límites de la zona residencial de Fuentes del Pedregal de su casa en la colonia San Nicolás Totolapan, en la delegación La Magdalena Contreras, no es mucha; mas el dolor que experimenta en las piernas al final de la faena y las empinadas calles languidecen su andar.
No se queja, pues sabe que ésa es una de las ventajas de su trabajo, así se ahorra el gasto en pasajes y tiene la tarde libre para cuidar a su hijo.
Aunque su madre le ayuda en llevar al niño a la escuela y recogerlo, su depresión crónica sumada a la diabetes que padece la mantienen en cama la mayor parte del día, por lo que no puede hacerse cargo de Alessandro.
Como consecuencia, Priscila no puede dejar el trabajo que tiene, aunque eso implique recibir un bajo salario, estar subocupada y tener un trabajo precario, pues no cuenta con ninguna prestación de ley.
Además, para poder trabajar, Priscila tiene que costear una estancia infantil donde pueda dejar al niño por las mañanas. Mantenerlo ahí absorbe la tercera parte de su frágil salario.
Mientras juega con sus dedos, la cabeza baja, Priscila piensa en el futuro. Le preocupa que Ale pronto tendrá que ir a la primaria y ello implicará más gastos; le preocupa también que los servicios de agua y luz encarezcan a consecuencia del crecimiento de la zona residencial del Pedregal.
La joven piensa también en sus proyectos: terminar la preparatoria y conseguir un mejor trabajo.
—¿Qué sería para ti un mejor trabajo?
—Donde tengas un puestito más alto, que ganes un poquito más. Que de todas formas, donde sea te pagan lo que quieren –acota.
Priscila recuerda que se enteró de la declaración de Cordero Arroyo, aunque no puede precisar dónde. Y es que la difusión que medios de comunicación y redes sociales le dieron a la noticia incluso obligó al secretario a “aclarar” el sentido de su expresión.
En una entrevista concedida a José Yuste y Maricarmen Cortés, de Radio Fórmula, intentó enmendarse y sostuvo que su declaración había sido un “reconocimiento” a las familias de “clases medias” en México que “hacen verdaderamente milagros para salir adelante”.
La joven repite lo que ese día vino a su cabeza, pero por el tono que imprime a sus palabras, más que una respuesta se escucha como desafío: “A ver, que viva él con ese dinero”.
Fuente: Contralínea 231 / 01 de mayo de 2011
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