Mirar hacia la calle desde la ventana, una parte de esta rutina recién adquirida.
6 de la mañana: Me despiertan la Pelusa y la Mimi algo impacientes y
mirándome directo a los ojos, en espera de una señal de vida para
comenzar a mover la cola y saltar de la cama. Sé muy bien que podría
quedarme entre las sábanas porque no hay planes para hoy. De hecho, hace
más de 6 semanas que no hay planes para el día; pero igual, con una
persistencia encomiable, he insistido en darle un sentido positivo al
encierro creando pequeños desafíos domésticos. Aunque agradecida por el
privilegio de tener un techo y comida suficiente -mucho más que millones
de personas cuyo día se inicia con el estómago vacío, en la
incertidumbre y la necesidad- no puedo dejar de mirar con desconfianza
al futuro inmediato.
Después de la invasión inicial de noticias y de sentirnos
catapultados hacia una vorágine de información contradictoria cuyo
efecto inmediato ha sido una profunda desconfianza hacia los medios y
las fuentes oficiales, hemos pasado a la etapa del cedazo, en donde
intentamos sin mucho éxito separar la paja del grano y darnos pequeños
espacios de silencio mediático para no sentir, no saber y no ser
absorbidos por la tensión y el temor natural al caos y a la
desinformación. De todos modos, no siempre se puede ser tan racional
cuando se trata de conservar la vida y el sentido común.
He pasado mi vida entera luchando por creer en conceptos tan elusivos
como la justicia y el bien común y también he trabajado duro para tener
la libertad de expresar mi pensamiento. A pesar de haber transitado por
entornos de enorme incertidumbre política y de grandes fosos de
inequidad social, todavía intento convencerme de la capacidad humana
para experimentar algo parecido a la solidaridad, pese a las evidencias
constantes de que en el fondo nuestra naturaleza nos hace egoístas y
persistentemente impermeables al dolor ajeno.
Por esa necesidad de búsqueda de los motivos de tanta desigualdad, he
llegado a conocer de cerca la miseria de quienes son considerados por
las élites como un recurso indeseable pero necesario para acrecentar su
riqueza. En el otro extremo del espectro, he tenido la oportunidad de
constatar cuánto desprecio destilan esos núcleos privilegiados, por
quienes nunca han tenido las oportunidades ni los medios para superar su
condición de pobreza, pero también cómo manipulan los conceptos para
convencerse y convencer a otros de la inevitabilidad de las distancias
sociales; como si estas nunca hubieran sido diseñadas y construidas a
propósito.
Hace apenas unas semanas, creía que la pandemia nos equiparaba.
Profundo error. Las nuevas condiciones comienzan a revelar hasta qué
punto estamos distanciados frente a un enemigo común y cómo esta
amenaza, supuestamente universal, se transforma en otro sistema de
selección en donde los más pobres y los más vulnerables serán siempre
los más castigados. Poco a poco, el mapa se define y las clases
dominantes muestran la esencia de su codicia al aferrarse al poder y
concentrar la toma de decisiones, afectando a millones de seres humanos
alrededor del planeta. Ante ese poder prácticamente ilimitado, somos
apenas un murmullo distante, una masa anónima con la impotencia y la
rebeldía a flor de piel.
6 de la tarde: Termino el día con la sensación de no haber realizado
ninguna tarea esencial. Me he empeñado en refugiarme en el no saber,
como si esa barrera contra la especulación, la desinformación y la
manipulación mediática pudiera, de algún modo, protegerme contra un
enemigo ubicado al otro lado de la puerta de mi casa. Y vuelvo a mirar
por la ventana, esperando que no llegue.
La amenaza sanitaria que nos rodea, también nos discrimina.
AUDIO:
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