Los isleños llegan en avión, traen dinero y buen celular
Ciudad Juárez, Chih., La Casa del Migrante fue fundada por la orden de los Scalabrini hace 36 años. El sacerdote Javier Calvillo está al frente desde hace nueve. En ese periodo, jura, nunca la había visto a punto de reventar, como ha ocurrido varias veces desde septiembre pasado, cuando las oleadas de migrantes rebasaron a todas las instituciones de gobierno y a todos los refugios católicos y evangélicos de la ciudad.
Tampoco le había ocurrido jamás tener que echar de la casa a un grupo por su nacionalidad. Hace cosa de un mes, Calvillo decidió echar de la casa a todos los cubanos.
La cosa va más o menos así.
–En sus nueve años al frente de la Casa del Migrante, ¿le había tocado ver un fenómeno como el que se vive actualmente –se pregunta a Calvillo.
–Nunca, habíamos tenido un poquito con la crisis de los haitianos. Y también cuando la elección de Donald Trump se dejó venir una camada fuerte. Aquí el número uno siempre lo han ocupado los centroamericanos.
–Hasta hoy, que son los cubanos.
–Sí, ahora desgraciadamente sí.
–¿Por qué no se entendió con los cubanos?
–La mayoría de ellos llegan en avión, aquí se traslada en taxi, con buen celular y dinero. Por ejemplo, un día llegó uno aquí y me dijo: Padre, quiero cambiar 15 mil dólares. Le dije: Ah, caray, pues no.
Las reglas de la Casa del Migrante son estrictas. Los teléfonos tienen que ser depositados en la recepción y en general a los albergados no se les permite salir sino cuando tienen trabajo (al cual los llevan y traen) o deben realizar sus trámites migratorios.
Calvillo dice que los ciudadanos de Cuba se negaban a respetar las reglas del albergue: Los cubanos querían salir, querían pizza y café de Starbucks.
De octubre a enero tuvieron, dice, más de mil migrantes isleños en la Casa del Migrante y en otro albergue.
“Pero no querían dejar su celular y más todavía: después me enteré que los centroamericanos eran quienes les lavaban la ropa y que controlaban la sala de televisión. Ay de aquel centroamericano que se metiera, porque se la partían. Además, en la cocina maltrataban a los de Centroamérica, les llamaban ‘ratones’ o ‘cucarachas’”.
En varias ocasiones, sigue el cura, sorprendieron a cubanos sosteniendo relaciones sexuales delante de niños que habitan en el albergue.
“Y cuando les reclamábamos decían: ‘Oye, chico, a mí no me interesa eso, yo tengo mis necesidades’”.
Cuando los echó, una monja estadunidense le reclamó el maltrato a los isleños. Dos meses después, dice Calvillo, las religiosas de El Paso, Texas, hicieron lo mismo con los cubanos.
Una escena de todos los días a unos pasos del puente internacional. Se forma la fila de los que tendrán la fortuna de ser entrevistados del otro lado. Hay alboroto porque entre los formados no hay un solo cubano. Los funcionarios mexicanos explican que esta vez decidieron dar prioridad a dos familias con niños pequeños: una guatemalteca y otra mexicana.
Los reclamos son airados. Una mulata grita que es favoritismo, que es mentira. ¡Caballero, mi amiga vino con dos niños con síndrome de Down y una epiléptica y no la han adelantado!
La estridencia caribeña dura poco. Tras unos gritos más termina el desahogo y todos se van. Una buena parte vive en hoteles de mala muerte del centro de la ciudad. Otros se quejan de que encontraron un lugar muy lejano y que deben pagar 200 pesos de taxi.
Mezcla de varios mundos
Otro día, una escena diferente. En unos cuantos metros cuadrados se mezclan varios mundos. Cuatro hondureños, 70 deportados mexicanos, 50 parejas juarenses que acuden a pláticas prematrimoniales a cargo del ayuntamiento. Los únicos felices son los cubanos, que celebran ruidosamente la despedida de los que tienen la fortuna de marcharse hoy.
Uno de los pocos que no viene de la patria de Martí es Orlando José Rodríguez, nicaragüense, quien tardó seis meses en llegar a Ciudad Juárez, porque fue haciendo el viaje en tramos, parando para trabajar por semanas en ciudades mexicanas y ganar dinero para el viaje. En Juárez lleva dos meses. Aquí ha sido ayudante en la cocina de un restaurante.
La fila de los que han sido aceptados para la entrevista recibe las instrucciones de rigor: Celulares apagados, sin gafas y sin gorras; Ya saben, si un celular suena a la mitad del puente, así como subieron, van de regreso, advierte un miembro del Grupo Beta, ahora dedicado a entregar migrantes formaditos a los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza.
En eso están cuando un muchacho cubano sale corriendo. Lo descubrieron tratando de colarse con una pulsera comprada (la pulsera tiene un número de turno, y la diferencia entre tener la 8 mil 30 y la 10 mil 50 puede ser de dos meses de espera).
Una parte de los cubanos se han ido incorporando a la vida de Juárez, tomando los trabajos que pueden e incluso participando en pequeños negocios.
Los cubanos trabajan como meseros, vendedores, albañiles, labores informales porque en la maquila les piden papeles. Y aunque los aceptaran, difícilmente les resultaría atractivo un sueldo en las maquilas.
Ninguno de los cubanos vino hasta acá para quedarse en México. Pero, mientras esperan cumplir el sueño americano, los menos afortunados se las arreglan como pueden. En los alrededores de la Mariscal (en la zona más peligrosa de la ciudad, dicen), ya existe el Litlle Habana. El error evidente en el nombre no oculta la aspiración mayamera que por ahora espera gracias a una mexicana viuda y con tres hijos que se asoció con varios jóvenes cubanos para ofrecer congrí.
Arturo Cano
Enviado
Periódico La Jornada
Martes 30 de abril de 2019, p. 5
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