IPS
De no haber pasado 
nada, quizás estos rostros enmarcados serían tres, no dos. Tres sonrisas
 infantiles desafiando a un público imaginario. De no haber pasado nada,
 con toda probabilidad no estaríamos hablando con Salvador Mestizo sobre
 los recuerdos de una guerra ingrata, sobre su familia rota, sobre 
escombros y locuras.
Ni nombrándote, Cristabél, niña desaparecida 
hace tres décadas, memoria obstinada de tu padre, este anciano que hoy 
me enseña a tus dos hermanas –lindas, en sus fotos de diploma– cuando 
decide rememorar el horror.
Es un día demasiado caluroso en este 
cantón del departamento de Usulután, en el sureste salvadoreño. Salvador
 habla como si pescara memorias en aquel tiempo turbulento: los años que
 hundieron el país en un interminable conflicto armado.
“Por todo
 lo que pasó en la guerra existió una amnistía –explica, tamborileando 
mi rodilla–, pero esa amnistía no fue así no más: fue para encubrir 
hechos macabros como la muerte de los jesuitas, y de muchas monjas y 
sacerdotes que mataron”, dice con su piel curtida por una vida pasada 
entre milpas y frijolares.
Salvador tenía unos 30 años cuando la 
zona en donde vivía fue invadida por unos tres mil soldados instruidos 
para violar, asesinar y torturar a la población civil, destruir los 
caseríos con sus animales y cultivos.
En la matanza participaron,
 entre otros cuerpos armados, elementos del Batallón Atalcatl, una de 
las más temibles unidades de élite del ejército salvadoreño entrenada en
 Estados Unidos. Miles de campesinos de la región baja del río Lempa 
emprendieron un éxodo forzado para huir del ataque que se hacía cada día
 más intenso y que duró del 20 hasta el 30 de octubre de 1981.
Años
 después, aquellos días fueron nombrados por los sobrevivientes como la 
masacre de La Quesera, del cantón en donde hubo más víctimas, una de las
 primeras y más grandes a lo largo de la guerra civil que azotó el país 
desde 1980 hasta 1992.
El ataque militar fue desplegado según la 
práctica contrainsurgente de “quitarle el agua al pez”: aniquilar por 
completo los habitantes de zonas en donde existía presencia guerrillera.
Mientras
 la oligarquía y el Ejército aplaudían la operación como una de las más 
importantes, los soldados asesinaban entre 350 y 500 civiles, en su 
mayoría niños. La cifra oscila porque en muchos casos no se pudo dar con
 los cuerpos.
El duelo, por el contrario, no tiene nada de aproximativo.
En
 la historia de Salvador Mestizo las violencias de ayer se mezclan con 
las de hoy en una espiral que parece no dejar tregua. A la sombra de una
 zorra frondosa, ese árbol de vainitas aplanadas y dulzonas que Salvador
 reparte entre su escaso ganado.
En esta región del oriente del 
país también abundan ceibas y conacastes o el carao. Son tierras 
fértiles, bañadas por las aguas del Lempa, el río que atraviesa casi 
todo el país.
A lo largo de su vida, Salvador Mestizo ha visto 
mudar ese río muchas veces; lo ha mirado enflaquecer y engordar de 
nuevo. Cuando ocurrió la masacre su caudal era todavía abundante.
“En
 aquel tiempo el Lempa estaba bien lleno –recuerda– se llevaban los 
niños en los helicópteros y vivitos los tiraban adentro: las hembritas 
se veían por las falditas de curvas, puras sombrillas…y los varoncitos 
dicen que se iban de un solo viaje…y ¡pum! ¡Solo chispeaban adentro! 
Como pa’ que sufriéramos más yo digo…”.
Salvador sobrevivía 
mientras su familia fracasaba. Para su niña perdida –“la Cristabél: que 
no hallé ni viva ni muerta”– dice que ya no tiene esperanza. Lo dice 
casi con culpa, carga la duda perpetua de no saber el paradero de su 
hija. “Vaya, si todo esto se hubiera castigado, digo yo que se hubiera 
mejorado porque hubieran tenido miedo los delincuentes y los asesinos. 
¡Pero nunca ha habido castigo! Nunca se aseguró que quien le hace algo a
 una persona luego va a pagar por eso”.
El murmullo de la masacre se eleva
La
 posibilidad de que sí haya “castigo” ha tomado cuerpo hace unos meses: 
el pasado 13 de julio la Corte Suprema de Justicia de El Salvador 
estableció la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía General, 
aprobada un año después de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, y 
apenas cinco días después de que la Comisión de la Verdad por El 
Salvador señalara al Ejercito como responsable del 85 por ciento de 
violaciones en tiempo de guerra.
La ley se derogó por representar
 un obstáculo a las obligaciones estatales de prevención, investigación,
 enjuiciamiento, sanción y reparación de las violaciones cometidas en el
 conflicto armado.
Ahora, teóricamente, los responsables de 
aquellos crímenes pueden ser investigados y sentenciados. Casos 
emblemáticos como el asesinato de monseñor Oscar Romero, la matanza de 
los seis sacerdotes jesuitas (cinco de estos, españoles) y las dos 
mujeres que trabajaban en las instalaciones de la Universidad 
Centroamericana, o la masacre de El Mozote en donde el Ejército mató 
alrededor de mil civiles, podrían por fin ser esclarecidos.
Sin 
embargo el resolutivo ha causado reacciones contradictorias: se ha 
hablado de “error político”, de golpe suave hacia el FMLN (la 
exguerrilla convertida en el partido Frente Farabundo Martí por la 
Liberación Nacional en el gobierno desde 2009) y de tentativas de 
desestabilizar el país.
Además, la decisión permitiría evitar 
extradiciones hacia tribunales externos -en el caso de los jesuitas se 
pidió la extradición a España-, dejando toda la responsabilidad en las 
manos de la justicia salvadoreña, que no ha investigado. Pese a ello la 
decisión de la Corte podría animar a jueves y activistas para investigar
 casos no juzgados o que la Comisión de la Verdad ignoró, como la 
masacre de La Quesera.
La masacre de La Quesera sobrevivió como 
murmullo. Fue cuando se conmemoró otra grande masacre, la de El Mozote, 
que el murmullo subió de tono en voz de sobrevivientes: se reunieron 
para nombrar y recordar, para exigir justicia, se organizaron de forma 
autónoma y conformaron un comité que lleva el nombre de “Bartiméo”, el 
ciego bíblico que lo que más anhelaba era recuperar su vista.
Una
 figura inspiradora para las comunidades de sobrevivientes que 
escogieron recuperar un sentido decaído: la capacidad de romper con el 
silencio y el miedo, de tener la fuerza necesaria para afirmar la verdad
 de los crímenes vividos en carne propia.
El 24 de octubre de 
2002, por primera vez, más de doscientos hombres y mujeres marcharon 
cuesta arriba hacia el lugar que escogieron para recordar y devolver 
dignidad a sus víctimas: la Loma del Pájaro, una loma céntrica de la 
zona de la masacre.
Ahí, en los cerros, descansan ahora los 
restos de cuarenta y cinco víctimas que fueron encontrados en distintas 
fosas comunes y reinhumados juntos. Un largo mural relata la irrupción 
de los soldados y de cómo la zona se convirtió en un sembradío de muerte
 y en un revoltijo de miles de personas que buscaban ponerse a salvo.
Cada
 28 de diciembre una pequeña caravana de gente sube hasta la Loma del 
Pájaro para conmemorar todos los que murieron durante la matanza. 
Domitila Cruz explica que la fecha decembrina ha sido escogida porque en
 esta temporada el clima es más clemente.
Árboles y maleza se han
 apoderado de los viejos caminos, comiéndose los restos de las casas 
bombardeadas y confundiendo la memoria de quien hace más de treinta años
 tuvo que improvisar tumbas y luego escapar lejos. Lo que a ojos 
extraños se presenta como un bosque intrincado, cobra una dimensión 
insólita al escuchar los relatos de quien aquí había construido su vida,
 su mundo.
***
Después de huir del 
operativo militar Domitila Cruz regresó a su aldea, pero lo que pudo 
rescatar fue mínimo. De la vida anterior a la matanza, lo que ahora 
todavía guarda es el metate sobre el cual echa sus tortillas. Entonces 
empezaba la época más sangrienta de una guerra que duraría todavía otros
 diez años, que se tragaría unas 75 mil vidas y escupiría un país 
deshilachado.
La tierra arrasada, esa técnica militar de exterminio, todo lo tragaba con voracidad, hasta las piedras.
“Quebraban
 todo – recuerda Domitila Cruz–: las tejas de las casas para que uno no 
llegara a vivir, y las piedras de moler también. Las escondíamos porque 
las quebraban”. Luego remueve con su pie la tierra y explica cómo se 
debía de tener listos unos profundos hoyos para ocultar las provisiones 
de granos y protegerlas de los saqueos de los soldados.
Cuando 
sucedió la masacre tenía unos 25 años, ya se había casado con Fernando 
Flores y su hija era todavía bastante tierna. Catorce familiares suyos 
fueron masacrados, para muchos no hubo entierro. Los sobrevivientes 
huyeron por los montes aguantando hambre y sed.
“Como el garrobo 
íbamos: sin agua –añade Fernando Flores y su risa se quiebra en un 
sonido rasposo–. Bien triste, ve, contar eso. Mire –continúa–, mucha 
gente no quiere acordar aquel tiempo porque usted sabe que las heridas 
quedan, nunca sanan. Pero yo me recuerdo todo lo que pasó, más del día 
de la masacre”.
Escollos
Tutela Legal María Julia 
Hernández, histórica organización salvadoreña para la defensa de los 
derechos humanos, respaldó a las víctimas de la masacre. Recolectó datos
 y testimonios y coordinó las exhumaciones con Medicina Legal y el 
Equipo Argentino de Antropología Forense.
Luego, presentó una 
querella ante la Fiscalía General de la Republica. Sin embargo, la 
indolencia marca la investigación: las reuniones con los fiscales son 
esporádicas y las entrevistas con los sobrevivientes se han llevado a 
cabo con métodos revictimizantes. Wilfredo Medrano, abogado de Tutela 
Legal, señala que la fiscalía sólo ha aparentado investigar.
En 
diciembre 2015, la difusión de documentos del Departamento de Estado de 
los Estados Unidos -desclasificados por Centro de Derechos Humanos de la
 Universidad de Washington (UWCHR)- arrojó luz en las investigaciones: 
el gobierno estadounidense sabía de las atrocidades que se estaban 
cometiendo en la zona durante el octubre de 1981 y, aun así, no dejó de 
financiar la Fuerza Armada salvadoreña, envió más ayudas económicas.
El
 28 diciembre del año pasado, los sobrevivientes de la masacre de La 
Quesera han conmemorado a sus familiares con renovada esperanza: los 
documentos desclasificados son un paso fundamental hacia el 
esclarecimiento y contribuyen a restaurar la dignidad de quienes 
sufrieron.
Sin embargo, a un año de las evidencias presentadas 
por la desclasificación de los documentos, 35 años después de la 
masacre, y con una ley ahora ya inconstitucional, la justicia 
salvadoreña sigue sin indagar los autores materiales e intelectuales de 
la masacre de La Quesera.
* * *
Mientras
 cuenta su historia, Marta Arias mantiene una seriedad que asombra; tal 
vez sea por eso que las raras veces que se le escapa una sonrisa es como
 si una belleza antigua despertara en su boca. Ella, también, ha 
aprendido a recordar en voz alta. Eso le ha tomado tiempo y valor.
En
 los meses que vivió desplazada se negaba a hablar de lo que había 
vivido. También se negaba a decir su nombre a la gente que no conocía. 
Fue un tiempo de hambre y de silencios.
Ahora encuentra en la 
memoria un detalle que la hace sonreír, una broma con una amiga que la 
ayudó a empezar de nuevo con un pequeño comercio de dulces. Es un 
destello de ironía que alumbra la época en que tuvo que aguantar sin 
dinero y con un único vestido con que taparse.
El recuerdo del 
vestido –aquel vestido de boca cuadrada que lavó en su propia piel una y
 otra vez–, le regresa de golpe su tono serio. Me dice, seca, que en 
cuanto pudo se deshizo de él: lo quemó. En aquel momento, el olvido le 
servía todavía como un alivio.
Cuando llegó el ejército, Marta ya
 estaba de luto. No había terminado de rezar los cuarenta días por la 
muerte de su abuelo asesinado por los soldados, cuando debió huir. En la
 fuga se toparon con cúmulos de cadáveres; cerca de una poza donde 
acostumbraban ir a lavar lo que quedaba de la gente eran carbones de 
distintas dimensiones.
Decenas de personas se ahogaron tratando 
de huir a través del río Lempa: muchos cuerpos emergieron de nuevo con 
el rostro desecho. El color de la ropa se volvió un detalle fundamental 
para identificarlos: blusas y pantalones hablaron por narices, ojos, 
cicatrices. Cuando queda prohibido enterrar, la intemperie y los 
animales no esperan: corroen, digieren, y las personas se destiñen con 
rapidez.
Mientras habla, sus nietos se arremolinan alrededor de 
ella. “Así, ve, niños como de la edad de ella o recién nacidos, así los 
ensartaban en las varas de bambú que labraban como estacas. Luego los 
tiraban a los charrales”. Niños y niñas fueron los que más murieron en 
la masacre de La Quesera; otros fueron secuestrados y terminaron 
engrosando las cifras de la niñez desaparecida del país.
Le 
pregunto a Marta Arias qué se podría hacer para obtener un poco de 
justicia: “que a los asesinos se les meta en cárceles, pero de las de a 
de veras, no las que son para la gente que tiene el billete, no: las 
comunes y corrientes. Aquellas en donde se sufre y se comen puros 
frijoles. Quizás ahí pagarían un poquito del sufrimiento porque no 
fueron pollos los que murieron en aquella masacre: fueron personas”.

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