Ilán Semo
La Jornada
Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Holanda, Italia del norte, Austria, Finlandia... La tribu de los Jokers ha llegado –como anuncia Lundi Matin en su
Carta a nuestros primos estadunidenses–. Y ahora incluso al corazón de la capital más significativa de Occidente: la Casa Blanca. O para ser más precisos, dos capitales: la otra es Viena. ¿Dónde se escenificará el siguiente paso? Puede ser en cualquier lugar. Ni el Brexit, ni el ocaso austriaco, ni la metamorfosis del Partido Republicano en Estados Unidos son meros accidentes; tampoco acontecimientos súbitos. Inesperada ha sido, en cambio, la facilidad con la que han atraído a los votantes agraviados por la autocomplacencia de los regímenes que hicieron de la política de austeridad el primado de la política en general. Y sin embargo, no se trata de una tendencia nueva, ni de una ruptura con los acontecimientos previos de la última década y media. Se trata de un corolario o una deriva, incluso una consecuencia, de lo que ya había emergido en la peculiar respuesta del establishment estadunidense frente al atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York en 2001. Día a día Donald Trump se revela como el Golem natural de ese establishment, no como su refutación.
Trump no llega a la Casa Blanca, como los fascismos de los años 20 y
30, a unificar a una sociedad desgarrada a partir del primado del
dominio del Estado, el partido único y los colapsos parlamentarios.
Llega a intentar rescatar la lógica del mercado, banalizar la política y
desmantelar las opciones que los nuevos sujetos sociales habían urdido
con tantas dificultades desde 2008. Hace más de una década, cuando la
crítica advertía que en la pequeña ínsula de Guantánamo se había gestado
in nuce una nueva forma del estado de excepción, propiciada
por el propio estatus liberal, no mereció más que burlas e ironías de
quienes hablaban de los
males menoresinevitables que debía admitir la
vida democrática. Hoy ese concepto de democracia se ha revelado como lo que siempre fue desde los años 80: poliarquías parlamentarias –cuando no, como en el caso mexicano, una oligarquía parlamentaria– que desfondaron todos los tejidos de la politicidad de la sociedad. Trump es su caso extremo, y uno espera que no sea su némesis última. Nadie como él expresa de manera tan consecuente el carácter destructivo del que alguna vez habló Benjamin.
Ese extremo anuncia cambios radicales al modelo original. Dos son los más visibles.
La necropolítica: En todas partes de Occidente se construye el mismo
fantasma; un fantasma dotado de tres cuerpos: el Islam, el migrante y
los sujetos actuales de la política social, las vidas dañadas por las
lógicas del mercado. Es un fantasma complejo, que tiende a instituir –se
olvida con frecuencia que la dictadura no es una antítesis de las
instituciones, ella misma es otra institución– los tejidos de lo público
ya no en el gobierno de la vida, sino en la vulnerabilidad absoluta de
la nuda vida. Es decir, extender el estado de excepción de la
ínfima Guantánamo a poblaciones enteras enclavadas en las grandes
ciudades. La sola amenaza de la deportación pone en entredicho la base
misma de la vida de esas comunidades, y con ello a las ciudades donde
urdieron sus historias y destinos. Es el equivalente a la limpieza
étnica sólo que con los argumentos de la economía de la opción racional.
La necroeconomía: Una vez más, el sistema requiere, para retomar sus
elementales niveles de reproducción, de la destrucción de vastas franjas
de capital. Todo indica que la crisis de 2008 sólo tocó la superficie
del fenómeno. Empresas rescatadas que nunca volvieron a funcionar,
amplísimos sectores de trabajadores desplazados por la maquinidad
digital, ramas enteras dislocadas, un capital financiero evidentemente
parasitario. La lucha por los mercados apenas comienza, pero ya no en
una versión universal, sino multiversal, multifrontal. Es muy probable
que desemboque en los paradigmas del proteccionismo y el nacionalismo.
Es decir, la pregunta de cómo territorializar mercados cautivos y
capitalizar desventajas entre las grandes potencias.
Una parte impactante de la sociedad estadunidense ha decidido que la
transición a esta súbita incógnita no será gratuita. Nunca desde los
años 60 la resistencia había sido tan tenaz como hasta ahora. A nosotros
nos toca hacer lo imposible para hacerles saber que no están solos.
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