Eric Nepomuceno
El 5 de mayo Jair
Bolsonaro cumplirá 125 días como presidente del país más poblado y de
economía más fuerte de toda América Latina. Y entre los cerca de 220
millones de brasileños no hay uno solo –ni siquiera el mismo capitán
presidente– que sepa cuál es su programa de gobierno. Todo lo que se ha
visto hasta ahora es un proyecto de la muy drástica reforma del sistema
de jubilaciones, otro igualmente radical relacionado con la seguridad
pública y montañas de iniciativas aisladas que no apuntan hacia otro
blanco que el más voraz retroceso jamás experimentado por Brasil. Vaya,
ni durante la dictadura militar, entre 1964 y 1985, se retrocedió tanto.
Mientras, hay datos alarmantes en todos los sentidos. En el primer
trimestre, por ejemplo, la producción industrial retrocedió 2.2 por
ciento con relación al último trimestre de 2018. Y los datos em marzo
han sido dramáticos: la industria retrocedió un asustador 6.6 por
ciento.
En los cuatro primeros meses de 2019 el precio de la gasolina
registró un aumento de 30 por ciento y el desempleo creció 10 por
ciento, y en el primer trimestre un millón 200 mil brasileños perdió su
puesto de trabajo. Entre desempleados, subempleados y quienes no logran
más que trabajos temporales ya se alcanzó la marca de 38 millones de
brasileños. Hay más: en los pasados tres años, desde que empezó el
juicio político que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff, Brasil
volvió al mapa mundial del hambre, del cual había sido sacado por Luiz
Inácio Lula da Silva.
En los primeros días de mayo el ministerio de Educación redujo en
hasta 46 por ciento el presupuesto de las universidades federales, que
amenazan con parar en septiembre por falta absoluta de recursos.
También la educación básica sufrió un corte de, en algunos casos, 42
por ciento. Abraham Weintraub, ministro de Educación, asegura que el
objetivo es que las universidades dejen de ser
antros ideológicos con estudiantes desnudos, mientras Bolsonaro, refiriéndose a las facultades de ciencias humanas de las universidades federales, prometió encoger los recursos destinados principalmente a filosofía y a ciencias sociales, argumentando que mejor será concentrarse en actividades
que permitan el regreso de los recursos aplicados, como ingeniería, medicina y veterinaria. En resumen: la idea es que quien quiera estudiar literatura o arquitectura, por ejemplo, tenga que buscar una escuela particular.
En lo que se refiere al medioambiente, el ministro Ricardo Salles
–quien fue condenado por la justicia por haber alterado áreas de
protección ambiental cuando era secretario del sector en el estado de
São Paulo– promete cambios radicales en las reglas para disminuir la
extensión de los parques de protección natural.
Cada día, sin excepción, el presidente o algunos de sus ministros
ofrece muestras de una capacidad infinita para caer en lo absurdo y
ridículo.
El tres de mayo, por ejemplo, luego de distribuir las más elevadas
condecoraciones concedidas por el gobierno brasileño a dos de sus hijos e
integrantes de su gobierno, Bolsonaro hizo declaraciones enfáticas
saludando la primera exportación de aguacates a Argentina. De los
problemas enfrentados por Brasil, sólo silencio.
Pocos días antes, había defendido una reforma en la legislación
actual autorizando que un propietario rural que tenga sus tierras
invadidas asesine al invasor. O sea: la propiedad privada vale más que
la vida, denunciaron juristas de todos los niveles y tinturas.
El presidente se limitó a decir que de la seguridad de los propietarios rurales depende la producción agrícola del país.
Dentro del gobierno, esos primeros 125 días sirvieron para –además de
exponer la absoluta incompetencia de sus integrantes, sin excepción–
profundizar la grieta entre los militares y los
ideólogos. Esa segunda categoría está integrada por los discípulos de Olavo de Carvalho, un astrólogo que, sin haber siquiera concluido la secundaria, se autonombró filósofo y que es capaz de detectar amenazas comunistas hasta en paletas de fresa (por el color).
En esa disputa, Bolsonaro deja cada vez más visible su preferencia por los
ideólogos, cuyo ultraconservadurismo hace que los que no sean de extrema derecha pasen a ser tratados como adversarios peligrosos.
El sector militar, que sería una barrera a los desmanes del
mandatario, no muestra tal capacidad. Nadie parece capaz de contener al
presidente y su clan familiar.
La duda que se extiende cada vez más y crece consistentemente es
hasta cuándo el país aguantará. Más allá de la estagnación de la
economía, es palpable el desastre del retroceso.
De los casi 150 millones de electores brasileños, 57 millones 797 mil
73 optaron por Bolsonaro en pasado octubre, mientras otros 47 millones
39 mil 291 prefirieron a Fernando Haddad, del mismo Partido de los
Trabajadores de Lula. Y 42 millones 465 mil 252 anularon sus votos,
sufragaron en blanco o se abstuvieron. Es decir, casi 58 millones
votaron a favor del actual presidente, contra casi 90 millones.
¿Llegará la hora del acierto entre esas cuentas?
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