Desgraciados los pueblos donde la juventud no haga temblar al mundo y los estudiantes sean sumisos ante el tirano
—Lucio Cabañas
Con sus intensidades y sus incendios, la infancia es el lugar de una
experiencia singular. Es el Ave Fénix que quema las infinitas energías
del estar vivos sin la ansiedad de la muerte. En su vuelo desordenado se
ordena la vida como proximidad a lo infinito. Lo infinito es la
condición genérica y singular de que la vida es vida para el juego. La
infancia es el plano erotizado de las reglas y del cambio de reglas de
juego que emerge una y otra vez de las cenizas del cuerpo. Sin embargo,
el cuerpo es el finito de la infinitud de destellos de historia. Por eso
es que las historias, aunque no sin el juego del duelo, pueden siempre
volver a empezar. La infancia no tiene más refugio que el infinito
re-nacer. Ayotzinapa es el clamor de la urgencia de este re-nacer porque
es hoy el nombre del crimen organizado contra la infancia. Renacer es
lo opuesto al cadáver y la materia desde las que todos los lugares del
nacimiento confluyen en la afirmación del juego de la vida como lucha
por la dignidad de estar y habitar en común la Tierra.
Ayotzinapa es el lugar de la memoria de la infancia de esa multiplicidad
que llamamos humanidad. Es el clamor que se opone a la mano criminal de
genocidas escudados en el Estado de contabilidad del libre mercado o en
el poder acéfalo de las armas del narco. Los estudiantes son el
fantasma de los saberes posibles e imposibles de una voluntad de memoria
fundada en la experiencia de la comparecencia ante el otro. Ayotzinapa es el otro
que habita las edades posibles de la niñez y de las escuelas como
experiencia cotidiana de estar vivos en la intemperie. Olvidar el clamor
de los 43 estudiantes desaparecidos sería abrazar la complicidad del
poder y la de los poderosos que niegan la experiencia infinita de los
nacimientos. La infancia nace a la intemperie porque se abre al juego de
los acontecimientos. En el juego, la oscuridad de la noche es la
claridad de una mañana sombría. La infancia es la distracción de la
crueldad, de la discriminación racial, de la explotación y de la
banalidad del mal porque es el intermedio entre la temperatura del sol y
el río Mississippi de las aventuras genéricas del amanecer a la
infancia, como en los juegos, siempre al borde de un desborde, de Tom
Sawyer y Huckleberry Finn.
Pero la noche de Iguala en la que
desaparecieron 43 niños-estudiantes está desinscrita de la experiencia
del juego del amanecer. Esa noche se les desgarró la carne ensoñada a
niños-profesores como síntoma de que la infancia podría desaparecer. Si
la infancia es el lugar genérico de realización de la humanidad, lo que
ocurrió hace dos años fue el horror consumado de apagar la infancia de
la humanidad. A través del horror innombrable de una masacre que rotula
la esfera inmunológica del Estado y abre la vida de la especie a su
posibilidad de extinción, la ferocidad del crimen amparado en un estado
cómplice de la mano asesina, hizo temblar —desde Ayotzinapa hasta el
lugar más recóndito de la tierra— toda comunidad de nacimientos.
No es difícil imaginarlo, mientras se apagaba la infancia de los 43
normalistas, a esa misma hora nacía, en plena intemperie, el hijo, la
hija de un padre, madre anónimos que no dejaban y, aún no dejan, de
temblar ante el acontecimiento de la vida. El que nace ante la ley del
manantial de la vida es promesa de infancia, es promesa de vida y jamás
(por mucho que persista cierta filosofia de la finitud en ello) la
infancia está ante la muerte. Esta actualidad que arranca la piel de los
hijos e hijas que nacen de la pasión por la vida solo puede entenderse
como pasión necropolítica si la inactualidad de la memoria, su potencia
activa, se opone, resiste y lucha contra la complicidad con el crimen,
la indiferencia, la apatía, el consumo y el espectáculo de la muerte.
Esta, como circulación mercantil, como estética de horror y
fetichización de lo que ha sido despojado de rostro y mutilado en su
carne, es la conversión de la materia ensoñada de la infancia en
cadáver. En la circulación cambiaria el cadáver emerge como olvido y
despojo de humanidad a la que le falta su infancia, su vitalidad, su
posibilidad de volver a nacer, su renacimiento. El habitus del fetichismo del cadáver no es otra cosa que el habitus de una economía de lo visual depuesta en marcha por falta de fidelidad a la memoria de las luchas en Ayotzinapa.
Recordar las luchas de los niños-normalistas de Ayotzinapa —y las de
las luciérnagas que acompañaron a Lucio Cabañas en la sierra de
Guerrero— es compartir el destello de luz que enciende la memoria de una
fidelidad irrenunciable. La memoria enlutada no es la renuncia a la
mirada de lo que ha ocurrido, ni menos aún la de la espectacularización
mercantil-informática del cadáver, sino efervescencia de un recuerdo que
incendia el alma y hace temblar a aquello que nos mira. Cuando miramos
el rostro de esos niños desaparecidos de Ayotzinapa, sabemos que hay
“algo” que nos mira hasta hacer que nos reconozcamos en la experiencia
aniquilada por lo innombrable e inenarrable de la tragedia política,
social y económica de México, esto es, la masacre de la noche de Iguala.
¿Qué significa ver hoy esos rostros de niños-normalistas
desaparecidos? Hay que romper el cerco de la circulación cambiaria del
cadáver. El inconsciente óptico deviene político cuando el luto hace
temblar la circulación mercantil del cadáver y nos dispone a pasar de la
contemplación de la tragedia convertida en plusvalía sentida para los
ojos de un mercado cultural que vive del goce mediático de los niños
muertos de Ayotzinapa a la política de quienes miran hacia el por venir de lo infinito de la vida. ¿Pero qué es lo que mira por fuera de la circulación del cadáver? El paso
al acto de la mirada que compone la memoria del dolor y de la pérdida
de la infancia arrebatada de los brazos de Ayotzinapa. La memoria
enlutada para aproximarse a la verdad y la justicia debe ser, es urgente
que así sea, una memoria enluchada. Se trata de una memoria que
no evita las cenizas como inminencia de lo que ha desaparecido para
volver a reaparecer porque en el duelo y la lucha, desde las cenizas,
reaparecer no solo supone la fidelidad a la política y a la lucha de
Ayotzinapa, sino también a la justicia y a la posibilidad de la infancia
como experiencia irreductible del clamor por la vida.
Podrá,
en efecto, hallarse en el movimiento de la escritura de Jacques Derrida,
en el poema de Pier Paolo Pasolini a Antonio Gramsci, en el conmovedor
poema “Serán cenizas” de José Ángel Valente, en la leyenda del ave
Fénix, el lugar de un pensamiento de las cenizas. Pero una escritura que
escribe sobre y en las cenizas jamás podrá reconocerse en
la compulsión circulatoria del cadáver. El cadáver es lo que niega el
pensamiento ceniciento que enciende y se encarna en los movimientos de
indignación, protesta, y clamor por la vida. Se trata de las cenizas
colectivas de la comunidad de nacimiento y, así, de la lucha por la
infancia como lugar en el que ocurren los nuevos comienzos. Debemos
decirlo con todo el clamor de la justicia, la infancia es una categoría
esencial de la lucha política. Por eso, es lo opuesto a la
mercantilización del cadáver, cuya plusvalía también niega y retira el
ritual social del estar ante la muerte.
Frente a la
muerte que nos hace temblar, el cadáver de la circulación mercantil es
el olvido de la infancia, la asfixia de su memoria. Durante toda la
modernidad, haciendo prevalecer el cadáver y las tecnologías de la
desaparición forzada con las que los estados han operado, se desea
arrancar la infancia como materia ensoñada y subversiva de la especie
humana. Los estados temen a la infancia que abre lo visual a su venganza
porque detiene la muerte y pone en circulación los fantasmas de una
permanente rebelión. La infancia es la imaginación de una subversión
urgente y necesaria contra las formas de olvido que anidan en los
excesos tardo capitalistas del muestreo del cadáver. Lo que se resta a
la rebelión de los desaparecidos —de todos aquellos que han sido
víctimas del horror del Estado y de la complicidad acomodaticia de los
espectadores y escribanos académicos de la sangre— es, precisamente, el estar ante la muerte.
El recogimiento ante la muerte es inevitable. Pero también lo es la
indignación y la ira convertida en duelo y clamor por el devenir
político de los cambios. Por eso, los rostros de los normalistas
desaparecidos evocan el nombre de Ayotzinapa como lugar de aquello que nos falta. Nos
faltan las alegrías y las tristezas de los desaparecidos por los
estados del terror. Nos faltan los 43 normalistas-niños de Ayotzinapa.
La memoria, sin duda, es el registro de luchas abiertas y sedimentadas
que conmemora la falta de justicia, de equidad, la falta de cuerpo
ensoñado dispuesto a interrumpir la valoración capitalista de las
experiencias de lucha. Nos faltan cuarenta y tres veces, nos faltan
infinitamente nuestros hijos de Iguala, nos falta la ensoñación de sus
cuerpos guerreros llamados a cambiar la injusta sociedad en la que nos
ha tocado vivir. Nos queda el lugar de las cenizas, siempre quedan las
cenizas en las energías de quienes recuerdan, evocan, rememoran y, sobre
todo, pasan al acto como los miles y millones de anónimos que desde el
temblor de lo ocurrido en Iguala afirmaron el recuerdo de la infancia y
las cenizas en Iguala como posibilidad del por venir de la justicia.
En los rostros de los 43 niños-normalistas se puede ver el Ave Fénix de
la memoria de Ayotzinapa. ¿Apocalipsis de la infancia? La memoria de la
experiencia de lucha, de juego, de amor y pasión por la vida de esos
valientes hijos de Ayotzinapa corrobora los conatos del nacer y
re-nacer a la experiencia negada por la nada del cadáver con la que hoy
se espectacularizan sus muertes. La infinitud de la vida está del lado
de este segundo nacimiento, es decir, re-nacer, cuarenta y tres veces,
re-nacer desde la fuerza revolucionaria de las cenizas del Ave Fénix,
porque nacer dos veces compone la ontología del recuerdo de las cenizas,
como ontología política.
En el nacimiento por segunda vez, el
recuerdo disemina e insemina la posibilidad o imposibilidad de
levantarse —desde las cenizas— a contrapelo de las catástrofes y de los
horrores de la mala muerte y, así, también de la “mala infinitud” que es
la vida de muerte vampirizada por gobiernos corruptos y estados al
servicio de la vida sin vida del capital. En el rostro de los 43 niños
de la escuela de Ayotzinapa podemos ver hoy las huellas de la subversión
y de la resistencia, de la infancia y de la lucha política que emana
del malestar dejado por el crimen en contra de esos niños de Iguala en
el Estado de Guerrero. Los rostros de los 43 niños normalistas componen
la figuración alegórica de un desborde, un derrame en las calles de la
siempre fallida modernidad. Pero sobre todo, componen la posibilidad
política de una memoria que detenga las injusticias de la pulsión de
muerte, es decir, que detenga las injusticias producidas por la barbarie
neoliberal consumada en una necropolítica asesina y generalizada en
todos los rincones del planeta donde juegan y aman los mismos infantes
que hoy recordamos con tristeza enluchada.
Lo que evocan
los 43 normalistas es la irreductibilidad del fantasma de nuestra
infancia, de cualquier infancia y, sobre todo, de la infancia por-venir.
El fantasma de la justicia es el terror del terror necropolítico. Es lo
que atemoriza al poder hasta hacer temblar ante la ley incalculable de
lo que en tanto relación a la experiencia de la infancia no tiene edad,
ni raza y menos posición en la división social del trabajo capitalista.
La justicia es lo que ante la demanda incalculable interrumpe el orden
del capital. Lo que Derrida, pensando en el fantasma del padre asesinado
de Hamlet, llamó el tiempo disyunto (out of joint) multiplica su
intensidad en Ayotzinapa porque ya no se trata del padre muerto y su
fantasma que clama por justicia. En México, en Ayotzinapa, ha ocurrido,
hace tan solo dos años, y sigue ocurriendo, el ejercicio consumado de
una política del cadáver, de una política para la muerte cuya
nomenclatura no puede hoy decirse que está dominada por el espectro del
padre muerto. Se mata a los hijos porque en ellos está la multiplicidad
infinita de una vida que podría afirmar otro modo que el del capitalismo
y sus narcóticos cotidianos y solidarios con el narcomundo, puesto en
marcha con la complicidad del Estado o, más bien, de la falta de Estado
en México. Pero también, solidarios con la complicidad de lo que esa
enorme superpotencia, tan cerca de México y tan lejos de la infancia,
hace o deja de hacer en las proximidades de sus fronteras.
México es uno de los lugares más adoloridos y trágicos del planeta. El
dolor de esta nación no solo expresa la imposibilidad del análisis de
los afectos encerrados en el duelo y la melancolía de la irreparable
pérdida de esos 43 niños que nos faltan y les faltan a sus padres, a sus
amigos cercanos, a las singularidades colectivas que los vieron crecer,
reír, estudiar, amar la vida. El análisis de lo irrepresentable del
horror sufrido esa noche de Igual repele la transferencia porque la
sustitución de esos 43 niños de Iguala es imposible y quedará, en la
historia de la humanidad, escrita en el alma de una infinita melancolía.
La violencia sin nombre e inclasificable en el Estado de
Guerrero es la violencia desplegada más allá de la “contabilidad
soberana” del Estado de derecho. Es el síntoma de la descomposición del
Estado moderno y burgués. Tal como lo afirma el análisis de Adolfo
Gilly, este es el mismo Estado que interrumpió la larga marcha por la
justicia de la revolución plebeya de Pancho Villa y Emiliano Zapata.
Pero también y sobre todo es la lucha de ese humilde maestro rural
egresado de la Escuela Normal de Ayotzinapa que fuera Lucio Cabañas.
Lucio, nombre de luciérnaga y hombre hecho a la altura del tamaño de la
esperanza, tuvo que levantarse en armas e irse a la sierra de Guerrero
para destemplar el oído obtuso del gobierno siendo asesinado el 2 de
diciembre de 1974. Hoy cuando la posibilidad de las guerrillas se halla
agotada su figura no deja de inspirar y de regresar clamando justicia y
memoria para esas zonas olvidadas de México.
Como si volviese
de la misma fuente de la infancia, Lucio es la expresión alegórica de un
irrenunciable clamor de justicia. Y mientras haya memoria, sus cenizas,
al igual que la de los 43 normalistas incendiarán los estados injustos
que oprimen y se coluden con criminales. Desde ese rostro-fantasma que
es el de Lucio Cabañas se escucha la voz de una infancia al servicio de
las rebeldías, al servicio de la insubordinación de las injusticias en
las que se posa y bate alas la luciérnaga enlutada que trabaja en
nosotros contra el olvido. En las miles de luciérnagas que tras la luz
de una vela encendida por esos, los 43 hijos de México, la sociedad
civil no solo conmemora, sino que también se oponen a las
privatizaciones de una sociedad neoliberal cansada de las mezquindades
de un Estado ineficiente y cómplice del terror y la muerte. En medio de
una guerra sin regulación ni fin, en medio de la falta de un Estado que
vele por la seguridad y la equidad en un México tantas veces herido, el
rostro de los normalistas es también el rostro de Lucio y viceversa.
Rostros de fantasmas para recordar, contener y detener la necropolítica
que emana de manera confesa o inconfesamente del Estado.
Como
muchos estados en América Latina, la reconversión del Estado social y
soberano en Estado necropolítico y solidario del “narcomundo”
globalizado es responsable y doblemente responsable de lo que ocurre en
el territorio de México. Las tecnologías de la desaparición, los
complejos carcelarios globalizados y las políticas basadas en el
capitalismo por desposesión no solo están visibilizados por la tragedia
de México. Dan cuenta de que el neoliberalismo como programa de dominio
global desea el privilegio de las políticas a través de soberanías
débiles o descompuestas. Esta descomposición permite la hiperexplotación
de los sectores rurales más pobres de México y el intercambio
mercantil, transnacional y a escala planetaria, sin importar quienes son
esos infantes privados de la experiencia de la infancia y de un por
venir que no sea el de encontrar la muerte como signo de un Estado que
no solo no protege a sus ciudadanos sino que, además, los entrega a la
industria mortuoria de la producción mediática y espectacular del
cadáver.
En México, el lugar del cadáver, topología
necropolítica de la postsoberanía, es el arma desplegada contra la
infancia femenina y masculina y, quizá, más femenina que masculina
porque el poder es masculino y falocéntrico. La infancia no es
simplemente el lugar de la niñez es la ocurrencia de un acontecimiento
que corrobora que la experiencia de la vida es lo opuesto a la
fabricación de cadáveres. Si la postsoberanía necropolítica es
fabricación de cadáveres, la apelación y defensa de la aparición y
reaparición de la infancia —como experiencia irreductible de la vida— es
su contención, su más profunda y honda trinchera.
No hay
memoria sin infancia. La memoria es la producción de la infancia y
viceversa, es decir, la memoria produce el fantasma juguetón que se
sobrepone al duelo narcisista y transforma el dolor en acontecimiento
colectivo. El fantasma es el movimiento de aparición y reaparición, cuyo
clamor es tan potente como las imágenes que tiene un ciego para, en
medio de la noche, imaginar y ver las estrellas. Hay que volver a
imaginar y actualizar los fantasmas que contra el terror y el miedo
aparecen y reaparecen para indicar, quizá, que el camino está del lado
de las cenizas del Ave de Ayotzinapa. Larga vida a Lucio, larga vida a
esos 43 niños normalistas que reaparecerán una y otra vez cuando la
memoria active la urgencia de la lucha contra la muerte.
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