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domingo, 11 de septiembre de 2016

La tragedia brasileña


Atilio A. Borón
La Jornada 

Una banda de malandros, como canta el incisivo y premonitorio poema de Chico Buarque –malandro oficial, malandro candidato a malandro federal, malandro con contrato, con corbata y capital– acaba de consumar, desde su madriguera en el Palacio Legislativo de Brasil, un golpe de Estado (mal llamado blando) en contra de la legítima y legal presidenta de Brasil, Dilma Rousseff. Y decimos mal llamado blando porque, como enseña la experiencia de este tipo de crímenes en países como Paraguay y Honduras, lo que invariablemente viene luego de esos derrocamientos es una salvaje represión para erradicar de la faz de la tierra cualquier tentativa de reconstrucción democrática. El tridente de la reacción: jueces, parlamentarios y medios de comunicación, todos corruptos hasta la médula, puso en marcha un proceso seudolegal y claramente ilegítimo, mediante el cual la democracia en Brasil, con sus deficiencias, como cualquier otra, fue remplazada por una descarada plutocracia animada por el solo propósito de revertir el proceso iniciado en 2002 con la elección de Luiz Inacio Lula da Silva a la presidencia. La voz de orden es retornar a la normalidad brasileña y poner a cada cual en su sitio: el povao, admitiendo sin chistar su opresión y exclusión, y los ricos disfrutando de sus riquezas y privilegios sin temores a un desborde populista desde el Planalto. Por supuesto que esta conspiración contó con el apoyo y la bendición de Washington, que desde hacía años venía espiando, con aviesos propósitos, la correspondencia electrónica de Dilma y de distintos funcionarios del Estado, además de Petrobras. No sólo eso: este triste episodio brasileño es un capítulo más de la contraofensiva estadunidense para acabar con los procesos progresistas y de izquierda que caracterizaron a varios países de la región desde finales del siglo pasado. Al inesperado triunfo de la derecha en la Argentina se le agrega ahora el manotazo propinado a la democracia en Brasil y la supresión de cualquier alternativa política en el Perú, donde el electorado tuvo que optar entre dos variantes de la derecha radical.
No está de más recordar que al capitalismo jamás le interesó la democracia: uno de sus principales teóricos, Friedrich von Hayek, decía que aquella era una simple conveniencia, admisible en la medida en que no interfiriese con el libre mercado, que es la no-negociable necesidad del sistema. Por eso era (y es) ingenuo esperar una oposición leal de los capitalistas y sus voceros políticos o intelectuales a un gobierno aún tan moderado como el de Dilma. De la tragedia brasileña se desprenden muchas lecciones, que deberán ser aprendidas y grabadas a fuego en nuestros países. Menciono apenas unas pocas. Primero, cualquier concesión a la derecha por parte de gobiernos de izquierda o progresistas sólo sirve para precipitar su ruina. Y el Partido de los Trabajadores (PT), desde el mismo gobierno de Lula, no cesó de incurrir en este error favoreciendo hasta lo indecible al capital financiero, a ciertos sectores industriales, al agronegocio y a los medios de comunicación más reaccionarios. Segundo, no olvidar que el proceso político no sólo transcurre por los canales institucionales del Estado, sino también por la calle, el turbulento mundo plebeyo. Y el PT, desde sus primeros años de gobierno, desmovilizó a sus militantes y simpatizantes y los redujo a la simple e inerme condición de base electoral. Cuando la derecha se lanzó a tomar el poder por asalto y Dilma se asomó al balcón del Palacio de Planalto esperando encontrar una multitud en su apoyo, apenas si vio un pequeño puñado de descorazonados militantes, incapaces de resistir la violenta ofensiva institucional de la derecha. Tercero, las fuerzas progresistas y de izquierda no pueden caer otra vez en el error de apostar todas sus cartas exclusivamente en el juego democrático. No olvidar que para la derecha la democracia es sólo una opción táctica, fácilmente descartable. Por eso las fuerzas del cambio y la transformación social, ni hablar de los sectores radicalmente reformistas o revolucionarios, que deben siempre tener a mano un plan B, para enfrentar a las maniobras de la burguesía y el imperialismo que manejan a su antojo la institucionalidad y las normas del Estado capitalista. Y esto supone la organización, movilización y educación política del vasto y heterogéneo conglomerado popular, cosa que el PT no hizo.
Conclusión: cuando se hable de la crisis de la democracia, una obviedad a esta altura de los acontecimientos, hay que señalar a los causantes de esta crisis. A la izquierda siempre se le acusó, con argumentos amañados, de no creer en la democracia. La evidencia histórica demuestra, en cambio, que quien ha cometido una serie de fríos asesinatos a la democracia en todo el mundo ha sido la derecha, que siempre se opondrá con todas la armas que estén a su alcance a cualquier proyecto encaminado a crear una buena sociedad, y que no se arredrará si para lograrlo tiene que destruir un régimen democrático. Para los que tengan dudas allí están, en fechas recientes, los casos de Honduras, Paraguay, Brasil y, en Europa, Grecia.
¿Quién mató a la democracia en esos países? ¿Quiénes quieren matarla en Venezuela, Bolivia y Ecuador? ¿Quién la mató en Chile en 1973, en Indonesia en 1965, en el Congo Belga en 1961, en Irán en 1953 y en Guatemala en 1954?

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