Carolina Vásquez Araya
Aun cuando nunca falta quien afirme que en Guatemala no hay discriminación por sexo, cualquier mujer en sus cabales y consciente de la realidad de su entorno, puede atestiguar lo contrario. La discriminación no solo existe, sino es uno de los peores males que sufre esta sociedad.
Una de sus principales manifestaciones es la forma como la mujer se ve a sí misma. Incapaz de escapar a las ataduras de la costumbre y educada para considerar esas limitaciones como algo natural e inevitable, termina por ahogar sus propios impulsos de libertad en aras de la aceptación de su grupo social. De ese modo, se preservan estereotipos sexistas tales como la obligatoriedad de ser obediente, servicial y receptiva ante los hombres de su entorno, como una marca de identidad femenina.
Entrenadas desde la niñez en las artes de la sumisión, las mujeres deben superar enormes obstáculos para conquistar espacios propios y, luego, trabajar el doble para demostrar que esos espacios les pertenecen legítimamente. En este proceso el desgaste personal resulta inevitable.
Saco el tema a colación porque en un país con desigualdades sociales tan abismales, es precisamente el sector femenino el primero en encajar los golpes de la desnutrición, la pobreza extrema y la falta de acceso a todos los servicios básicos. El desempleo y la desinformación respecto de sus derechos cívicos y sociales atacan con mucha mayor fuerza a este segmento, sobre cuyos hombros descansa la construcción misma de la sociedad y la educación de las nuevas generaciones.
Me pregunto cuántas mujeres con liderazgo demostrado y aspiraciones políticas han debido renunciar a seguir ese rumbo de participación por presión de sus parejas o sus padres. Cuántas más habrán sufrido el acoso y la violencia de quienes se sienten ofendidos por la sola idea de que una mujer asuma una posición de poder. Y cuántas otras habrán abandonado la lucha porque la disyuntiva era el cuidado de la familia o sus sueños personales.
Son precisamente éstas las condiciones que detienen el desarrollo de un país, al marginar de manera tan perversamente estructurada a una mitad de su población. Es evidente que la equidad de género no es una moda pasajera y muchos grupos organizados de la sociedad civil no cejarán en su empeño de conquistarla. Sin embargo, las barreras, en lugar de desaparecer, son reforzadas cada vez más con especial énfasis en los sectores más pobres de la población.
Que haya muchas candidatas mujeres compitiendo por las posiciones más elevadas no significa un avance en la equidad de género. No cuando millones de mujeres pobres ni siquiera tienen la libertad para decidir cuántos hijos tener.
Saco el tema a colación porque en un país con desigualdades sociales tan abismales, es precisamente el sector femenino el primero en encajar los golpes de la desnutrición, la pobreza extrema y la falta de acceso a todos los servicios básicos. El desempleo y la desinformación respecto de sus derechos cívicos y sociales atacan con mucha mayor fuerza a este segmento, sobre cuyos hombros descansa la construcción misma de la sociedad y la educación de las nuevas generaciones.
Me pregunto cuántas mujeres con liderazgo demostrado y aspiraciones políticas han debido renunciar a seguir ese rumbo de participación por presión de sus parejas o sus padres. Cuántas más habrán sufrido el acoso y la violencia de quienes se sienten ofendidos por la sola idea de que una mujer asuma una posición de poder. Y cuántas otras habrán abandonado la lucha porque la disyuntiva era el cuidado de la familia o sus sueños personales.
Son precisamente éstas las condiciones que detienen el desarrollo de un país, al marginar de manera tan perversamente estructurada a una mitad de su población. Es evidente que la equidad de género no es una moda pasajera y muchos grupos organizados de la sociedad civil no cejarán en su empeño de conquistarla. Sin embargo, las barreras, en lugar de desaparecer, son reforzadas cada vez más con especial énfasis en los sectores más pobres de la población.
Que haya muchas candidatas mujeres compitiendo por las posiciones más elevadas no significa un avance en la equidad de género. No cuando millones de mujeres pobres ni siquiera tienen la libertad para decidir cuántos hijos tener.
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