La Jornada
Tras la muerte de Fidel Castro, el
presidente electo estadunidense, Donald Trump, fiel a su estilo y sin
escatimar brutalidad, condicionó la continuación del proceso de deshielo
iniciado por los gobiernos de Barack Obama y Raúl Castro entre
Washington y La Habana a que las autoridades de Cuba acepten renegociar
un mejor acuerdo; es decir, les exigió aceptar directrices injerencistas en materia de política interna.
Tal postura confirma las intenciones del que en enero próximo ocupará
la Casa Blanca, de detener la normalización de los vínculos bilaterales
después de más de medio siglo de una intensa hostilidad militar,
económica, diplomática y propagandística contra la isla caribeña, que
fue plasmada en leyes y sostenida como política de Estado por los 10
antecesores de Obama en la Presidencia. Aunque semejante estrategia
conllevó un inmenso sufrimiento para la población cubana y cuantiosas
pérdidas para numerosas empresas estadunidenses, no logró su objetivo:
lograr que la economía de Cuba se paralizara y sus habitantes,
exasperados por las privaciones, derrocaran al régimen revolucionario.
Con el paso de las décadas, el embargo y la beligerancia de Estados
Unidos terminó por perder apoyo político hasta entre los exiliados
cubanos de Miami y entre numerosos empresarios, incluido el propio
Donald Trump, quien en algún momento intentó burlar el bloqueo para
hacer negocios en Cuba. Por lo demás, a diferencia de sus ataques
verbales contra China y los mexicanos, que han sido constantes en sus
declaraciones desde hace mucho tiempo, las críticas a la normalización
de relaciones con la nación antillana fueron un recurso oratorio de
última hora, claramente orientado a atraer el voto de la comunidad
cubano-estadunidense.
Significativamente, su más reciente crítica al deshielo
emprendido por Obama y Castro coincidió con el vuelo inaugural de una
aerolínea de Estados Unidos a La Habana. Aunque la intensificación de
los intercambios ha avanzado a un ritmo mucho más lento del que habría
podido esperarse, y por más que el bloqueo siga codificado en leyes
estadunidenses, lo cierto es que las órdenes ejecutivas de Obama para
atenuarlo han hecho detonar un proceso que no será fácilmente
reversible.
En esta perspectiva, la hostilidad de Trump contra Cuba se inscribe
en el catálogo de propósitos de incierto futuro, junto con su amenaza de
bardear la totalidad de la frontera con México, deportar a tres
millones de mexicanos indocumentados en sus primeros cien días de
gobierno y sacar a Estados Unidos de acuerdos comerciales que resultan
fundamentales para la economía del país vecino o, cuando menos, de
renegociarlos.
En suma, el propósito del próximo habitante de la Casa Blanca de
devolver las relaciones con Cuba a la condición de remanente de la guerra fría,
depende de multiplicidad de factores que no le son necesariamente
propicios. En este terreno, como en otros, cabe esperar que el Poder
Ejecutivo del país vecino termine entrampado en un tejido de intereses
encontrados y que, así sea a contrapelo de los deseos de Trump o de sus
compromisos de campaña, el sentido común termine por imponerse al
integrismo aislacionista, el espíritu hostil y la nostalgia imperial que
caracterizan la visión internacional del magnate neoyorquino.
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