En el atroz ataque
perpetrado durante la madrugada del pasado domingo por un individuo
solitario en un club gay en Orlando, Florida, que dejó un saldo de 50
muertos y 53 heridos, confluyen tres fenómenos criminales: en primer
término, la masacre efectuada por uno o varios desequilibrados armados
hasta los dientes en un sitio público –puede tratarse de una
universidad, un centro comercial o una iglesia–, un tipo de acción
violenta que ocurre con siniestra frecuencia en Estados Unidos; a ello
se agregan, en el caso de Orlando, los indicios de que el agresor, un
joven estadunidense de padres afganos, pudo tener conexión ideológica y
acaso también organizativa con el Estado Islámico (EI); en tercer lugar,
la barbarie parece haber tenido una motivación de extrema homofobia.
Omar Saddiqui Mateen, a quien la Oficina Federal de Investigaciones
(FBI, por sus siglas en inglés) seguía las huellas por sus presuntas
relaciones con el extremismo fundamenalista islámico, es un asesino
promedio de multitudes, un enfermo de violencia de esos que en el país
vecino permanecen en un discreto anonimato hasta que un día eligen un
sitio para disparar indiscriminadamente contra las personas que se
encuentran allí y, una vez cometida la masacre, se enfrentan a muerte a
las fuerzas policiales o se suicidan. A lo largo de varias décadas estas
acciones se repiten en Estados Unidos sin que las autoridades hayan
logrado establecer una manera eficaz de prevenirlas, ni siquiera la más
obvia de ellas, que es un control eficaz de las armas de fuego de alto
poder a las que prácticamente cualquier ciudadano puede acceder, hasta
ahora, sin restricción alguna.
Pero el hecho de que el EI haya reivindicado la acción, que el
asesino haya tenido raíces afganas y que –según la policía– haya dejado
constancia de su filiación integrista, introduce la modalidad de un
ataque terrorista en el formato de las masacres arriba referidas, lo que
coloca al gobierno de Washington en un particular predicamento, toda
vez que en los tres lustros transcurridos, desde los ataques del 11 de
septiembre de 2001 la
guerra contra el terrorismoproclamada por George W. Bush y continuada, con variaciones, por su sucesor en la Casa Blanca, no se ha traducido en mayor seguridad para los estadunidenses; por el contrario, ha extendido las expresiones del extremismo fundamentalista en buena parte del orbe y ha propiciado el surgimiento de nuevos grupos integristas, con modelos organizativos que dificultan su erradicación.
Por otra parte, la inequívoca homofobia del crimen en Orlando
obliga a poner los reflectores en la miseria espiritual de la
intolerancia y el odio que infestan a las sociedades contemporáneas –no
sólo a la de la superpotencia– a pesar de los avances civilizatorios
logrados en el pasado medio siglo.
Por último, la masacre referida tiene como insoslayable telón de
fondo las campañas electorales en curso, en las que se enfrenta la
candidata de las corporaciones, la demócrata Hillary Clinton, con el
aspirante que encarna las frustraciones, fobias, angustias y
desesperanzas de los sectores pobres y empobrecidos de la mayoría
blanca. Es aún muy temprano para pronosticar el impacto que la atrocidad
de Orlando tendrá en el desempeño de los candidatos presidenciales y de
sus partidos, pero se teme que genere el corrimiento de ambos hacia
posturas autoritarias y hacia una política exterior aún más belicista e
intervencionista que la que está en curso, como ya lo expresó el
republicano Donald Trump.
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