Ilán Semo
Una vez más, Giorgio Agamben
ha despertado el asombro, el encono y, hasta cierto punto, un
sentimiento de extrañeza en la opinión pública del viejo continente. Se
trata de un texto publicado en el sitio del Instituto Italiano per gli Studi Filosofici el pasado 23 de mayo bajo el título:
Requiém por los estudiantes. Con las medidas de confinamiento impuestas para impedir la diseminación del Covid-19, las universidades de todo el mundo –y no sólo ellas, también los sistemas escolares básicos– optaron por trasladar el conjunto de sus actividades –clases, seminarios, exámenes, congresos, conferencias– a las plataformas privadas en línea. En su mayor parte, las que vuelven disponibles los grandes conglomerados estadunidenses de las industrias de la hightech y los bigdata (Google, Facebook, Hotmail, Gmail, Whatsapp, etcétera).
Al principio se trataba de una respuesta imaginativa y llena de
voluntad para no dejarse abatir por las condiciones del aislamiento
impuestas por la epidemia. Las universidades se revelaron como una de
las fuerzas que, en el momento más álgido del confinamiento, decidieron
optar por otro camino para mantener en vida la reflexión colectiva,
incluso sobre la sociedad que deberá emerger de la situación actual de
crisis.
Pero lo que apareció como una solución de emergencia –sustituir la
universidad presencial por un cúmulo de actividades educativas y
administrativas virtuales suplementarias (en su mayor parte inconexas y
rudimentarias por la prisa impuesta por el momento)– ha devenido
gradualmente un esquema que muchas universidades en el mundo, como
Harvard, por ejemplo, han empezado a adoptar como un formato que llegó
para quedarse. Asistimos probablemente a una mutación de consecuencias
aún impredecibles en el ámbito de la educación superior, y que habrá de
transformar a la Universidad de una vez y para siempre. Esta es la
primera tesis del texto de Agamben, a la cual respaldan muchos de los
debates actuales que se desarrollan, no por casualidad, en la intimidad
de las cerradas cúpulas administrativas y tecnocráticas que dirigen los
centros de estudio o los ministerios de educación nacional. Algunas
universidades han anunciado que permanecereran en el modo virtual hasta
2022, ya sin importar las constricciones que imponga o no el Covid-19.
Lo que hoy ya podría empezar a llamarse la agonía de la universidad
presencial marca el fin gradual de la universidad tal y como la
conocimos, tal y como aparece en una larguísima historia que se remonta
al siglo X.
¿Cuál fue la función que cumplió la universidad en esa longeva
historia? Antes que nada fue una institución que congregó bajo un solo
techo la formación de estudiantes, propició las con-diciones elementales
para el desarrollo de la investigación y los nuevos saberes
–seminarios, bibliotecas, laboratorios, etcétera– y, sobre todo, emergió
como un poder propio capaz de proteger la capacidad crítica y reflexiva
de una sociedad sobre sí misma. Fue en el seno de las universidades
teológicas de París y Amsterdam en los siglos XVI y XVII donde surgió el
cartesianismo como una de las críticas más formidables a la concepción
teológica del mundo. Las universidades ilustradas de los siglos XVIII y
XIX harían posible la proliferación de teorías y críticas a las
desigualdades sociales y la arbitrariedad del poder político
características del mundo moderno. Y la universidad de la segunda mitad
del siglo XX y principios del XXI se convirtió en el centro por
excelencia de visiones críticas de las experiencias totaltarias, el
capitalismo, la desigualdad de géneros, el racismo y ahora la amenaza
del higienismo.
La condición esencial de esta autonomía relativa de la universidad
con respecto a los poderes fácticos –fundamento de lo que llamamos la
autoreflexividad de las sociedades occidentales– fue la transformación
del estudiantado en una forma de vida. Un extenso grupo de jóvenes
dedicando una parte de la primera parte de su vida no sólo a estudiar y
formarse, sino a convertir a su propia comunidad en la franja central de
la re-flexividad, la rebeldía y la crítica que requiere toda sociedad
para atenuar sus peores males. A la universidad se acudía también a
formar grupos intelectuales y políticos, a promover innovadoras
vanguardias artísticas y filósoficas, a tratar de vincular lo aprendido
con una praxis inmediata o a emprender iniciativasde investigación
científica impensables en las normas de cada época. De ello resultaba
frecuentemente que esa comunidad se enfrentara a los requerimientos del
mercado y el Estado para domesticar las mentes de una sociedad.
Con la universidad virtual nada de esto sucederá. No habrá más
estudiantado como forma de vida. Dejará de existir esa comunidad crítica
que en muchos momentos atenuó los lados más lúgubres de la vida
moderna. Los estudiantes se convertirán en átomos aislados a merced de
la tecnocracia educativa, absortos en sus pantallas individuales sin
capacidad alguna para constituirse en un poder propio: el poder de la
reflexión que da una colectividad basada en las relaciones que permiten
su propia sobrevivencia como comunidad. La universidad virtual no será
una voz en el horizonte de la sociedad, sino una institución sin alma,
desalmada, dedicada a producir el nuevo proletariado que ya caminaba en
los últimos años por sus pasillos. En ella se educarán técnicos y fuerza
dócil de trabajo, ya no pensadores.
Sólo las universaidades que se alejen de la tentación de la
virtualización total, lograrán preservar la encomienda que dio vida (y
seguirá dando) al espíritu de la universidad.
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