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domingo, 31 de enero de 2010

ALEPH- El escándalo político como botín


Carolina Escobar Sarti

El escándalo político es un jugoso botín para muchos, y su dimensión mercantil es innegable. Si no, que lo diga el escándalo Clinton-Lewinsky, que le diera la vuelta al mundo en su momento y que aún alimenta una que otra mente calenturienta. Hoy, Guatemala puede congratularse nuevamente por haber aumentado su cuota de fama en la galería de los escándalos políticos más recientes y sonados del planeta: el cisma producido por los casos Rosenberg y Portillo está, literalmente, en boca de todo el mundo.

El profesor de Cambridge John B. Thompson, en su libro El escándalo político, dice que el aumento de escándalos políticos como estos tiene una relación directa con las transformaciones provocadas por los medios de comunicación en la naturaleza de la visibilidad de los hechos, lo cual ha alterado las relaciones entre las esferas privada y pública. El autor dice que ha surgido una nueva forma denominada por él como “escándalo mediático”, que trasciende lo local. “Los escándalos mediáticos no son simples escándalos reflejados en los medios y cuya existencia es independiente de esos medios: son provocados, de modos diversos... por las formas de la comunicación mediática”, señala.

Sin querer negar la misma esencia escandalosa de casos como el de Rosenberg o Portillo, es indudable que el escándalo político no es solo mercancía para los enemigos políticos de quien lo protagoniza, sino también para los medios de comunicación y para toda sociedad caníbal que se deleita con el despellejamiento ajeno. En este contexto, los medios de comunicación tradicionales y alternativos, de la mano de tecnologías como Twitter, Internet y Facebook, son también protagonistas del escándalo mediático. Thompson vincula este tipo de escándalo con la hipocresía, y hasta aquí lo dejo a él, para volver a lo nuestro.

Con los casos Rosenberg y Portillo se evidencian muchas más cosas que las sabidas y dichas en todas las versiones posibles por analistas, expertos, columnistas, funcionarios, gente informada o audaces ignorantes. Con casos como estos se evidencia, antes que todo, el cuerpo leproso de un sistema perverso que se autorregula por preservación y eliminación. Lo que se preserva es el statu quo y la mentira de que la justicia es para todos; se preserva también la impunidad para las híbridas élites de criminales compuestas por políticos, empresarios, militares, narcos y funcionarios de justicia; se preservan ideas como la que tácitamente reconoce en hechos como estos que robar es mayor delito que masacrar.

El escándalo político-mediático pide que por ladrón se juzgue solamente al que roba dinero, y luego lo deposita en los bancos, y no así a los bancos que reciben gozosos el depósito. Cabe aquí preguntarse ¿si nadie hace nada para cambiar un sistema financiero que avala y protege a esos reservorios de dinero sucio que, además, están localizados en el país que ha bajado el dedo acusador, qué reservorios morales les estamos legando a las nuevas generaciones para que depositen su fe por un futuro diferente?

No tengo dudas de que la Cicig ha hecho un trabajo importante no solo de manera simbólica, sino real, acercándonos el sueño de la justicia posible y desnudando las carencias de un sistema de justicia cooptado y débil. Espero, sin embargo, que luego de este acto de caridad, no nos volvamos a quedar con hambre. No dudo tampoco que Alfonso Portillo y muchos otros deban enfrentar la justicia, pero me preocupa que sean —otra vez— casos aislados de evidente rédito político para unos y no una práctica sistemática de aplicación universal.

Al final, queda la sensación de que el escándalo político como la justicia son mercancías públicas y que, según decía Petronio, “el caballero que preside el tribunal ratifica las transacciones”.

cescobarsarti@gmail.com

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