Guillermo Almeyra
En África, en dos de
los países más importantes, por su población, su posición estratégica
desde el punto de vista geopolítico y por su riqueza potencial –Argelia y
Sudán– se preparan masivos e importantísimos cambios político-sociales
mientras en India se está realizando un giro hacia la supresión del
Estado laico y su transformación en Estado confesional hinduista, que
podría ocasionarle grandes problemas internos e internacionales al
régimen de extrema derecha que dirige Narendra Modi, con el apoyo de la
gran burguesía de la India, la cual apoyaba anteriormente al Partido del
Congreso de Gandhi y Nehru.
Aunque en India tienen mil 339 millones de habitantes, sólo 47
millones menos que China, y no obstante que Argelia es un gran país
petrolero y productor de gas y Sudán es el granero del continente, la
prensa empresarial europea, estadunidense y latinoamericana ignora un
proceso inmenso que podría transformarse en una bomba de tiempo,
política y social, para el régimen capitalista que esa prensa defiende
con la mentira, la desinformación, el ninguneo o la interpretación
sesgada de la información.
La India, en efecto, tiene un electorado de 900 millones de
habitantes que está votando para elegir 543 diputados del LokSabha, pero
no por esto es la
democracia más grande del mundo. Subsiste el sistema de castas, los parias siguen en su condición de intocables, el uno por ciento de los más adinerados acumula 68 por ciento de las riquezas (hace apenas cinco años tenían cerca de 40 por ciento de la misma), 90 por ciento de los habitantes sobrevive con menos de 144 dólares al año. El gobierno hinduísta tolera, además, los linchamientos de quienes sacrifican un vacuno, aunque los musulmanes asciendan a 175 millones contra mil 300 millones de hinduistas y el gobierno Modi, para ganar votos ultraderechistas, bombardeó Cachemira durante las elecciones, colocando al país ante la posibilidad de una guerra con Pakistán.
Por supuesto, el primer ministro de India es antichino, anticomunista
y ferviente simpatizante de Donald Trump, que lo utiliza regularmente
para amenazar a Pekín y a Pakistán, que según Washington no lo ayuda
suficientemente en Afganistán. La corrupción política, con sus continuos
escándalos, y la movilización de centenas de millones de mujeres por
sus derechos democráticos y humanos y la igualdad salarial con los
varones amenazan, sin embargo, la estabilidad del partido
ultrarreaccionario BJP (Partido Popular Indio), que Modi dirige.
Pero la amenaza anticapitalista principal proviene de la subsunción
de toda la sociedad por el capitalismo, que penetró en las comunidades
rurales, las tribus y las familias, que eran conservadoras,
relativamente homogéneas y estables, provocando una disolución social,
enormes migraciones y una urbanización masiva en condiciones de miseria
extrema.
Es el capitalismo la principal fuerza anticapitalista. Donald Trump
necesita precios petroleros relativamente altos para que la costosa
extracción del hidrocarburo estadunidense mediante el fracking
sea rentable (y para afectar a sus rivales europeos y chinos, que son
grandes importadores de gas y de crudo) y por eso lanza su ofensiva
contra Venezuela e Irán. Pero provoca así crisis sociales y dificultades
económicas serias en la Unión Europea, en China y en los países
importadores netos de combustibles y renueva la utilización del carbón y
de la industria nuclear agravando la crisis climática.
Al mismo tiempo, tanto las nuevas dificultades en la vida cotidiana
en todas las naciones, industrializadas o no, así como la nueva
esperanza de los pueblos que en su momento (como Rusia, Argelia, Nigeria
o Indonesia aprovecharon el maná de la renta petrolera), estimulan los
movimientos sociales. El hilo de la conciencia histórica profunda, que
parecía roto, vuelve a anudarse. Una revolución nacional y de
liberación, como la argelina, que hace menos de 40 años costó a ese
pueblo un millón de muertos sobre once millones de habitantes, también
vuelve a aflorar.
El Frente de Liberación Nacional Argelino (FLNA) construyó y dirigió
un Estado capitalista sin una burguesía nacional digna de ese nombre
mediante un aparato burocrático-militar de advenedizos que durante los
pasados 30 años ni siquiera pudo estabilizarse y tuvo que mantener a un
viejo semiparalítico y que no puede hablar como presidente de una nación
cuya neoburguesía es vasalla de Francia o de Estados Unidos y cuyos
jóvenes, en cambio, miran con ansiedad los cambios en Francia.
No es de extrañar que las 25 semanas de lucha de los chalecos amarillos
hayan conducido a 20 semanas de combate en Argelia por la reanudación
de la revolución social que fue interrumpida a partir de la
independencia por un seudo
socialismomilitar. El objetivo de un pueblo de jóvenes desocupados y desarraigados no es meramente la expulsión del presidente Abdelaziz Bouteflika, sino la eliminación de todo el sistema de explotación, mando arbitrario y sumisión al imperialismo. Como cuando su revolución en los años 50, Argelia desencadena las esperanzas de Sudán y otros procesos similares en el mundo árabe. Los trabajadores se ven a sí mismos en la lucha de sus hermanos.
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