Desde el día en que fue
investido como presidente de Brasil por el Senado, el jefe del Estado
del golpismo, Michel Temer, han tenido lugar en las principales ciudades
de ese país manifestaciones multitudinarias de repudio al nuevo
gobierno y en demanda del restablecimiento de la democracia en el
gigante sudamericano.
En efecto, el miércoles de la semana pasada, horas después del acto
fársico que fue la asunción de Temer, decenas de miles de personas
salieron a las calles para expresar su rechazo a la destitución de Dilma
Rousseff y a la colocación en el cargo de quien había sido su
vicepresidente. En Sao Paulo las manifestaciones fueron violentamente
reprimidas por la policía.
Aunque las movilizaciones de protesta no han parado, el domingo
pasado el canciller del nuevo régimen, José Serra, quien se encontraba
en China en el marco de la reunión cumbre del G-20, las descalificó,
describiéndolas como
muy pequeñas, casi nada, cincuenta o cien personas. Al día siguiente, ayer lunes, lo desmintió una marcha de cerca de cien mil participantes que recorrió la principal avenida de Sao Paulo. Aunque se trató de una demostración pacífica y bien organizada, la policía inició una agresión injustificada en una estación de metro con garrotes, granadas de gas lacrimógeno y balas de goma.
Las concentraciones han sido convocadas en su mayor parte por
coordinadoras de organizaciones sociales como Povo sem medo y Frente
Brasil Popular, las cuales no pertenecen al Partido de los Trabajadores
(PT) de la depuesta Rousseff. El sentir de las movilizaciones no es
necesariamente pro Dilma, sino en contra del golpe de Estado apenas
disfrazado que culminó el último día del mes pasado. Sus demandas
centrales son la remoción de Temer y la inmediata convocatoria a
elecciones presidenciales.
Desde una perspectiva democrática les asiste la razón: como
señaló la ex presidenta en una entrevista publicada en días pasados,
resulta aberrante que un programa de gobierno que ha recibido la
aprobación de la sociedad por medio de los votos sea remplazado de un
momento a otro por un programa de sentido opuesto sin que ello sea
sometido a la consideración de la ciudadanía. Y eso es exactamente lo
que ha venido ocurriendo en Brasil.
Más allá de que un Poder Legislativo dominado por corruptos haya
depuesto a Rousseff con base en acusaciones sin fundamento, lo más grave
e inaceptable de la circunstancia es que Temer ha empezado a aplicar
políticas públicas tomadas del más descarnado neoliberalismo y
contrarias a las que recibieron el sufragio mayoritario en octubre de
2014 y que estaban representadas por él mismo como candidato a la
vicepresidencia.
Lo que exige el clamor en las calles brasileñas es, en suma, el
mínimo respeto a la democracia por parte de los grupos de presión que
controlan el Legislativo y que tomaron por asalto el Ejecutivo.
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