Ante el golpe de Estado
incruento que se consumó en Brasil el miércoles pasado con la
destitución senatorial de la presidenta Dilma Rousseff, el gigante
sudamericano entra en una etapa de difícil pronóstico.
Por un lado, las posibilidades de que la mandataria vuelva a su
puesto por las vías institucionales son prácticamente nulas; si bien su
abogado pidió ayer a la Corte Suprema que suspenda los efectos de la
decisión del Senado y ordene un nuevo juicio, la medida parece un mero
trámite para agotar el camino legal y se da prácticamente por descartado
que el máximo tribunal acceda a la petición. Pero la perspectiva de una
consolidación en el cargo del ahora presidente Michel Temer tampoco
parece probable, no sólo por la ínfima popularidad de quien era hasta
hace poco vicepresidente, sino también por el programa económico
antipopular que su gobierno ha establecido desde que ocupó el puesto en
calidad de interino, y que incluye la pérdida de derechos laborales, el
incremento de la edad mínima para la jubilación y el recorte o la
eliminación de los programas sociales establecidos por las presidencias
de Inazio Lula da Silva y la propia Rousseff.
El brusco viraje de la política económica con respecto a los
gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) es una de las razones por
las cuales se gestó la trama que culminó con la destitución de la ahora
ex presidenta. El otro motivo es el afán de buena parte de los
legisladores de ambas cámaras por sepultar la investigación –llamada Lava Jato– que apunta a ellos como partícipes en actos de corrupción y que la mandataria depuesta nunca intentó detener.
En el frente externo destacan, por un lado, la propuesta de la
Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) de celebrar una reunión
extraordiaria para analizar los impactos que tiene en la región la
interrupción del mandato popular en Brasil, y que en lo inmediato ha
llevado ya a Ecuador, Venezuela y Bolivia a retirar a sus embajadores de
Brasilia. Por el otro, el portavoz del Departamento de Estado
estadunidense, John Kirby, se apresuró a calificar el golpe de cuello blanco como
una decisión del pueblo brasileñoy una actuación
de las instituciones democráticas dentro de su marco constitucional. Semejante pronunciamiento marca claramente el agrado de Washington ante una maniobra legalista que no tuvo nada de democrática y ante un proceso montado sobre una acusación sin sustancia legal: la de que el gobierno de Dilma Rousseff atrasó algunas transferencias de partidas en el contexto de reordenamientos presupuestales.
Se ha consumado, en suma, el tercero de una serie de golpes de nueva
generación que empezó en junio de 2009 en Honduras, cuando una
conspiración oligárquica depuso al presidente Manuel Zelaya, y siguió en
Paraguay tres años más tarde, cuando el mandatario Fernando Lugo fue
desalojado del poder mediante un juicio parlamentario carente de pruebas
en contra del acusado.
Como en esas ocasiones, la destitución de Dilma Rousseff constituye
la anulación del elemental principio democrático de la soberanía del
mandato popular y representa el gravísimo acceso al poder de redes de
corrupción oligárquica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario