cescobarsarti@gmail.com
Escucho una versión reciente del himno nacional que circula en redes
sociales y no puedo dejar de sentir que la música siempre toca emociones
que tienen relación directa con la propia historia. Veo las antorchas
en las manos jóvenes, y entiendo el sentido profundo del fuego en cada
ritual que nos importa como humanos. Veo las banderas ondear en carros y
edificios y entiendo el peso de lo simbólico. Pero veo
este-que-aún-no-es-país y a sus millones de habitantes excluidos, y
entiendo que la patria no es el lugar romántico de un día.
Un himno, una bandera y una antorcha son objetos neutros, y los cantan o
usan por igual los corruptos, los opresores, los inocentes y los necios
de la esperanza. Todos desde su propia intención. Amo y lucho en
Guatemala porque estoy loca y soy masoquista, pero no me considero
nacionalista ni patriota en el sentido tradicional. No mataría o daría
la vida por símbolos vaciados de su contenido esencial. Sin embargo, por
ejemplo, esos símbolos se llenaron de contenido en las manifestaciones
de la plaza, a lo largo del 2015. Allí una bandera —junto a otras—
significó para mí el país posible; un fuego encendido —junto a otros—
fue interpretado como una luz que se colaba por la grieta de nuestra
histórica oscuridad; y un himno —cantado junto a otros— se creció en
expresiones como
“no profane jamás el verdugo;/ ni haya esclavos que
laman el yugo/
ni tiranos que escupan tu faz”.
Lo simbólico es fundamental, y por eso en su momento señalé que haber
elegido a Otto Pérez Molina tuvo no solo una implicación real de
retroceso en nuestra historia política contemporánea, sino un peso
simbólico innegable. Los símbolos son creados para promover identidad,
en este caso, colectiva. Comenzaría por intentar repensar eso que
algunos llaman “identidad nacional”.
Le pregunté en las elecciones pasadas a un señor de Huehuetenango por
quién votaría; me respondió que le interesaba más la política de México
que la de Guatemala. Así de lejos el Estado en tantos lugares del país
donde la salud, la educación y el desarrollo no llegan. Así de ausente
la conciencia de los grupos de poder que manejan los hilos
de-este-que-aún-no-es-país. ¿Cómo hacemos, entonces, para generar una
mayor identidad nacional sin acudir a campañas de bebidas carbonatadas
ni a quinces de septiembre violentos pero con banderas?
Estamos en la intersección más sensible de nuestra historia
contemporánea. Los caminos se abren por igual frente a nosotros, tanto
los más oscuros como los posibles y luminosos, y el paso que demos
definirá buena parte de nuestro futuro. El comisionado Iván Velásquez
tuvo razón cuando dijo que Guatemala no ha llegado al punto de
no-retorno; esto significa que no hemos alcanzado una práctica y un
consenso social sobre el camino que debemos seguir para ser un país
distinto. Y pocos creemos que si no comenzamos por la niñez, esto no irá
a ninguna parte.
Seremos país algún día, pero hoy seguimos celebrando la emancipación
económica de un pequeño grupo de guatemaltecos cansados de que la Madre
Patria les cobrara impuestos. Nuestras cifras de desigualdad,
desnutrición, impunidad, violencia, abuso sexual, inseguridad, muertes
por causas prevenibles, falta de educación, y casos de corrupción, entre
más, nos avergüenzan. Con todo, celebro a la juventud que levanta sus
antorchas y cree, y a las personas que están sentando simbólica y
formalmente, las bases de nuevos liderazgos éticos, sencillos,
ilustrados y equilibrados. Caminando se hace país.
cescobarsarti@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario