Adiós, Fidel Castro
Eric Nepomuceno
Aeso de las diez y pico de la noche del viernes 25 de noviembre, en La Habana, Cuba, murió el siglo XX.
Porque los tiempos de la vida, del alma, de la historia, desafían los calendarios.
Desafían a la vida.
Con Fidel, de una vez y para siempre, se acabó un tiempo largo y decisivo de nuestra historia.
Ahora dicen que en la noche del viernes 25 de noviembre de 2016, a
los 90 años de edad, murió Fidel Castro Ruz, hijo bastardo de un
estanciero gallego y torpe con una empleada de su finca, y que encabezó
una revolución impensable, la de una isla insignificante o casi que se
propuso liberarse del yugo de la nación más beligerante en la historia
de la Humanidad, y hacerse dueña de su propio destino.
Sin embargo, el que se murió ha sido una de las figuras más
emblemáticas de la historia contemporánea, el símbolo del sueño de miles
de gentes alrededor del mundo.
El sueño de otro mundo, otra vida, más justa, más igual. Más digna.
Un mundo viable, posible, pero vedado a la mayoría de las personas.
El que se murió quizá ya se hubiera ido desde hace un buen tiempo. Un
tiempo en que se creía y se creyó que era posible tocar el cielo con
las manos.
Quien se fue aquella noche de un viernes ha sido el hombre que, más
que cualquier otro, representó la etérea, tenue, creencia en la
posibilidad de tocar el cielo con las manos.
No lo logró, no lo logramos, es cierto.
Pero nadie, como Fidel, representó ese sueño de multitudes, las
multitudes de abandonados, de ninguneados, de silenciados por el mundo.
Recuerdo una frase de mi hermano Eduardo Galeano, que decía más o
menos así: Cuba no hizo la revolución que quiso y podía hacer, sino la
que pudo.
Y eso es, y así fue: la inmensa distancia entre el sueño, el deseo, y la realidad, la vida.
Fidel Castro, esculpido en barro humano, como humano cometió errores. Unos tantos, unos muchos.
Pero su legado supera todos sus equívocos. Con la ayuda y el duro
precio pagado por miles y miles de compatriotas, condujo el intento de
construcción de un sueño real.
He conocido un montón de países y de pueblos. Ninguno, ninguno tan solidario como el pueblo cubano.
Fidel Castro ha sido, más que el conductor, el símbolo de ese
tiempo, de ese sueño. Con sus conquistas, que son muchas, y con sus
equívocos.
Un sueño de dignidad, de soberanía, de altivez.
Recuerdo la primera vez que lo vi, a medio metro de distancia.
Fue en los primeros días de agosto de 1978. Yo estaba en la fila de
un vendedor callejero de helados. Se acercó un jeep, bajó Fidel y pidió
uno de fresa. No había. Había de limón. Valía medio peso cubano. Fidel
no tenía monedas. Ha sido un revoltijo en la fila, a ver quién le pagaba
el helado a Fidel.
Luego hubo varios encuentros, muchos.
Siempre me llamó la atención la timidez de aquel que era, fácil, el
más poderoso hombre en la América Latina de mis años jóvenes.
Sí, sí: ha sido el gran conductor y el gran constructor de una revolución que fue lo que pudo ser, y no lo que quiso ser.
Fidel ha sido el conductor de una navegación única, de un ejemplo único de integridad y dignidad.
La revolución que hizo lo que pudo, y no lo que quiso. Pero que nos
deja, a cada ciudadano de nuestra América, una lección única,
insuperable.
En el periodo especial, el tiempo más perverso y cruel de la
revolución, cuando Cuba literalmente llegó al extremo máximo de
restricciones, oí de Fidel una frase única:
Vea, no hemos cerrado una sola clase de escuela, un solo lecho de hospital.
A eso se le llama revolución.
Sí, sí, se equivocó un montón de veces.
Pero supo honrar la palabra dignidad.
En 1992, lo presenté a Felipe, que tenía 15 años. Fidel miró a mi hijo de la cabeza a los pies, y le preguntó:
¿Será que alcanzarás mi altura?Y en seguida, disparó:
Pues yo cambiaría mi altura por tu juventud.
Ha sido otro de sus equívocos.
En aquella noche, Fidel tenía 66 años. Dos menos de los que tengo ahora.
Muchos menos de que tenía Felipe.
Y era más joven que nosotros.
No, no: a las diez y pico de la noche del viernes 25 de noviembre de
2016, quien se murió en La Habana, Cuba, no ha sido Fidel Castro Ruz,
comandante de la última revolución que intentó alcanzar el cielo con las
manos.
Quien se murió ha sido el siglo XX.
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