Editorial La Jornada
George Floyd fue
asesinado el lunes pasado por un policía en la ciudad de Minneapolis,
Minnesota, después de que un negocio lo denunciara con los uniformados
por presuntamente pagar con un billete falso. La suya habría sido una
más de las cerca de 280 muertes de afroamericanos a manos de elementos
policiacos que ocurren cada año en Estados Unidos, pero ha desatado una
oleada de multitudinarias protestas en varias ciudades desde que se
difundió un video en el que se observa cómo el agente Derek Chauvin
asfixia a Floyd manteniendo una rodilla sobre su cuello durante 8
minutos y 46 segundos.
Es difícil imaginar que el arresto de Chauvin, efectuado ayer, y el
despido de los tres agentes que se encontraban con él cuando asesinó a
Floyd sea la conclusión de este deplorable episodio. Primero, porque el
caso ha revivido la indignación existente entre amplios sectores de la
sociedad estadunidense por la liberalidad con que los supuestos
guardianes del orden público hacen uso de sus armas de fuego, y en
particular por la altísima proporción con que disparan contra hombres
negros: de acuerdo con un estudio conducido por la Universidad de
Rutgers, 57 por ciento de las personas muertas a manos de la policía en
2017 no representaba una amenaza con armas de fuego, mientras la
organización MappingPoliceViolence (Cartografía de la Violencia
Policiaca) registra que las personas negras tienen tres veces más
probabilidades de morir a manos de la policía que las blancas.
Pero la razón más importante por la que la detención del homicida no
presagia el fin de los disturbios y la rabia ciudadana, reside en la
impunidad sistemática con que los tribunales protegen a los asesinos
cuando éstos portan el uniforme de alguna corporación policíaca. No se
trata de meras elucubraciones, pues ya existen antecedentes en los que
los agentes fueron absueltos, pese a la presentación de videos en los
que se les observa causando la muerte a hombres afroamericanos que no
suponían ninguna amenaza para ellos, como sucedió en los casos de Eric
Garner (2014), SamuelDuBose (2015) y Alton Sterling (2016).
Si acaso faltaran pruebas de esta complicidad entre juzgadores y
departamentos de policía,las declaraciones del ex fiscal general, Jeff
Sessions, despejan toda duda acerca de la posición oficial en el tema:
en su primer discurso como encargado del Departamento de Justicia en
febrero de 2017, con la absolución del asesino de Alton Sterling como
contexto inmediato, Sessions pidió que
en vez de dictar a las policías locales cómo hacer su trabajo o malgastar los escasos recursos federales para denunciarlas en los tribunales, deberíamos usar nuestro dinero, investigación y experiencia en ayudarlas a descubrir qué está pasando y determinar las mejores formas de luchar contra la delincuencia.
Episodios como los referidos, y muchos más de la misma gravedad, motivaron el nacimiento de iniciativas como Black LivesMatter (Las
vidas negras importan), las cuales han denunciado de manera incesante
el círculo vicioso de brutalidad policíaca e impunidad, así como la
indiferencia oficial ante un fenómeno de racismo institucionalizado que
se manifiesta de manera cotidiana y a plena luz del día. En el mismo
sentido se han manifestado instancias como la Comisión Interamericana de
los Derechos Humanos, la cual expresó desde 2016 su
profunda preocupaciónante
un patrón reiterado de impunidad frente a los asesinatos de afrodescendientes a manos de la policía en Estados Unidos, y señaló que la inefectividad de la respuesta estatal propicia la repetición crónica de estos crímenes.
Lo cierto es que será imposible erradicar el racismo y el desdén por
los derechos humanos que marcan la actuación de un número alarmante de
agentes policíacos estadunidenses, en tanto estas conductas sean
minimizadas e incluso justificadas desde las más altas esferas del poder
público.
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