Carolina Vázquez Araya
El tiempo transcurre y seguimos sumidos en una total incertidumbre.
El confinamiento impuesto para controlar la peor pandemia de la
historia moderna ha cercenado de tajo nuestras libertades esenciales,
cercándonos con un muro de imposiciones surgidas desde centros de poder,
los mismos que hace apenas unos meses eran objeto de fuertes
manifestaciones de protesta a lo largo y ancho del planeta. A decir
verdad, el ataque de este virus desconocido y aparentemente
indestructible ha venido a crear un estado de impunidad muy conveniente
para aquellos gobiernos que hasta no hace mucho vacilaban en la cuerda
floja. Esto, sin embargo, no es nuevo; las tragedias y catástrofes,
naturales o no, han servido siempre como excusa para facilitar el acceso
a mecanismos extremos de poder político a individuos y grupos cuyo
desempeño, tarde o temprano, les hubiera costado la pérdida de
autoridad.
Nuestra realidad se ha reducido de pronto a callar y obedecer, no
importa cuán desatinadas sean las órdenes superiores dictadas e
impuestas por medio del miedo y la represión. En la mayoría de nuestros
países, a la población se la acorrala y reduce a una obediencia
humillante mediante la fuerza de las armas, con ejércitos patrullando
las calles y policía agrediendo sin compasión a los más pobres,
premunidos de una autoridad capaz de transformar en delito actos tan
elementales como la búsqueda de medios para sobrevivir. De modo
inexplicable, el simple hecho de salir de casa es hoy un acto subversivo
merecedor de un castigo ejemplar; y, aún cuando el confinamiento sea
una medida acertada y necesaria para detener la pandemia, el modo de
imponerlo ha significado, en muchos países, la abolición –mediante la
violencia- de derechos garantizados por la Constitución y las leyes.
Callar y obedecer parece ser la consigna del momento. Por un
razonamiento lógico (detener los contagios y evitar la pérdida de vidas
humanas) se mantiene a la ciudadanía incapacitada para disentir y se la
deja a merced del criterio de otros, quienes decidirán su vida y su
futuro. En realidad y fuera de toda lógica, los sectores más poderosos,
es decir, esos “otros” que han atrapado el poder mediante la corrupción y
el pillaje, han logrado el estatus soñado: tener a la sociedad en un
puño.
Si hay algo más peligroso que un virus mortal, es el miedo y la
desinformación, capaces de anular la capacidad de las personas para
retomar las riendas de su libertad y decidir sobre su vida. Callar y
obedecer es hoy y ha sido siempre una mordaza amarga impuesta a lo largo
de la historia. Es un precepto capaz de debilitar de golpe las bases de
las democracias incipientes y largamente anheladas por los pueblos
latinoamericanos, tras innumerables golpes de Estado y atentados
constantes contra los derechos humanos, políticos y económicos.
Callar y obedecer es lo que ha incapacitando a grandes sectores por
medio de la explotación y la pobreza, impidiéndoles acceder al
conocimiento y transformando las leyes en instrumentos propicios para
obstaculizar su derecho a la participación ciudadana, activa y
consciente. Callar y obedecer es la anti democracia por excelencia y el
virus la impone con todo su poder letal, amparándose en el miedo a la
muerte pero, sobre todo, en esa sensación de impotencia ante la
capacidad de otros para apoderarse de nuestro destino. El silencio y la
obediencia, después de todo, son producto de esa larga secuencia de
abusos a los cuales estamos tan acostumbrados como para seguir eligiendo
a lo peor de la oferta política para administrar nuestro presente y
empeñar, con total descaro, nuestro futuro.
A medida que el silencio se impone, nuestros derechos retroceden.
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