La
Alianza del Pacífico recuerda la novela y la película homónimas del
español Fernando Fernán Gómez, “El viaje a ninguna parte”, donde los
cuatro países que la han conformado simulan el grupo de cómicos que va
sin rumbo haciendo representaciones teatrales por Castilla.
Pero
el símil se acaba pronto, porque, si bien la Alianza es un grupo de
países bufos en representación histriónica, el despiste es sólo en
apariencia. Saben bien adónde van y muy bien de la encomienda entre
manos.
México, Colombia, Perú y Chile no confluyen a este
pacto por conjunción astral. Tampoco por la hermandad de sangre que
fingen los mandatarios o por la herencia bolivariana, cuyos restos
ellos más bien se han dedicado a deshacer.
México llegó a
creer que Estados Unidos y Canadá eran sus socios. De Colombia, Perú
está más lejos que las repúblicas del Congo, y no precisamente por la
barrera natural amazónica. Colombia, que se ha ufanado de aliarse con
ingleses y gringos contra países hermanos.
Los Estados
Unidos han propiciado la división de los pueblos de Nuestra América. Y
las élites de los países se han encargado de ejecutar la directriz
mediante las guerras, el desconocimiento o la rabia contra el vecino.
Un odio falso entre pueblos, sembrado mediante la manipulación. Asunto
sencillo, cuando se cuenta con la estructura mediática a la orden y se
maneja eso que llaman opinión pública con el meñique.
Mientras, de élite a élite, las desavenencias son acomodaticias. Casi
lo mismo es la mexicana que la peruana, o la colombiana que la chilena.
Puede que unas usen Louis Vuitton y otras Fendi, o que no todas se
aromaticen con Chanel o Gucci.
La verdad es que unas élites
con elementos de identidad tan costosos difícilmente pueden ser
enemigas. Pero el dinero, mucho dinero, supone riesgos grandes. Y un
comportamiento gregario de la decadente manada es, digamos, unir
fuerzas. Para eso se crean engañosos y elaborados mecanismos de
sumisión. Propuestas que se anuncian como oportunidades y son
oportunismo.
Se echa mano de las rencillas entre las élites
de una patria u otra sólo si se requiere con urgencia algún
nacionalismo, para afianzarse a sí mismas.
Pelean las de una
misma patria sólo para aferrarse al poder por turnos y sacar del juego
otra mirada, otras voces, cualquier divergencia. Es la estratagema que
embaucó a Colombia por 16 años y diluyó la oposición al estamento con
ácido sulfúrico. 16 años, de los que ya van 56 recorridos. Y seguimos.
En todo caso, una anuencia con los Estados Unidos que les ha llenado
los bolsillos y permitido seguir siendo las élites del poder, los
delfines a perpetuidad en la política, los “prestantes” hombres de la
banca, los virtuosos sin rémoras ni malos recuerdos.
En otras
palabras, esta es una integración para dividir. O una unión que resta.
Y no es una paradoja. Ni una vía con doble sentido. Es la carretera de
vuelta que los Estados Unidos y los países que gravitan en su órbita le
construyen a pasos acelerados a la integración en marcha de la región.
Águilas no cazan moscas, pero tampoco crían cuervos. Mal podría un
imperio en crisis dedicarse a darle alas a quien pudiera sacarle los
ojos, que es cualquier país de todo el mundo. En el capitalismo salvaje
que ellos mismos han alimentado no hay enemigo pequeño.
La
prueba es Cuba, una isla asediada que airea en las narices de los
Estados Unidos, década tras década, una revolución victoriosa.
Por eso tan elemental es que no puede ser creíble, ni ser generosa, ni
para el progreso, buena quizás para nada, una alianza, o cualquier cosa
que el país del norte avale.
Los anales sostienen que la idea
de la Alianza del Pacífico la lanzó al desgaire el expresidente peruano
Alan García. Un individuo teñido de avanzada que contó siempre con el
apoyo incondicional de la derecha más calcificada.
Pero la
idea vino del más allá. Del cadáver exquisito del Área de Libre
Comercio de las Américas, el ALCA, el engendro de George W. Bush para
la dominación económica y política de la región.
Una
estrategia que entre sus aberraciones incluía la de la liberación de
los mercados locales a través de Trato Nacional a las transnacionales.
No era abrirles la puerta o las ventanas. Era tumbar la casa para que
el capital multinacional saqueara e hiciera lo que quisiera.
Vino de los Tratados de Libre Comercio, los TLC, firmados con cada uno
de los cuatro países en detrimento de dichos países. Basta leer las
conclusiones de cualquier sector de la economía al respecto. Sobre
todo, las de aquellos cuyos dirigentes aclamaron una vez la idea.
Los sesudos dirigentes se jubilaron y partieron con las arcas
atiborradas. Pero los representados se quebraron. Ahora van, acusados
de infiltración guerrillera, de marcha en marcha, de protesta en
protesta, implorando algún alivio. Es el caso de Colombia. O lo fue el
de México, donde ya hasta el ánimo para la protesta se agotó.
Y también llega la Alianza del Pacífico de una fuente que en el primer zigzag tiene el agua sucia: El Acuerdo Transpacífico.
Los Estados Unidos tienen el control de los escombros de Occidente.
Para lo que falta, está la asociación de subordinación estratégica
OTAN-UE, cuyos documentos principales, la Declaración sobre Política
Exterior y de Seguridad Común (PESC) y los acuerdos Berlín Plus, son un
chiste para los estados miembros, pero una desgracia para los países
marcados para morir por los Estados Unidos.
Los propósitos
apuntan al Pacífico. A través del Acuerdo Transpacífico de Asociación
Económica, los Estados Unidos miran al Asia. Una mirada que quema. Por
algo Japón, otro país con alma imperial, es reticente, o, cuando menos,
cauto.
Y no está China porque las relaciones simétricas no
sirven. Al contrario, el yuan es la moneda a derribar. De su sangre
requiere el dólar moribundo.
La Alianza del Pacífico, a
través de Chile, a través de las sucesión de TLC, los demás países caen
de bruces al Acuerdo Transpacífico. Con las pocas bondades que tiene
ser parte de una trituradora como esa, en la que lo peor de los sueños
estadounidenses del pasado (ALCA) se une con las peores mentiras del
futuro: la prosperidad, el empleo, el crecimiento económico.
Teniendo en cuenta que el juego del “libre mercado” es una desgracia
comprobada, países como Colombia le apuestan las escasas esperanzas que
les queda para salir del atraso.
Alguien pensará que no hay
nada que perder, y, sin embargo, se equivoca. Siempre hay mucho que
perder. No se pueden subvalorar los alcances del Consenso de
Washington. Los centros económicos y los organismos financieros
internacionales se esforzaron bien: le construyeron a la región, desde
el río Bravo hasta la Patagonia, un pozo sin fondo por el cual siempre
pueden arrojarse, voluntariamente o a la brava.
Las cuatro
economías añadidas a modo de retazos en la Alianza del Pacífico no son
ni de lejos lo que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, afirma
que son: Una de las economías más importantes del mundo. Vaya uno a
saber de dónde sacó el funcionario tales cifras. La verdad es que es
una liga de pobres pegada con babas. Una suma en el verbo, una resta en
la carne.
Un club de países con cinco siglos de adicción a la
extracción de recursos naturales. En eso basan la economía, inversión
extranjera, y en idénticas condiciones de enclave que en los tiempo de
la conquista o la colonia. Es reconquista y recolonización.
Todo para las compañías transnacionales, unos centavos de regalías para
los bolsillos secuaces, y mucho infortunio para los pueblos aledaños,
que son siempre cientos, y muerte para las comunidades campesinas y
minorías étnicas que tengan la desgracia de que sus tierras ancestrales
se atraviesen en el camino de la voracidad.
Un pacto fuerte,
según dicen, pero con enormes diferencias de ingreso por habitante,
donde los promedios de Chile y México duplican los de Perú y Colombia,
y con una marcada inequidad en la distribución del ingreso que existe
en los cuatro países.
Y entre los atrasados, Colombia más
atrás. Las desventajas son claras y muchas. Sin industria, sin
infraestructura de transporte ni productiva en casi todos los campos,
con los pocos avances desmantelados y sin políticas de ningún tipo.
Sólo con una coherente improvisación, gobierno tras gobierno.
Con el déficit en cuenta corriente que bordea el 4% del PIB y el
balance comercial del país desplomado a la tercera parte, Colombia no
tiene mucho que hacer ni siquiera frente a los socios de la Alianza. Su
economía es de las más endebles.
Mucho menos frente a los
rebotes a tres bandas que le golpearán de lleno. Las multinacionales no
arriesgan. Este es su juego. El saqueo de riquezas, el destrozo del
medio ambiente, la inmersión en un maraña de reglas sobre las
propiedades intelectual e industrial, son apenas espacios para la
rentabilidad.
Peor que esta notoria distancia entre los
miembros, son los abismales trechos que hay al interior de la propia
Colombia, el país más desigual de América Latina y el cuarto en el
mundo. Sin hablar de la guerra sin tregua que lo azota desde hace
décadas. Donde no se sabe si la realidad y los militares estarán a
altura de las esperanzas del país. Y si el proceso de paz que se
adelanta en La Habana entre el gobierno y las FARC es o no otro viaje a
ninguna parte.
Y esta es la parte del trayecto donde los
funcionarios colombianos no saben para dónde vamos, o son bien pagos
para no saberlo.
La otra parte, la que sí conocen de sobra,
es la que le permite a los Estados Unidos bloquearle la salida al mar a
países como Brasil y Venezuela, que pueden competirle a sus intereses,
o que ideológicamente no se corresponden, y dar al traste con proyectos
de integración y unión autóctonos, como la UNASUR, el MERCOSUR, el
ALBA, o la misma CELAC.
Los contrapesos del desarrollo
regional, que incomodan a Norteamérica, y que tantos dolores de cabeza
le ocasionan al capital transnacional.
El bloque de la
Alianza del Pacífico se vende como el expedito mecanismo para un mayor
crecimiento, desarrollo y competitividad de las economías respectivas,
en medio de un mar de principios y metas comerciales ya logradas a
través de los tratados bilaterales de inversión, diseñados por los
Estados Unidos, y la sucesión de TLC’s.
Asunto que los apologistas contratados, al igual que Santos, no mencionan.
Es el discurso, mientras el objetivo soterrado tiene visos políticos e ideológicos.
La cohesión y la unidad de la América Latina, sin el modelo neoliberal
y sin la supeditación al esquema de libre comercio definido e impulsado
por Washington, se vuelve, más que inoficiosa, un peligro.
De
ahí la necesidad de la reingeniería geopolítica del continente, que es
lo que se vislumbra por los resquicios de la fachada. A través del BID,
el instrumento financiero de bolsillo de los Estados Unidos, se
financia la Alianza del Pacífico. Y no es altruismo.
Los
movimientos sociales, las minorías étnicas, los pueblos en pleno,
tienen ante sí el desafío de jugársela por las propuestas endógenas en
marcha, de la integración a un nivel múltiple y de inclusión. A la par
de lo comercial, tiene que ir lo energético, lo financiero, lo
productivo, lo social, lo cultural y la comunicación. Y antes que nada
deben haber perspectivas de soberanía para la región.
O si prosiguen el acelerado viaje a ninguna parte.
NOTAS:
“IV Cumbre Alianza del Pacífico reconoce apoyo técnico del BID”. Portal Banco Interamericano de Desarrollo. http://bit.ly/1gXSlcw
ENTREVISTA:
Con Héctor León Moncayo. miembro del Instituto Latinoamericano para
una Sociedad y un Derecho Alternativos (ILSA). Investigador, profesor y
académico.Entre Líneas - La Alianza del Pacífico, ¿un contrapeso
regional?
(*) Juan Alberto Sánchez Marín es periodista y director de
cine y televisión. Dirige el programa “Entre Líneas”, sobre temas
políticos, económicos y sociales, que se emite a través del canal
internacional iraní HispanTV. http://hispantv.com/Section. aspx?id=351010522
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario