El “Cártel de los soles”
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo |
Cuando van a
cumplirse cuatro meses desde el intento de golpe de Estado en Venezuela,
los analistas de los medios de comunicación occidentales en manos de
corporaciones se estrujan la cabeza para explicar por qué los planes de
Washington para derribar al gobierno de Nicolás Maduro no han llegado a
materializarse. Es evidente que ni siquiera se han planteado las razones
reales de dicho fracaso. Va más allá de sus posibilidades mentales
considerar la persistente popularidad de los programas del fallecido
Hugo Chávez y los recelos pertinaces de grandes sectores de la población
–o el profundo rechazo que provoca en la inmensa mayoría de los
venezolanos (y de los latinoamericanos) la posibilidad de una
intervención militar de EE.UU. en su país.
En vez de eso,
tanto los marionetistas de Washington que diseñaron el golpe de Estado
como sus títeres de los medios mayoritarios han estado pergeñando
excusas cada vez más disparatadas para explicar el estrepitoso fracaso
del intento de golpe de Guaidó. La teoría más utilizada ha sido la de
que el régimen de Maduro se “sostiene” gracias al apoyo de Rusia, China y
Cuba. Esta versión se ha expuesto de maneras cada vez más
extravagantes, como la reciente afirmación de Mike Pompeo de que Maduro
había estado a punto de abandonar el país antes de que Rusia le
convenciera de lo contrario.
Ahora, el editorialista del Washington Post,
notorio belicista y perturbado fabricante de conspiraciones Jackson
Diehl ha elaborado la más reciente teoría para explicar el fracaso del
golpe: el llamado “Cártel de los soles”. Según Diehl, esta organización
clandestina está formada por “algunos de los más altos cargos del
régimen de Maduro”. Según sus palabras, “la organización envía cientos
de toneladas de cocaína colombiana desde aeropuertos venezolanos hasta
América Central y El Caribe para su posterior distribución en Estados
Unidos y Europa”. Además, acusa al gobierno de Maduro de cometer
desfalcos en las cuentas utilizadas para importar alimentos y medicinas,
así como de “corrupción en la compraventa de divisas”. Según este
señor, “el gobierno de Maduro no sería tanto un gobierno –y menos un
gobierno socialista– como una banda criminal” y afirma que “el dinero
que obtiene de sus actividades delictivas le sirve de soporte para
sobrevivir a las sanciones de Estados Unidos”.
Las únicas fuentes
que proporciona para justificar dichas afirmaciones son un artículo de
Associated Press de septiembre de 2018, que informa de una acusación no
comprobada efectuada por un miembro de escaso rango del Departamento del
Tesoro de EE.UU.; un artículo de enero de 2019 del Wall Street Journal,
en el que informa de otra denuncia igualmente sin demostrar del mismo
departamento; y un vínculo a uno de los propios artículos del Washington Post
publicado en 2015. Dejando a un lado la auto-cita, las acusaciones del
Departamento del Tesoro a duras penas pueden considerarse pruebas
fidedignas. Se trata, al fin y al cabo, de una rama del gobierno de
EE.UU., una institución que ha intentado desestabilizar al gobierno
chavista desde que tomó el poder. Además, la Administración Trump, ante
la que responde en la actualidad, ha sido el principal promotor del
intento de golpe de Estado y no oculta que detrás de sus intenciones
están los intereses económicos de las grandes corporaciones
estadounidenses (1).
Larissa Costas va aun más lejos al plantear
que la idea del cártel dirigido por el gobierno venezolano podría ser un
montaje de principio a fin. En febrero de 2017, afirmaba en un artículo
(2) que:
“Aunque abunda información en los medios de comunicación, al Cártel de los Soles no se le ha incautado ni un sólo gramo de drogas, ni ha aparecido ningún distintivo de la organización en ningún decomiso, ni se le ha atribuido ni una sola muerte. Existen dos opciones: o es el más inofensivo de los cárteles o sencillamente no existe”.
Esta última posibilidad parece confirmarse
porque las distintas investigaciones acometidas por Washington sobre
miembros del gobierno de Maduro no han dado pie a acusaciones reales o
incluso a conclusiones claras. En enero de 2015, por ejemplo, el
Departamento de Justicia (DdJ) y la Administración para el Control de
Drogas (DEA) lanzaron una investigación conjunta sobre el entonces
presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, y otros cargos
principales del gobierno venezolano. Pronto empezaron a circular las
noticias que se hacían eco de estas acusaciones, incluso la de que
Cabello era el “capo” del “Cártel de los soles”. (Nótese el uso que
hacen aquí de un término de la mafia que parece sacado de las películas
de El Padrino).
Pero hoy día, cuatro años después desde que se
lanzara esa acusación, ni la DEA ni el DdJ han acusado formalmente a
ninguno de los supuestos implicados ni, por supuesto, ningún tribunal
les ha considerado culpables. Sin embargo, los grandes medios de
comunicación siguen repitiendo las acusaciones como si fueran
incuestionables. En mayo de 2018, por ejemplo, Insight Crime publicó un
artículo titulado “El narcotráfico en el régimen de Venezuela: El Cártel
de los soles”3, en el que afirmaba estar en posesión de “documentos que
implicaban a altos cargos del gobierno venezolano, del pasado y del
presente, en el tráfico de cocaína”. Pero en lugar de ofrecer al lector
esta supuesta montaña de pruebas, los autores se limitaban a citar a un
funcionario anónimo del Departamento de Justicia como fuente de la
información.
Al igual que ocurre con el Departamento del Tesoro,
resulta difícil creer al Departamento de Justicia cuando las sucesivas
administraciones en Washington han estado intentando socavar los
gobiernos chavistas a partir de la primera elección de Hugo Chávez en
1998. Desde la implicación de la CIA y la Administración Bush en el
intento de golpe de Estado de 2002 y en el paro petrolero de PDVSA de
2002-2003 hasta el actual intento de golpe y las sanciones económicas,
Washington ha utilizado todo tipo de métodos para intentar un cambio de
régimen, primero de manera encubierta y luego con absoluto descaro.
Pero
las cosas van más lejos. De hecho, parece que estas dudosas acusaciones
de tráfico de drogas son parte fundamental del intento de cambio de
régimen. Y eso se debe a que se utilizan como justificante de las
sanciones promulgadas por Washington para debilitar al régimen al enviar
señales poco disimuladas al capital internacional para que abandone
Venezuela. En segundo lugar, las sanciones y acusaciones se usan a su
vez para debilitar al régimen y estimular las deserciones hacia el bando
opositor respaldado por EE.UU. No hay mejor caso para ilustrar esta
realidad que el del general venezolano retirado Hugo Carvajal. En julio
de 2014, cuando Carvajal fue puesto en libertad en Aruba, Reuters
informaba de que él había negado categóricamente los cargos de EE.UU.
que le acusaban de comercio ilegal y apoyo a las guerrillas
izquierdistas de Colombia. Pero en febrero de 2019, a escasas semanas
del intento de golpe de Estado, Carvajal dio un giro de 180 grados y
acusó a Maduro y a su círculo más íntimo de participar en el
narcotráfico. Esto ocurrió justo después de que Trump amenazara
abiertamente a los militares leales a Maduro con “tener todas las de
perder”, al mismo tiempo que Guaidó ofrecía amnistía a quienes se
pasaran a su bando. Parece que Carvajal reaccionó ante esta mezcla de
amenaza e incentiva del palo y la zanahoria que Estados Unidos había
puesto en marcha como parte de su arsenal para el cambio de régimen. La
cuestionable validez de sus afirmaciones queda demostrada por su
repetición del mantra utilizado con frecuencia por Washington en el
sentido de que los oficiales de Maduro están cortejando al grupo
“militante” libanés Hezbolá.
Esta afirmación ha sido
enérgicamente desenmascarada por Richard Vaz, que señala que los medios
mayoritarios como la CNN que trasmiten estas acusaciones utilizan
exclusivamente la fuente del Departamento del Tesoro o, peor aún, de
personajes como [el senador republicano] Marco Rubio. Vaz señala también
lo absurdo de sostener que Tarek el Aissami (actual vicepresidente
venezolano para el área económica) es el mediador de algún tipo de
alianza chií trasatlántica liderada por Irán, cuando el propio Aissami
ni siquiera es musulmán, sino hijo de inmigrantes drusos libaneses,
nacido en Venezuela, donde ha pasado toda su vida.
Si
estuviéramos en una situación normal, no sería necesario ir más lejos
para desacreditar la afirmación de Diehl. Pero América Latina no es un
lugar normal y las relaciones de Estados Unidos con la región no
constituyen una relación normal. Además de la escasez de pruebas que
sostengan su afirmación, está la cuestión del doble rasero que subyace
bajo la superficie. No cabe duda de que Diehl pretende que la supuesta
implicación del gobierno de Maduro en actividades delictivas justifica
las acciones intervencionistas de Washington y sus representantes sobre
el terreno. Pero si observamos detenidamente el pasado y presente de la
región, se constata la existencia de un montón de flagrantes
narcoestados que Washington no solo ha ignorado sino que ha financiado y
armado hasta los dientes. No es casualidad que dos de ellos sean
aliados incondicionales y otro lo fuera hasta hace bien poco. Me
refiero, claro está, a Colombia, Honduras y México. Para nadie es un
secreto que Colombia ha sido un narcoestado durante la primera década de
este siglo. Incluso algunos documentos de inteligencia desclasificados
de Estados Unidos denuncian los estrechos lazos del expresidente Álvaro
Uribe con el narcotráfico. Un informe desclasificado de 1991 de la
Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA), por ejemplo, describe a
Uribe como “amigo íntimo” de Pablo Escobar y la “colaboración con el
cártel de Medellín a altos niveles del gobierno”. Otro informe de
inteligencia datado en 1993 y desclasificado en 2018 afirma que un
senador colombiano declaró a funcionarios de la embajada de EE.UU. en
Bogotá que el cártel de Escobar había financiado la campaña electoral de
Uribe para el senado colombiano. A pesar de tener en sus manos dicha
información, Washington financió con generosidad al gobierno de Uribe
mediante el Plan Colombia para organizar las llamadas campañas
“antidroga”, que sirvieron para tapar ofensivas brutales contra
activistas defensores de los derechos laborales e indígenas y para
desplazar a comunidades campesinas. El nivel de implicación de los
cárteles de la droga colombianos en el Estado fue desenmascarado en más
claramente por el “escándalo de la para-política”, por el que 32
congresistas colombianos y 5 gobernadores fueron condenados por su
complicidad con grupos paramilitares de extrema derecha. Estos grupos,
por cierto, han sido los principales protagonistas del narcotráfico
colombiano, empequeñeciendo la participación de grupos guerrilleros de
izquierda como las FARC y el ELN.
El recientemente concluido
juicio contra Joaquín Guzmán, alias “El Chapo” ha desvelado una historia
parecida en México. Alex Cifuentes, narcotraficante que testificó
contra el Chapo en dicho tribunal afirmó que el expresidente mexicano
Peña Nieto recibió un soborno de Guzmán por valor de 100 millones de
dólares. La periodista de investigación mexicana Anabel Hernández hace
tiempo que sostenía esa complicidad del Estado mexicano con los grupos
de narcotráfico, complicidad que se extiende hasta los estamentos más
altos, incluyendo la presidencia, algo que aparentemente confirma el
testimonio de Cifuentes. Al igual que ha ocurrido con Colombia, Estados
Unidos no solo ha hecho la vista gorda ante esta situación, sino que ha
financiado generosamente al gobierno mexicano para que desarrolle
“campañas antidroga” mediante la Iniciativa Mérida. Y, de nuevo, estas
campañas proporcionaban una tapadera para brutales violaciones de los
derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad mexicanas.
Por último, vamos a fijarnos en Honduras, el ejemplo más contemporáneo
y, en muchas formas, más flagrante de narcoestado aliado de Estados
Unidos. Desde que Estados Unidos orquestó un golpe contra el gobierno
democrático de Manuel Zelaya en 2009, hay signos cada vez más claros de
que Honduras ha degenerado hasta convertirse en un narcoestado con todas
las de la ley. En enero del año pasado, por ejemplo, salió a la luz que
un jefe nacional de policía facilitó personalmente una entrega de
cocaína por valor de 20 millones de dólares en 2013. En noviembre de
2018, el hermano del presidente Juan Orlando Hernández, Tony Hernández,
fue arrestado en Miami acusado de tráfico de drogas. Cuando este
artículo entraba en imprenta, salió a la luz el testimonio que ofreció a
la DEA en el que presuntamente admitía tener relaciones con diversos
narcotraficantes conocidos así como aceptar sobornos. Incluso según la
publicación antes mencionada Insight Crime; “El conocimiento
pormenorizado de las actividades de algunos de los más prominentes
barones de la droga hondureños hace que cada vez sea más difícil para el
presidente Juan Orlando Hernández negar estar en conocimiento de estos
actos”.
El propio presidente ya se ha enfrentado con anterioridad
a acusaciones de estar involucrado en el tráfico de drogas a través del
excapitán del ejército Santos Rodríguez Orellana. Al igual que ocurre
con Colombia y México, Washington no solo no ha aplicado ninguna sanción
punitiva a Honduras por estos motivos, sino que ha contribuido
generosamente a financiar sus fuerzas de seguridad a pesar de su
historial brutal de violaciones de los derechos humanos.
Es
preciso observar que los tres países recién mencionados han sido
estrechos aliados de Estados Unidos durante las últimas décadas, y que
tanto Colombia como Honduras continúan siéndolo, mientras que México
comienza a alejarse tras la elección del presidente progresista Manuel
López Obrador. No es ninguna coincidencia. Mientras un país sirva a los
intereses geoestratégicos y económicos de Estados Unidos, este no solo
pasará por alto su realidad de narcoestado sino que colaborará con él y
será cómplice en sus violaciones de los derechos humanos. Pero Jackson
Diehl no escribirá sobre nada de esto. Porque como obediente portavoz de
la Doctrina Monroe, debe promulgar fielmente la indignación selectiva
que sostiene todo su montaje de propaganda justificativa. Dado el
historial de Washington en toda la región, que Venezuela sea realmente
un narcoestado o no lo sea deja de tener importancia. Más bien se trata
de credibilidad. Y cuando se trata de imparcialidad en su tratamiento de
los estados latinoamericanos, Washington carece de la más mínima.
Notas:
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