Eric Nepomuceno
La Jornada
El jueves 2 de abril de
1964 otro golpe de Estado, un golpe cívico-militar, se consumaba,
liquidando un gobierno elegido por el voto popular y soberano. En
aquella ocasión, las mismas fuerzas que ayer triunfaron recorrieron a
los cuarteles. Ahora las tropas son dispensables.
Hace 52 años, presidiendo una sesión extraordinaria del Congreso que
reunía a diputados y senadores, el conspirador derechista Auro de Moura
Andrade decretó vacante la presidencia, afirmando que el presidente
constitucional, João Goulart, había abandonado el país.
Era mentira. Goulart estaba en Porto Alegre, capital de Rio Grande do
Sul, intentando reunir fuerzas suficientes para resistir al golpe.
Moura Andrade lo sabía. Todos sabían.
El entonces diputado Tancredo Neves, conocido por sus maneras suaves y
cordiales, apuntó el dedo al rostro de Moura Andrade y disparó, con
insospechada voz de trueno:
¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla!
Pasados los años, hace tres días le tocó al nieto de Tancredo, el
senador Aécio Neves, uno de los artífices del golpe contra Dilma
Rousseff, ver cómo su colega Roberto Requião, del mismo PMDB de Michel
Temer, lo miraba a los ojos y disparaba, a él y a su pupilo Antonio
Anastasía, las mismas palabras:
¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas!
El miércoles, la palabra quedó estampada, de una vez y para siempre,
en la frente de Aécio, Anastasía y otros 59 senadores. Siete más de lo
que era necesario para fulminar un mandato popular.
Algunos de los 61 votos que destituyeron a la presidenta fueron
emitidos por senadores que hasta hace pocos meses eran ministros del
gobierno ahora liquidado.
En los largos e intensos debates de los últimos días se ha visto de todo: cinismo, farsa, hipocresía, cobardía, traición.
Canalladas.
No hubo una única prueba concreta que justificase la fulminación de
los 54 millones de votos soberanos logrados por Dilma Rousseff en
octubre de 2014. Bajo el manto de las formalidades, se consumó la
indignidad.
Lejos del pleno del Senado, lo que se ha visto fue la reiteración de
los viejos hábitos de la más baja política brasileña: Michel Temer y sus
cómplices ofreciendo el oro y el moro con tal de asegurar votos
suficientes para legitimarlo legalmente en el puesto que usurpó a base
de traición. Legalmente: moralmente, imposible.
Sobran ejemplos de ese comercio de intereses. Menciono dos.
A las tres de la mañana del miércoles, frente a un pleno casi vacío y a una audiencia ínfima, uno de los que se declararon
indecisos, el ex jugador Romario, leyó, con evidente dificultad, el texto escrito por algún asesor justificando su voto favorable a la destitución de Dilma Rousseff.
Dijo que se convenció gracias a las razones expuestas por los acusadores de la mandataria.
Mentira: se convenció al lograr el nombramiento de algunos de sus apaniguados en el gobierno de Temer.
Idéntica suerte tuvo el también
indecisosenador Cristovam Buarque, ex ministro de Educación del primer mandato de Lula da Silva: a cambio de su voto, se le prometió el luminoso puesto de embajador brasileño en la Unesco. Cambió una biografía por París.
Ese ha sido el precio de su dignidad, suponiendo que Temer cumpla lo pactado. Y suponiendo que esa dignidad alguna vez existió.
¡Canallas! ¡Canallas infames! ¡Un aquelarre de 61 canallas!
¿Por qué? Por haber asumido una farsa. Por imponer a los brasileños
un programa político y económico que fue rechazado con vehemencia por
las urnas electorales en las cuatro últimas elecciones. Por entregar el
país a una pandilla. Por vilipendiar la historia. Por entreguistas. Por
condenar el futuro. Por haber permitido que una mujer honesta sea
sustituida por un bando de corruptos.
Por defender la traición.
La historia sabrá juzgarlos. Lo que cometieron ahora, sin embargo, es
irreversible. El precio será pagado por los humildes, como siempre.
Empieza un tiempo de incertidumbre. De expoliación de derechos alcanzados en los últimos 13 años.
Tiempo de brumas. Tiempo de infamias. Tiempo de vergüenza.
Tiempo de canallas.
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