La Jornada
El ex presidente brasileño Luis
Inazio Lula da Silva fue acusado ayer por la fiscalía de su país, en el
marco de la investigación de sobornos en la empresa Petrobras, de
propiedad estatal. La imputación presenta al mandatario como
el máximo jefe de la trama de corrupciónen la petrolera y lo señala por haber recibido comisiones ilegales de la empresa OAS. El paso siguiente es que el magistrado Sérgio Moro decida si el juicio es procedente, cosa que puede darse por segura, habida cuenta de que el juez es enemigo declarado de Lula.
Aunque las investigaciones en torno a las operaciones ilegales conocidas como Lava Jato
han puesto fin a la carrera de varios políticos del ahora gobernante
Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), como el ex
presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha –principal impulsor
de la destitución de Dilma Rousseff–, no debe pasarse por alto que es la
dirigencia histórica del Partido de los Trabajadores (PT), y
particularmente el ex mandatario ahora imputado, el objetivo prioritario
del Poder Judicial.
Es significativo que la acusación ocurra días después de que Lula
anunciara su intención de presentarse como candidato a las elecciones
presidenciales de 2018, lo que otorga a la causa en contra del ex
presidente un cariz político inocultable. A ello debe agregarse la poca
verosimilitud de la imputación, que contrasta con el nivel de vida del
viejo dirigente obrero, muy alejado del enriquecimiento súbito. En
contraste, los numerosos integrantes de la clase política tradicional
que han sido involucrados en el caso Lava Jato –el ejemplo más
grotesco es el de Cunha– ostentan, por regla general, fortunas
difícilmente explicables si no es por la corrupción.
En tales circunstancias, la crisis política que vive Brasil
acaso deba ser vista como una operación en dos fases: una legislativa,
que concluyó con la destitución de Dilma Rousseff, y una judicial, que
ahora apunta contra su mentor y antecesor en el cargo. Tal sería, por
principio de cuentas, la reacción de una oligarquía que
sólo
coyunturalmente toleró el ejercicio de la presidencia por un antiguo
sindicalista metalúrgico y una luchadora social que participó en el
movimiento guerrillero en contra de la dictadura militar en los años 60
del siglo pasado. Pero, más allá de esas animadversiones, es claro que
el afán por destruir al gobierno del PT obedecía además al designio de
cambiar el rumbo socioeconómico del poder público en la mayor nación de
América Latina, suprimir los rasgos soberanistas y populares de la
administración y operar una regresión hacia el neoliberalismo, tarea que
ya realiza Michel Temer, el presidente impuesto tras la caída de Dilma.
Así pues, la acusación contra Lula parece confirmar que en Brasil se
ha operado un golpe de Estado de cuello blanco y que, como ocurría tras
los cuartelazos militares de antaño, ha comenzado ya la etapa de
persecución de los derrotados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario