Cómo la justicia universal se configuró como instrumento de dominación imperial
Blog personal
La Corte Penal
Internacional (CPI) no investigará los crímenes de Estados Unidos en
Afganistán, es decir su política de torturas a prisioneros, los
bombardeos de objetivos civiles, como bodas y hospitales, así como la
destrucción de infraestructuras. Todo ello a pesar de que según la
investigación preliminar de la propia CPI, “había motivos para pensar
que allá se han cometido crímenes de guerra y contra la humanidad”.
La decisión de marcha atrás adoptada por el tribunal de la ONU fue
consecuencia de las amenazas de la administración Trump, expresadas por
el peligroso demente consejero de seguridad nacional, John Bolton. En
septiembre, Bolton advirtió contra el propósito afgano de la CPI,
diciendo que “Estados Unidos usará todos los medios necesarios para
proteger a nuestros ciudadanos y a los de nuestros aliados de la injusta
persecución de ese tribunal ilegítimo” y que el tribunal no debe
atreverse a investigar “a Israel u otros aliados de Estados Unidos”.
Bolton amenazó directa y personalmente a los jueces y fiscales de la CPI
con “impedir su entrada en Estados Unidos”, “incautar sus fondos en el
sistema financiero de Estados Unidos y perseguirles judicialmente en el
sistema penal de Estados Unidos”. “No cooperaremos con la CPI, no la
asistiremos, no nos sumaremos a ella, la dejaremos morir por sí sola
porque todo lo que la CPI se propone ya está muerto para nosotros”.
En marzo estas amenazas se concretaron en la retirada del visado de
entrada en Estados Unidos a la fiscal jefe de la CPI, la gambiana Fatou
Bensouda, quien respondió discretamente diciendo que seguiría
investigando el asunto afgano “sin miedo”. El 12 de abril, una escueta
nota de la CPI, que tiene su sede en La Haya, informaba que se
abandonaba la investigación afgana “porque en este momento no serviría a
los intereses de la justicia”. Trump caracterizó ese anuncio como “una
gran victoria nacional”.
Uno de los veteranos de la CPI, el
juez alemán Christoph Flügge, ya dimitió en protesta por las amenazas de
Bolton y dos semanas después un grupo de expresidentes y miembros de la
CPI criticaron la rendición, expresando su “decepción”, “frustración” y
“exasperación” por la situación. Ahí se acabó todo.
Justicia de vencedores
En un artículo publicado el 10 de abril, el juez español Baltasar
Garzón explicaba que “la CPI es un órgano judicial independiente”. La
simple realidad es que no tiene nada que ver con ello. Como tantas otras
buenas y nobles ideas, la justicia sin fronteras representada
por la CPI no solo no ha sido independiente sino que, más allá de
pequeños logros, ha sido genuina expresión de la justicia de los
vencedores.
Esa es una maldición que persigue al concepto de
justicia universal desde sus mismos inicios, desde los juicios de la
posguerra mundial de Nuremberg y Tokio, donde las potencias ocupantes
nombraron a jueces y fiscales y supeditaron todo principio de
independencia a sus intereses, en particular al de utilizar los recursos
humanos de los criminales vencidos en la “lucha contra el comunismo”.
Eso determinó desde la inmunidad del emperador del Japón y otros
criminales de guerra, hasta la superficial desnazificación emprendida en
Alemania.
E l tribunal interaliado de Nuremberg que se
proponía juzgar a cinco mil personas, no juzgó más que a 210. En
diversos juicios, norteamericanos, británicos y franceses condenaron a
5.000 personas, de las que apenas 700 lo fueron a la pena capital. Más
del 90% de los miembros de las SS ni siquiera llegaron a ser juzgados.
Los nuevos conceptos acuñados como el de “guerra de agresión” o
“crímenes contra la humanidad” se redujeron a las guerras y los crímenes
de los perdedores.
“Solo una guerra perdida es un crimen”, sentenció el juez indio Radhabinod Pal, tras su experiencia en los procesos de Tokio.
La misma consideración vale para el Tribunal penal para la antigua
Yugoslavia creado por la ONU en 1993 y que actuó como el brazo judicial
de la OTAN, reduciendo el drama yugoslavo a una “agresión serbia”,
ignorando enormidades como la expulsión de 200.000 serbios de Croacia,
la intervención extranjera y sin entrar en los crímenes de la OTAN
matando civiles, usando bombas de fragmentación, destruyendo
infraestructuras y medios de comunicación. ¿Cómo iba a ser de otro modo,
si, como explicó el infame portavoz de la OTAN, Jamie Shea, “fueron los
países de la OTAN quienes crearon el tribunal, lo financiaron y
sostuvieron diariamente”? La CPI siguió esa misma estela.
Situación delicada, papel inequívoco
Especialmente
tras el fin de la guerra fría, Estados Unidos disfrazó su nacionalismo
de protección de la mundialización y del internacionalismo. En ese
contexto, la justicia universal, la política de derechos humanos
(no confundir con los derechos del hombre y el ciudadano) y la
ideología de las guerras humanitarias contenida en la fórmula
“responsabilidad de proteger”, casaban muy bien con ese
internacionalismo imperialista al que tantas ONG’s se apuntaron. Al
mismo tiempo, Washington fue consciente de que un tribunal penal
internacional con jurisdicción universal podía suponer un peligro para
sus propios crímenes. Eso colocó a la CPI en una posición delicada desde
sus inicios. Estados Unidos e Israel (así como China, Cuba, Siria, Irak
y Yemen), votaron por distintos motivos contra la creación del
tribunal, que se instituyó en marzo de 2003. Previamente Washington
elaboró un arsenal legislativo la American Servicemembers Protection Act
que no solo excluye a su personal de cualquier investigación sino que
autoriza al Presidente a liberar usando la fuerza militar si es
necesario (“utilizar todos los medios necesarios”, dice), a cualquier
detenido en nombre de la CPI.
Financiada en un 75% por países
europeos y Canadá (Alemania un 20%), la CPI ignoró la guerra de Irak
desde el principio. Su fiscal jefe, Luis Moreno Ocampo, un magistrado
argentino con un papel ambiguo durante la dictadura y grandes dotes de
adaptación al poder establecido, dio garantías de que nunca emprendería
causas contra ciudadanos americanos, tampoco hizo nada contra Israel
tras las mortíferas masacres de 2008 en Gaza. La CPI no existió en Libia
más que para criminalizar al bando perdedor, y, como explicaba Tor
Krever en un completo informe publicado en 2014 “ha institucionalizado la impunidad” y el doble rasero.
La simple realidad no es solo que la CPI no es “independiente”, como
dice Garzón, sino que ha legitimado las intervenciones humanitarias y
los cambios de régimen, protegiendo a las potencias imperiales y siendo
cómplice de su belicismo, responsable de los peores crímenes y las
mayores mortandades en lo que llevamos de siglo.
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