El Salvador
No
le falta razón a Franz Hinkelammert cuando asegura que los sistemas
electorales operan con las mismas reglas del mercado. Los candidatos se
ofrecen como productos frente a una masa de electores que deberá
decidir si “consumirlos” o no con su voto. De ahí la relevancia
definitoria de las campañas y el multimillonario gasto en ellas. En el
marco de las reglas del mercado, una caja de cereal, un detergente, una
cadena de restaurantes, un iphone, un pop star o un candidato
presidencial reciben, básicamente, el mismo tratamiento, en aras de
convencer a cada uno de los consumidores, por separado, de preferir ese
“producto”. Quizá uno de los mayores triunfos del capitalismo durante
la post guerra fría sea ése: haber permeado con su lógica
individualista y perversa nuestra cultura política. Porque en esa
lógica lo político aparece como algo separado de cada uno de nosotros,
como algo ajeno, extraño, que nos compete únicamente en la medida en la
que la publicidad consigue convencernos de que eso a lo que llamamos
política involucra nuestros intereses.
Pero resulta que la
política es una de las notas constitutivas de lo humano, uno de los
rasgos esenciales que nos diferencian de los demás seres vivos en el
planeta. Los humanos somos seres gregarios, es decir, necesitamos vivir
en comunidades, formar colectivos, crear sociedades. Nuestro carácter
intrínsecamente social nos obliga a ponernos de acuerdo respecto de los
papeles que cada uno debe jugar en la sociedad, los modos de proceder
cotidianamente y de relacionarnos unos con otros. Asimismo, el hecho de
ser racionales nos impele, permanentemente, a tomar decisiones. Otro de
los aspectos que nos distingue como especie es que somos conscientes de
las múltiples posibilidades con las que contamos para actuar.
Levantarnos de la cama en la mañana es una decisión, tomar el bus es
otra, asistir diariamente al trabajo, ser fieles a nuestras parejas,
tener hijos, usar ropa de un color determinado, comer carne o pollo,
son todas decisiones que tomamos en nuestro diario vivir. Ambos rasgos,
nuestra esencia social, gregaria, y el hecho de estar abocados a la
toma constante de decisiones sobre nuestro comportamiento, nos
convierten en políticos por naturaleza, de modo constitutivo e
irrenunciable. No se puede ser humano sin ser social, ni sin decidir, ergo, no se puede ser humano sin ser político.
Nuestras acciones o la falta de ellas afectan a los demás, del mismo
modo en que la conducta de los demás nos afecta. Siglos de
discriminación, explotación y robotización de las formas de trabajo y
décadas de consumismo exacerbado han terminado por convencernos de lo
contrario: de que no valemos, de que nuestra opinión cuenta poco, de
que nada podemos hacer para cambiar el estado de cosas, de que es mejor
que cada quien se ocupe de cada quien, porque nadie va a regalarnos la
caja de cereal, el detergente, el iphone o la entrada al concierto que
por unas horas nos sacará del tedio y la rutina. Animales de consumo,
renunciamos a ejercer responsablemente nuestra cuota de poder personal.
La reiterada frase “si no trabajo, no como”, con la que una gran
cantidad de personas justifica su apatía ante la participación
política, expresa bien la radical separación a la que la lógica
capitalista somete a nuestros cuerpos, nuestros afectos y nuestras
conciencias. Algunos, bajo sofisticadas argumentaciones teóricas, y
muchos, a fuerza de repetir premisas simples, terminamos cayendo en el
engaño de la separación. “Si no trabajo, no como”, “¿quién por mí?”,
“¿qué me van a dar?”, significan: estoy solo en el mundo, a nadie le
importo, no tengo por qué preocuparme por nadie, no haré nada si no es
a cambio de un inmediato beneficio personal.
He ahí la
esencia deshumanizante del capitalismo. He ahí su perversidad y su
mentira. Si la humanidad ha sobrevivido a siglos de violentas y sutiles
imposiciones de esta cosmovisión inmediatista, interesada, solipsista y
fundamentalmente antinatural, no ha sido debido a la invencibilidad del
sistema, tal como sus apologetas sostienen, sino gracias a que lo
esencial y más puro de la naturaleza humana se manifiesta
continuamente, más allá de las determinaciones impuestas por el
consumo. Los gestos solidarios, fraternos, amistosos, amorosos,
comunitarios y gregarios son más frecuentes que las diferentes
manifestaciones de violencia que ennegrecen el paisaje de nuestras
relaciones sociales. Esas innumerables veces en las que nos extendemos
la mano, nos ayudamos, nos consolamos y nos damos aliento para seguir
adelante y superar la adversidad, son las que nos levantan, las que nos
sostienen y nos permiten seguir adelante, aunque nada de ello se
anuncie en los medios de comunicación, por no cumplir con la dosis
necesaria de sensacionalismo para convertirse en “chiva”. De no ser
así, ya hubiésemos sucumbido como especie, ya hubiese triunfado la
maquinaria de la muerte por sobre la fuerza espontánea de la vida.
Es esa fuerza vital lo que necesitamos traer a la conciencia cuando
pensamos en política. Lo político no se reduce a un discurso, un
candidato, un partido o una ronda electoral. Todas esas son
expresiones, incompletas e imperfectas, de lo político. Pero la
política va más allá y es más profunda, porque forma parte de nuestra
esencia como humanos. No tomar partido es una decisión, no participar
en política es renunciar a nuestra responsabilidad de decidir sobre los
aspectos que atañen a nuestra comunidad. Ahora bien, participar no es
“consumir” a uno u otro candidato votando por él. Participar es tener
conciencia de nuestra cuota de poder, de nuestra imbricación con los
otros, de nuestra relación ineludible con nuestra sociedad, de nuestro
ser gregarios y racionales por naturaleza. Que el neoliberalismo
pretenda circunscribir la democracia al ámbito estrictamente electoral
no nos obliga a asumir que política equivale a elecciones. Las
elecciones son necesarias e importantes, pero no son más que el
procedimiento por medio del cual elegimos a los administradores de
nuestra política. La política es nuestra, no es ajena ni foránea.
Urge que redefinamos roles e invirtamos ecuaciones. Los candidatos no
son extraños que deben convencernos de los atributos que los hacen
merecedores de nuestro voto. Son los representantes más visibles de
sectores de nuestra sociedad, emanados de las entrañas de un
determinado proceso socio-histórico y de un cierto entramado de
intereses económicos y políticos. Son miembros de nuestra comunidad y,
como tales, enarbolan proyectos de nación que ponen de manifiesto
visiones de mundo que no son individuales, sino colectivas. No todos
podemos ni debemos militar partidariamente. Pero todos podemos y
debemos militar social y políticamente, comprometernos con nuestro
entorno, mantenernos informados, informar, fortalecer nuestros
argumentos, aprender a debatir, prestar servicio, fomentar nuestro
sentido de pertenencia. Muchos de los cerca de 2.5 millones de
salvadoreños que votamos el 2 de febrero sabemos esto o lo intuimos. De
ahí nuestra disposición a desvelarnos, a trabajar sin descanso, a
vigilar los centros de votación, a cuidar urnas y a hacer de las
elecciones un ritual cada vez más aceitado, organizado y eficiente.
El pueblo de El Salvador expresó claramente su preferencia en la
primera ronda electoral: FMLN 48.9%, ARENA 38.9%, UNIDAD 11.4%. Además,
dio muestras de su crecimiento y madurez en materia de comicios. No
dejemos que el desgaste de un año de campaña presidencial y el
cansancio por el bombardeo publicitario nos amilanen. Así como el hecho
de tener que mal vender nuestra fuerza de trabajo para lograr consumir
apenas algunos de los miles de productos que nos ofrecen espuriamente
la felicidad no nos hace olvidar que las alegrías y los éxitos reales
nada tienen que ver con la obtención de objetos y que una sonrisa, una
caricia o una demostración de cariño no tienen precio, del mismo modo
recordemos que no son vallas, ni spots, ni anuncios, ni la imagen de un
señor o de otro lo que está en juego. ¿Qué país queremos? ¿Con qué
valores nos identificamos? ¿Qué discursos y prácticas se acercan más a
lo que soñamos para nuestra familia y para nuestra nación? Con esas
preguntas en mente, con la convicción de que podemos cambiar y superar
los desafíos que tenemos por delante como sociedad, y con la motivación
de usar nuestra cuota personal de poder responsablemente en todos los
escenarios en los que nos desenvolvamos, acudamos a las urnas el 9 de
marzo y festejemos, una vez más, el triunfo de un pueblo luchador y
consciente de su historia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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