Enfrentamos un relevo generacional marcado por las carencias |
El ser humano se
reinventa constantemente. Es un ente creativo ante los desafíos
impuestos por su entorno, manifiesta un carácter competitivo ante los
obstáculos, sabe cómo hacer para resolver problemas y tiene un claro
concepto del éxito y el fracaso. En general, se le podría considerar un
ser motivado por la búsqueda de la felicidad, como se supone deberia ser
la ruta de la Humanidad. Pero eso es pura poesía. En la realidad se ha
desviado de ese parámetro ideal hacia un egoísmo deshumanizante al
extremo de ser grotesco.
En un país como Guatemala, de una riqueza
inagotable y bendecido con un clima cuya bondad permite cultivar
alimentos durante el año entero, la mitad de su población infantil sufre
desnutrición crónica. Es decir, un estado de privación alimenticia que
va de una a otra generación, ocasionando un deterioro físico
irreversible y evidente.
Por lo general, para esa parte de la
sociedad acostumbrada a adquirir alimentos –muchas veces en exceso- en
tiendas y supermercados (el segmento catalogado por los mercadólogos
como “C completo” es decir: clase media) las características de la
desnutrición crónica son casi desconocidas. De vez en cuando y quizá por
algún eco noticioso en particular, los medios reproducen declaraciones
de expertos pero estas notas pasan tangencialmente por la mente y se
pierden entre una variedad de temas periodísticos de interés diverso.
Quizá al ciudadano promedio el tema le aburra un poco por provenir de
informes especializados, muchas veces de la burocracia internacional.
Pero dada la extensión del fenómeno sobre tan importante sector de la
ciudadanía, vale la pena explorar sus causas y efectos para tener una
idea, aunque sea vaga, sobre qué le espera a ese enorme contingente de
niñas y niños guatemaltecos.
Primero es necesario entender que
la desnutrición es una de las consecuencias de la pobreza extrema. Y
dado que un sector importante de la población vive en ese estado, es
lógico que sus hijos, al depender de otros para su subsistencia, sean
las primeras víctimas de la falta de nutrientes en su desarrollo. A esa
carencia se asocian otras, como la falta de higiene y de los cuidados
mínimos requeridos por un neonato o un infante en sus primeros años de
vida.
Los efectos de la falta de nutrientes repercuten en todo
el sistema fisiológico de quien vive en estado de carencia grave. A
partir del momento que no recibe suficiente alimento, su sistema
digestivo –como todos los demás de su organismo- comienza a fallar en
sus funciones y el poco alimento que recibe ya no es procesado en su
totalidad, por lo cual a la escasez se suma la incapacidad de aprovechar
lo poco que el menor ingiere.
El cerebro en formación depende
de manera absoluta de un metabolismo funcional y de la provisión de
nutrientes básicos para su desarrollo. Entonces a la pérdida de masa
muscular, a la formación ósea incompleta y a la debilidad del sistema
inmunológico se añade el peligro de perder capacidades neurológicas cuyo
impacto durará todo el resto de la vida.
Aun cuando la
desnutrición crónica ha sido documentada por expertos y certificada por
organismos nacionales e internacionales, todavía hay quienes prefieren
creer en una mala elección de los alimentos por parte de la población
más pobre. Con esa justificación muchas veces se pretende ocultar una de
las mayores deudas de la sociedad y una de las fallas más resonantes de
los sectores en el poder. Esos niños, niñas y adolescentes privados de
alimentos en sus primeros años de vida son la base de la pirámide y, por
ende, las primeras víctimas del fracaso político y social.
Blog de la autora: http://www.carolinavasquezaraya.com
@carvasar
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