Eric Nepomuceno
Brasil vive momentos de
tránsito y no precisamente para mejorar. El golpe institucional
triunfó; Michel Temer ejerce con aires imperiales una presidencia que
conquistó gracias a los votos de 61 senadores que destituyeron, sin base
jurídica, a una presidenta elegida por 54 millones de electores, pero
ese poder es pifio.
Concretamente, él y sus aires imperiales carecen de base por una
cuestión cristalina: se trata de un presidente ilegítimo que actúa y
actuará, mientras resista en el puesto, como rehén tanto de los
derrotados en las cuatro últimas elecciones libres y soberanas –los del
Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), del ex presidente
Fernando Henrique Cardoso, Aécio Neves y José Serra, mentores y
partícipes esenciales del golpe– como de la mezcolanza de congresistas
manipulados por esquemas clarísimos de corrupción.
Mientras, Sergio Moro, un juez provinciano de primera instancia,
desborda límites y actúa a su libre albedrío, al margen de la
legislación y dentro de la oleada de aplausos de los medios hegemónicos
de comunicación que anestesian e idiotizan a las clases medias.
Lo que ocurrió esta semana ha sido un clamoroso ejemplo de que la
arbitrariedad, mezclada con el mesianismo más cretino y prepotente,
puede corroer y amenazar los principios más básicos de la convivencia
civil.
Poco después de las seis de la mañana del jueves, agentes de la
Policía Federal, cumpliendo el dictamen del juez Sergio Moro, llegaron a
la casa del ex ministro de Hacienda de Dilma Rousseff y de Lula da
Silva, Guido Mantega, en Sao Paulo. Fueron recibidos por el hijo de 16
años, quien les informó que el padre se encontraba junto a la madre en
un hospital.
Eran casi las siete cuando los mismos agentes llegaron al hospital.
Mantega estaba en un pasillo junto a la camilla en que su mujer, ya
sedada, era conducida al quirófano para una cirugía de cáncer en el
cerebro. Informado de la presencia de la policía, el ex ministro fue de
inmediato a la portaría del hospital. Los agentes le pidieron que
saliese a la vereda. Mantega salió, fue detenido y conducido a las
oficinas de la Policía Federal.
Cinco horas después, fue liberado por órdenes del mismo Sergio Moro.
Acorde a ese individuo que reiteradamente extrapola todo y cualquier
límite de lo admisible, no había motivo para mantenerlo detenido.
¿Antes había alguna razón? Si uno busca lo que dice el Código Penal,
ninguna. Se trató, pues, de una clara maniobra para corroer aún más la
imagen del Partido de los Trabajadores (PT) cuando faltaban 10 días para
las elecciones municipales. Otra clara maniobra para alcanzar un único
objetivo: destruir al PT, eliminar del escenario político la imagen de
Luiz Inacio Lula da Silva.
Está claro que en estos tiempos de justicia politizada,
cualquier acusación, siempre y cuando esté dirigida contra Lula, Dilma o
alguna otra figura prominente del PT, es suficiente.
Nada ocurre al acaso en estos indignantes e indignos tiempos. Hay un
guion clarísimo, cumplido de manera cabal. Ya no se notan siquiera
vestigios de disfraz: el enredo está en marcha, y nada ni nadie parece
capaz de pararlo.
Nacida como inédito método de investigación de esquemas de corrupción implantados desde siempre en las estatales, la Operación lavado rápido pronto se transformó en una formidable y malévola herramienta de persecución política.
Es como si los mismos esquemas no hubiesen existido en tiempos de
presidentes anteriores, especialmente de Fernando Henrique Cardoso.
Bajo el mando de un juez de provincia, que en su fanatismo desconoce
límites, sus acciones ignoran principios básicos de la justicia y de la
misma legislación vigente. Se trata de Moro y sus acólitos, un bando de
jóvenes fiscales encabezados por un evangélico que actúa bajo los
designios de la Biblia antes de que la Constitución.
La Operación lavado rápido tuvo auge hasta que empezó el
juicio político contra Dilma Rousseff. Las acciones eran casi semanales,
todas exclusivamente destinadas a denunciados que integrasen en PT.
Denuncias contra políticos de otros partidos, especialmente el PSDB del
ex presidente Cardoso y del PMDB de Temer, eran sumariamente ignoradas.
Mientras el golpe se consumaba al amparo de la farsa judicial armada
en el escenario circense del Senado, hubo una especie de vacaciones para
los fiscales. Explotaron, en esa temporada, denuncias contundentes
contra Michel Temer, Aécio Neves y todas las estrellas de primera
grandeza de la mata golpista. Hay más denunciados gravitando alrededor
de Temer que en cualquier otra parte.
Sin embargo, ninguna medida ha sido adoptada contra uno solo de ellos.
Contra Lula, sí. Contra el PT, todo y algo más.
Para el mesiánico juez y sus comandados, la vida carecerá de sentido
mientras no estén todos, empezando por Lula y el PT, eliminados, de una
vez y para siempre, de la vida pública.
Lo más absurdo, vale reiterar, es que todo eso ocurre frente a la
mirada mansa y a la pasividad bovina de los 11 integrantes del Supremo
Tribunal Federal.
Se supone que sean ellos los máximos guardianes de la Cons-titución y de los derechos básicos de los ciudadanos brasileños.
Guardianes serán, pero vaya uno a saber de qué.
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