Estados Unidos: un imperio en retirada
“Esta nueva provocación [de la entrada en vigencia plena de la Ley
Helms-Burton] se estrellará frente al sentido unitario del pueblo
cubano”
Miguel Díaz Canel, presidente de Cuba
I
Estados Unidos es una gran potencia, la exposición máxima del
capitalismo desarrollado. Desde la llegada de los primeros
conquistadores británicos a suelo de América del Norte en el siglo XVI,
su empuje capitalista fue arrollador. Creció ininterrumpidamente por
décadas, llegándose a constituirse en un fiero rival de las potencias
europeas. Tan es así, que apenas entrado el siglo XIX pudo proclamar ya
su llamada Doctrina Monroe (“América para los americanos”, léase:
la totalidad del continente americano para nosotros, los Estados
Unidos), demarcando su territorio “natural” frente al capitalismo
europeo.
Su expansión siguió imparable, siendo ya en los
inicios del siglo XX quien marcaba el rumbo mundial, en todo sentido. Y
fue después de terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1945, cuando
quedó constituida como la gran potencia capitalista, líder absoluto del
planeta. Devastada Europa luego de la contienda, con una Unión Soviética
triunfadora en la guerra pero con grandes pérdidas materiales y
humanas, Estados Unidos aparecía como imbatible. Productor de más del
50% de la riqueza mundial, con el monopolio del arma nuclear y un
fabuloso desarrollo científico-técnico que superaba a todos, su
hegemonía fue indiscutible.
Por años estableció el ritmo de la
economía, la política, la cultura y la supremacía militar en todo el
globo. El primer Estado obrero y campesino del mundo, la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, pasó a ser su gran enemigo. La Guerra
Fría (enfrentamiento en el plano ideológico que no llevó al choque
directo a estos dos grandes países, pero que se libró en terceras
naciones, quienes pusieron los muertos y la destrucción) fue, para
Estados Unidos, una forma de neutralizar el ideario socialista, y un
gran negocio (la industria militar pasó a ser fundamental en su
economía).
La gran potencia fijaba las reglas de juego de todo
el mundo capitalista, haciendo de su moneda, el dólar, el patrón
obligado de toda transacción comercial. Pero algo comenzó a suceder.
La pujanza espectacular de los primeros cuáqueros del Mayflower
que crearon la grandeza norteamericana en los siglos XVII y XVIII
comenzó a dar lugar a un hedonismo consumista que pasó factura. La
sociedad estadounidense, convertida en imperio mundial hegemónico,
consumía más de lo que producía. Eso es inviable, y la dura realidad
mostró la falacia.
Como su poder global asienta en su moneda
–que en realidad no tiene un genuino respaldo orgánico–, la deuda que
fue contrayendo, técnicamente impagable por lo abultada, no traía
especiales problemas. El mismo país emitía la moneda con que se pagaba
la deuda. El resguardo último de su poder no fue ya entonces su economía
sino sus fuerzas armadas. Estados Unidos se convirtió en el “matón”
planetario, desarrollando un poder militar sin precedentes. Con la caída
del campo socialista en la década del 90 del pasado siglo, si bien su
economía no iba viento en popa como en décadas pasadas, su hegemonía no
se discutía.
Pero el mundo empezó a cambiar en estos últimos
tiempos. Caída la Unión Soviética y desaparecido el bloque socialista
este-europeo, Estados Unidos vivió por unos años la ilusión de imperio
absolutamente imbatible, sin rivales a la vista. Mundo unipolar, se
dijo. Años después, entrado el siglo XXI, la República Popular China,
con un complejo modelo de socialismo de mercado (“dos sistemas, un país”),
pasó a ser una super potencia económica, y la Federación Rusa,
recompuesta luego de su colapso y con un portentoso nuevo poder bélico,
aparecieron como dos grandes desafíos a la hegemonía unipolar de
Washington. La glotonería hiper consumista del american way of live,
ya muy alejada de aquella ética puritana de los inicios, hizo que se
detuviera su empuje inicial (más consumo que trabajo), siendo
reemplazado en su papel de “locomotora de la humanidad” por otros
esfuerzos. Hoy Estados Unidos produce apenas el 18% del producto
mundial, pero sigue consumiendo alocadamente de un modo frenético. Eso,
sin dudas, es insostenible, y hay que pagarlo.
Estados Unidos,
desde la Doctrina Monroe de 1823 en adelante, consideró a América Latina
como su natural patio trasero, su depósito de recursos naturales y mano
de obra barata, además de mercado obligado para su producción. Eso fue
así durante todo el siglo XX. Aunque –la historia la escriben los
ganadores, pero los perdedores también la hacen– aparecieron
posteriormente “piedritas en el zapato” para la dominación hemisférica
de la Casa Blanca. En 1959 se da la primera revolución socialista en
Latinoamérica, en Cuba. Posteriormente aparecen nuevas “irreverencias”
contra el imperio: la Revolución Sandinista en Nicaragua en 1979, la
Revolución Bolivariana en Venezuela hacia 1998 con su proclamado
socialismo del siglo XXI y la nacionalización de las reservas
petroleras. La lucha de clases y la dinámica de las contradicciones
sociales insalvables nunca terminaron.
Todas esas afrentas (la
historia no había terminado, pese a la ostentosa proclamación de Francis
Fukuyama ante la caída del Muro de Berlín), más la reaparición de Rusia
y China en la escena internacional como incuestionables nuevas
potencias de alcance global, prendieron las alarmas de la clase
dominante estadounidense. Más aún: la presencia de estos países
euroasiáticos en la dinámica latinoamericana hizo ver a Washington que
los tiempos habían cambiado. El mundo dejó de ser unipolar.
II
Cualquier intento de contestación al imperialismo capitalista en lo que
la clase hegemónica norteamericana y su gobierno, la Casa Blanca,
consideran como su “espacio natural” en Latinoamérica, fue siempre
torpedeado. Intentos tibios, reformistas incluso, como Guatemala del 45 o
Chile de los 70 con Salvador Allende, fueron pisoteados, pulverizados.
Intentos claramente socialistas, como “osó” la Perla de las Antillas, ni
se diga. La Revolución Cubana, desde su mismo inicio en 1959, fue un
peligro a enfrentar para la política exterior de Estados Unidos.
Similar suerte de agresión corrió la experiencia de Nicaragua, asediada
durante toda una década con una guerra descarnada, llevada adelante por
la Contra (ejército irregular financiado por Estados Unidos), lo que le
costó al país centroamericano 17,000 millones de dólares en pérdidas
materiales y la muerte de 15,000 personas, lo que posibilitó en 1990 el
retorno de la derecha capitalista al poder por vía electoral.
Algo similar le está sucediendo hoy a Venezuela, asediada en forma
brutal por el imperio a través de todos los medios inimaginables, no
descartándose la posibilidad de una intervención militar, quizá no
directa, pero sí a través de un ejército mercenario copiado de la Contra
nicaragüense. Aquí la situación se complejiza, porque no solo está el
“mal ejemplo” de un país latinoamericano que quiere levantar la voz en
forma soberana, sino que Venezuela cuenta con las mayores reservas de
petróleo del mundo, lo que posibilita su explotación y comercialización
por varias décadas, quizá hasta fines del presente siglo. Ello, para la
voracidad de la clase dominante estadounidense, sería un salvoconducto
para evitar su caída económica, puesto que dicha reserva, de
agenciársela, se comercializaría solo en dólares, con lo que las nuevas
monedas que entraron a tallar en el plano internacional (el yuan chino,
el rublo ruso, las cestas combinadas), perderían vitalidad ante un
petróleo dolarizado, elemento básico para las sociedades actuales, cada
vez más industrializadas.
¿Por qué ese encono de la gran
potencia americana contra la Revolución Bolivariana? Simplemente porque
esas reservas (305,000 millones de barriles de crudo de la Franja del
Río Orinoco), ahora manejadas por el Estado venezolano, puestas en manos
de las petroleras estadounidenses (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco,
Conoco-Phillips, Amoco, etc.) le devolverían la dinámica perdida al
imperio. Pero la presencia rusa y china en Venezuela desespera a
Washington. De ahí esta fenomenal avanzada contra todo elemento que le
haga sombra, que contradiga su hegemonía continental. Por eso, con el
mayor descaro y cinismo, las actuales autoridades norteamericanas
“protestan por la injerencia rusa” en el país petrolero. Justamente
Estados Unidos, que dispone de 74 bases militares en territorio
latinoamericano cuidando sus propios intereses. “Los pájaros tirándole a la escopeta”…
Cuba no dispone de esos recursos naturales, pero sigue siendo un
ejemplo de dignidad y soberanía; de ahí que, al igual que contra
Venezuela y contra Nicaragua, ahora se redobla la agresión por parte del
imperio. La Revolución Socialista de Cuba es un “mal mensaje” para los
pueblos vecinos. Por eso debe silenciarse.
III
En realidad, en Cuba el bloqueo comenzó casi inmediatamente después de
producida la Revolución, a partir de una orden ejecutiva del por
entonces presidente John Kennedy, estableciéndose la prohibición de
comerciar con la isla, la interdicción para barcos estadounidenses de
llegar a puertos cubanos, la proscripción de realizar transacciones
financieras con el gobierno de La Habana, todo lo cual fue
endureciéndose paulatinamente. De todos modos, la agresión contra Cuba
no solo no terminó con el fin de la Guerra Fría en los años 90 del siglo
pasado sino que se incrementó luego de ello, incluso presentándose
abiertamente como política de Estado de la Casa Blanca, estableciéndose
los mecanismos necesarios para que ningún gobierno de Washington pudiera
dar marcha atrás con esa línea estratégica.
El bloqueo nunca
terminó, y las formas de tratar de contrarrestar la Revolución fueron
interminables. Al igual que está haciendo el imperio hoy con la
República Bolivariana de Venezuela, intentó cuanta cosa se le pudo
ocurrir para revertir el proceso iniciado. Invasiones armadas, ataques
bacteriológicos, sabotajes de los más variados, intentos de magnicidio
contra el líder Fidel Castro, guerra psicológica, y un inmisericorde
bloqueo económico, sistematizado en su momento por dos instrumentos
jurídicos: la Ley Torricelli (aprobada en buena medida con fines
electorales por el entonces presidente George Bush padre para ganar el
electorado anticubano de Florida, en 1992), y posteriormente por la
llamada Ley Helms-Burton, en 1996, bajo la presidencia de James Carter.
Como dice Ricardo Alarcón en su prólogo al estudio de Frances Stonor “La CIA y la Guerra Fría cultural”: “Las
leyes Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996) proclamaron abiertamente
sus propósitos de derrocar al régimen revolucionario valiéndose también
de la subversión interna con el empleo de grupos respaldados por
Washington. Desde entonces encaramos dos proyectos Cuba: el que lleva a
cabo clandestinamente la CIA desde 1959, y el que desde los noventa
corre a cuenta del Departamento de Estado y la llamada Agencia para el
Desarrollo Internacional de los Estados Unidos (USAID)”.
En
1996 es aprobada la “Ley para la Libertad y la Solidaridad cubanas (Ley
Libertad)”. La misma fue presentada por Jesse Helms, Presidente del
Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y Dan Burton, Presidente del
Comité de Asuntos Hemisféricos de la Cámara de Representantes. “Es hora de apretar los tornillos”, dijo Helms. “El último clavo en el ataúd
[de Fidel Castro]”, agregó Burton, al momento de presentar la
iniciativa. La ley, ya aprobada, se conoció desde entonces como Ley
Helms-Burton. Intenta sistematizar y codificar todos los intentos de
agresión y bloqueo económico del imperio contra Cuba, fijándola como
política exterior oficial de Washington, inmodificable.
Contiene cuatro capítulos: el primero de ellos, para fortalecer el
bloqueo; el segundo establece un programa de restauración del
capitalismo; un tercero que permite enjuiciar a los inversionistas que
inviertan en propiedades estadounidenses nacionalizadas durante la
Revolución (que nunca entró en vigencia); y un cuarto que niega visas a
aquellas personas que trafiquen con propiedades reclamadas por Estados
Unidos, impidiéndoles a ellos y a sus familiares ingresar en el país del
Norte al no otorgarles visas. Al mismo tiempo establece la figura de un
presunto “virrey”, nombrado por Washington, que coordinaría todas las
acciones tendientes a restablecer el sistema capitalista en la isla,
negándosele en la tarea toda participación a cubanos que hayan formado
parte de la Revolución.
El bloqueo, de todos modos, no se
levantaría hasta tanto no se haga efectiva la devolución de todas las
propiedades de ciudadanos estadounidenses, o se estableciera una
compensación económica, estimada por algunos cálculos norteamericanos en
aproximadamente 100,000 millones de dólares. Por lo pronto, la empresa
petrolera de origen estadounidense Exxon-Mobil acaba de presentar una
demanda en un tribunal federal de Estados Unidos contra Cuba-Petróleo
–CUPET–, propiedad del Estado cubano, y la empresa CIMEX S.A. –encargada
de manejar las remesas–, por una refinería, gasolineras y otros activos
incautados en 1960, pidiendo un reclamo de alrededor de 70 millones de
dólares.
Como puede apreciarse, la iniciativa de hacer entrar
en vigencia ese capítulo de la Ley Helms-Burton (el Título III) busca
eternizar el bloqueo hasta lograrse el fin buscado desde siempre por la
clase dirigente estadounidense y su administración en la casa de
gobierno: terminar con la experiencia socialista en Cuba. Distinto a lo
que sucede en Venezuela, donde sí hay recursos naturales imprescindibles
para la economía estadounidense, en Cuba se trata de un mensaje
político: “cualquiera que se intente ir de la égida de Washington lo pagará caro”.
La injerencia es desvergonzada, absoluta; para patética evidencia,
además de la ley en su conjunto, la Sección 115 donde se establecen “lícitas las acciones de inteligencia contra Cuba, para cumplir los propósitos del bloqueo”.
Como Estados Unidos comienza a ver que Rusia y China están sentando sus
reales en estas tierras, en su “zona natural de influencia”, reacciona
airado. Y reacciona de la peor manera posible: mostrando descaradamente
de lo que es capaz para no perder su american way of live hoy en
declive. Si para ello debe apelar a sus más denigrantes argucias,
incluida la muerte de venezolanos, nicaragüenses o cubanos, ello no
parece importarle. Se sigue sintiendo el amo absoluto, dominador
exclusivo del planeta, y con un presunto destino manifiesto que le
confiere esa desvergonzada prepotencia.
IV
El 16 de enero pasado el Departamento de Estado de Estados Unidos
anunció que suspendería la aplicación del Título III de la Ley
Helms-Burton solo por 45 días, y no por seis meses como era norma de
todas las administraciones desde que se aprobó la ley en 1996. Dicha
suspensión, que se venía realizando sistemáticamente por todos los
presidentes (reconociendo así tácitamente que dicho apartado constituye
una monstruosidad jurídica del derecho internacional, absolutamente
violatorio de la soberanía nacional de cualquier Estado, pues establece
una demencial extraterritorialidad de una ley nacional) fue ahora
modificada, según declara Washington “para realizar una cuidadosa
revisión a la luz de los intereses nacionales de Estados Unidos y los
esfuerzos por acelerar una transición hacia la democracia en Cuba, e
incluir elementos tales como la brutal opresión del régimen contra los
derechos humanos y las libertades fundamentales y su inexcusable apoyo a
los regímenes cada vez más autoritarios y corruptos de Venezuela y
Nicaragua”.
Con la entrada en vigencia de ese apartado de
la Ley a partir del pasado 2 de mayo, el gobierno de Estados Unidos no
busca la protección de antiguos propietarios norteamericanos sino que es
una maniobra más para asfixiar y poner de rodillas la Revolución. En
realidad es parte de un diabólico plan pensado por la actual dirigencia
de la Casa Blanca, ultra reaccionaria y visceralmente anticomunista
(Donald Trump, Mike Pompeo, John Bolton, Mike Pence, Elliot Abrams,
Marco Rubio), tendiente a desarticular cualquier intento de soberanía
nacional en la región, y ratificar a fuego la tristemente célebre
Doctrina Monroe: “América para nosotros; China y Rusia ¡fuera de aquí!”
De aplicarse enteramente el Título III de este instrumento jurídico,
todo cubano perdería inmediatamente cualquier certeza jurídica respecto a
cosas mínimas y elementales, como la casa donde vive, la comunidad
donde está su vivienda, la escuela a la que concurren sus hijos, el
sitio donde está emplazado el centro de salud al que asiste, el terreno
donde cultiva, su centro de trabajo. Evidentemente, es una medida
perversa para intentar asfixiar a todo un pueblo, porque cualquier
persona podría ser objeto de una reclamación. Ello tiene efectos
económicos, y más aún: políticos y psicológicos. En otros términos:
busca desesperar. Es una repugnante forma de ejercer presión. ¿Qué haría
el lector, por ejemplo, si ahora se entera que una empresa
norteamericana viene a reclamarle su casa como propia y le pide una
cuantiosa indemnización en dólares? Es demencialmente perverso.
“Quien hurgue un poco en el pasado –explica acertadamente Rosa Miriam Elizalde– comprobará
que cuando triunfó la Revolución, el gobierno caribeño llegó a acuerdos
de compensación con Reino Unido, Canadá, España y otros países, salvo
con Estados Unidos, porque se negó a cualquier entendimiento mientras,
en secreto, planificaba la invasión por Playa Girón en 1961”.
De hecho, la Ley Helms-Burton no tiene valor en territorio cubano
porque es una ley extranjera, válida solamente en Estados Unidos. Un
Estado soberano no puede aplicar una ley externa a su territorio; eso va
diametralmente en contra del derecho internacional. Pero para la
prepotencia estadounidense, por lo que se ve, eso no importa. “La ley
persigue varios propósitos. En primer lugar, internacionalizar el
bloqueo económico, tratar de que la comunidad internacional, lejos de
repudiar el bloqueo económico como hace año tras año, se incorpore al
sistema de sanciones contra Cuba”, analiza Fernández de Cossio. Del mismo modo, busca “disuadir, inhibir la posibilidad de que capital extranjero llegara a Cuba en la modalidad de inversión extranjera”.
Es evidente que la clase dirigente de Estados Unidos comprendió a
cabalidad el peligro que comienza a correr: su hegemonía absoluta e
indiscutible de décadas atrás está en entredicho. Su gran poder
económico de antaño, por la misma razón de un consumo despilfarrador
voraz, incontenible, se ha perdido. Consume más de lo que produce, y eso
no es sano; por el contrario, es una enfermedad terminal que nunca
puede acabar bien. Ahora debe mucho más de lo que tiene, y eso debe
pagarse. Y las armas, la pura fuerza bruta, ya no es garantía total de
triunfo. El renacer de Rusia como hiperpotencia militar, demostrada en
Siria donde impidió el triunfo de las fuerzas estadounidenses con
tecnología que está unos cinco años por delante del desarrollo
norteamericano, enfurece. Y el crecimiento espectacular de China como
nuevo centro económico del mundo la pone muy nerviosa. El “nuevo siglo americano”
para el siglo XXI que pedían los Documentos de Santa Fe está puesto en
entredicho. Los pueblos están reaccionando y hay nuevos actores
principales en la arena internacional.
La actual profundización
de la agresión contra Cuba es un acto inmoral, absolutamente reñido con
el derecho internacional y las normas mínimas de convivencia
civilizada. De esa manera, Estados Unidos echa al traste toda la
construcción civilizada que implican las normas mundiales de sana y
pacífica convivencia, el derecho internacional y los esfuerzos
concentrados en la Organización de Naciones Unidas. Pero ello parece no
importarle.
Esa clase dominante de Estados Unidos, al ver
perder su supremacía y al comenzar a notar síntomas de deterioro, está
reaccionando de forma desesperada. Ahí está el peligro, porque agobiada
como se empieza a sentir, puede apelar a las salidas más inimaginables
en contra de los pueblos, solo para preservar sus privilegios. Nunca hay
que olvidar, de todos modos, que jugar con fuego puede quemar. La
eventualidad de una nueva guerra mundial es escalofriante, porque las
posibilidades de destrucción total de la especie humana con los
armamentos que se cuenta hoy día están a la vuelta de la esquina. En tal
sentido, es una responsabilidad ética de todos los habitantes del
planeta condenar estas demenciales medidas injerencistas como la entrada
en vigencia plena de la Ley Helms-Burton. Nunca más oportunas que ahora
las palabras –plásticamente representadas en una fabulosa obra
pictórica– de Francisco de Goya: “el sueño de la razón produce monstruos”.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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