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domingo, 31 de mayo de 2020

EU: racismo de Estado

Editorial La Jornada


George Floyd fue asesinado el lunes pasado por un policía en la ciudad de Minneapolis, Minnesota, después de que un negocio lo denunciara con los uniformados por presuntamente pagar con un billete falso. La suya habría sido una más de las cerca de 280 muertes de afroamericanos a manos de elementos policiacos que ocurren cada año en Estados Unidos, pero ha desatado una oleada de multitudinarias protestas en varias ciudades desde que se difundió un video en el que se observa cómo el agente Derek Chauvin asfixia a Floyd manteniendo una rodilla sobre su cuello durante 8 minutos y 46 segundos.
Es difícil imaginar que el arresto de Chauvin, efectuado ayer, y el despido de los tres agentes que se encontraban con él cuando asesinó a Floyd sea la conclusión de este deplorable episodio. Primero, porque el caso ha revivido la indignación existente entre amplios sectores de la sociedad estadunidense por la liberalidad con que los supuestos guardianes del orden público hacen uso de sus armas de fuego, y en particular por la altísima proporción con que disparan contra hombres negros: de acuerdo con un estudio conducido por la Universidad de Rutgers, 57 por ciento de las personas muertas a manos de la policía en 2017 no representaba una amenaza con armas de fuego, mientras la organización MappingPoliceViolence (Cartografía de la Violencia Policiaca) registra que las personas negras tienen tres veces más probabilidades de morir a manos de la policía que las blancas.
Pero la razón más importante por la que la detención del homicida no presagia el fin de los disturbios y la rabia ciudadana, reside en la impunidad sistemática con que los tribunales protegen a los asesinos cuando éstos portan el uniforme de alguna corporación policíaca. No se trata de meras elucubraciones, pues ya existen antecedentes en los que los agentes fueron absueltos, pese a la presentación de videos en los que se les observa causando la muerte a hombres afroamericanos que no suponían ninguna amenaza para ellos, como sucedió en los casos de Eric Garner (2014), SamuelDuBose (2015) y Alton Sterling (2016).
Si acaso faltaran pruebas de esta complicidad entre juzgadores y departamentos de policía,las declaraciones del ex fiscal general, Jeff Sessions, despejan toda duda acerca de la posición oficial en el tema: en su primer discurso como encargado del Departamento de Justicia en febrero de 2017, con la absolución del asesino de Alton Sterling como contexto inmediato, Sessions pidió que en vez de dictar a las policías locales cómo hacer su trabajo o malgastar los escasos recursos federales para denunciarlas en los tribunales, deberíamos usar nuestro dinero, investigación y experiencia en ayudarlas a descubrir qué está pasando y determinar las mejores formas de luchar contra la delincuencia.
Episodios como los referidos, y muchos más de la misma gravedad, motivaron el nacimiento de iniciativas como Black LivesMatter (Las vidas negras importan), las cuales han denunciado de manera incesante el círculo vicioso de brutalidad policíaca e impunidad, así como la indiferencia oficial ante un fenómeno de racismo institucionalizado que se manifiesta de manera cotidiana y a plena luz del día. En el mismo sentido se han manifestado instancias como la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, la cual expresó desde 2016 su profunda preocupación ante un patrón reiterado de impunidad frente a los asesinatos de afrodescendientes a manos de la policía en Estados Unidos, y señaló que la inefectividad de la respuesta estatal propicia la repetición crónica de estos crímenes.
Lo cierto es que será imposible erradicar el racismo y el desdén por los derechos humanos que marcan la actuación de un número alarmante de agentes policíacos estadunidenses, en tanto estas conductas sean minimizadas e incluso justificadas desde las más altas esferas del poder público.

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