CLAE / Rebelión
Con una frase
lacónica, Simón Bolívar definía cuál era su visión sobre el papel que
los Estados Unidos jugarían en el posterior desarrollo de las relaciones
interregionales: “(…) parecen destinados por la providencia para plagar
la América de miserias a nombre de la libertad”.
Un pretexto es
un argumento o una razón que se esgrime para justificar una acción o
para explicar por qué no se ha realizado algo. En ocasiones, el pretexto
es aquello que se anuncia como motivo pero que, en realidad, oculta
otra motivación que no se difunde. Muchas veces hemos sido testigos de
que con el pretexto de defender la democracia se han cometido crímenes
terribles. Llamativamente el uso más habitual del concepto asocia al
pretexto generalmente con la excusa.
Estamos muy acostumbrados
–tal vez demasiado– a situaciones en la cual las autoridades un país
pueden espiar las comunicaciones de sus ciudadanos afirmando que dichas
acciones se llevan a cabo para mejorar la seguridad nacional y para
evitar posibles atentados terroristas. Sin embargo, también se ha
demostrado que dicho argumento muchas veces no ha sido más es un
pretexto para controlar a la gente y perseguir a quienes no están de
acuerdo con el gobierno.
El sistema de contradicciones que hoy
convulsiona a la región vuelve a girar sobre los ejes de la misma
dialéctica histórica, es decir la contradicción principal entre los
pueblos y el imperialismo estadounidense, la contradicción entre
dependencia o independencia. Aunque hoy muchos protagonistas sufren de
una patología de moda: la amnesia.
Pero la solución a la difícil
situación que padecen nuestros pueblos sigue siendo determinada por el
chantaje ejercido por el núcleo central del capitalismo mundial, en la
solución de la contradicción a través del modo de producción
capitalista. Es necesaria la derrota del neoliberalismo, que es además,
sinónimo de lucha por la independencia , la soberanía y la
autodeterminación de los pueblos, del rescate de las economías y
recursos naturales , del desarrollo y la integración internacional, de
la democracia y la justicia social, porque si no derrotamos el
neoliberalismo, desaparecemos.
La historia no enseña que es en
esta dimensión que se desarrollan las relaciones de los nuevos Estados
con las potencias coloniales existentes en el siglo XIX, lo que, por
otra parte, determina la decisión de luchar contra cualquier tipo de
injerencia extranjera que traiga consigo una limitación de soberanía. Es
en este enfrentamiento con las apetencias neocolonialistas de donde
nace la conciencia de un nacionalismo antiimperialista. Son las primeras
manifestaciones de ideales de integración geopolítica que se reflejan
en los apelativos de “Patria Grande», «Nuestra América”, “Estados Unidos
de la América del Sur” “Nación Latinoamericana”.
Todos son
apelativos que dan idea de un proyecto que buscaba definir una identidad
común sobre la legítima defensa territorial y política, frente a los
deseos de anexión de Francia, Estados Unidos, España, Gran Bretaña,
Holanda, etcétera. Deseos que llegaron a plasmarse tempranamente en
doctrinas oficiales como la Doctrina Monroe o la Enmienda Platt que, en
su interpretación actual, expresa el “derecho a la intervención” de EEUU
contra el principio de las nacionalidades latinoamericanas. Los hechos
lo prueban.
¿No impusieron acaso los estadounidenses la doctrina
Monroe, en 1833, cuando Inglaterra ocupó las Islas Malvinas? ¿No la
impusieron en 1838, cuando la escuadra francesa bombardeó el castillo de
San Juan de Ulúa? ¿No la impusieron en los años siguientes, cuando el
almirante Leblanca bloqueó los puertos del Río de la Plata? ¿Y en 1864,
cuando Napoleón III fundó en México el Imperio de Maximiliano de
Austria? ¿Y en 1866 cuando España bloqueó los puertos del Pacífico? Y
cien veces más, con el pretexto de cobrar deudas o proteger súbditos.
Esos son los deseos imperialistas: esquilmar las riquezas naturales en
su voraz apetito de transformarse en grandes terratenientes,
propietarios de fincas y minas; y sus ansias de control el comercio de
importación y exportación, lo que delata sus intenciones.
Frente a esta realidad que hace su aparición en nuestro continente, nace
la idea de una nación latinoamericana contrapuesta a los intereses
imperialistas y las clases dominantes cipayos. Un primer momento en la
articulación de esta propuesta de unidad antiimperialista lo constituye
el proyecto impulsado por Simón Bolívar, convocando a una celebración
continental en Panamá: era el Congreso Anfictiónico de 1826, destinado
en gran medida a buscar acuerdos que impidiesen una dispersión del
continente en pequeños Estados.
Un factor que, no cabe duda,
alentaba todo tipo de intentos de reconquista del territorio por parte
del imperialismo, sobre todo de España. Con este congreso se inauguró
efectivamente la vocación antiimperialista que se reconoce con la
formulación del proyecto latinoamericano. Sin embargo, todos los
intentos de consolidar este proyecto de unidad geopolítica de orden
continental se han visto obstaculizados por la alta capacidad del
imperialismo mostrada a la hora de impedir su desarrollo. El control que
ejerce sobre una gran parte de las clases dominantes, sin aspiraciones
nacionales, es el punto sobre el cual se enquista el colonialismo
cultural y político.
No hay duda de que América Latina entró en
la última década del siglo XX dividida y débil, con un uso limitado de
soberanía y pérdida profunda de identidad, originada por la fuerte ola
de posmodernidad. Sin embargo, en la primera década del siglo XXI,
América Latina a instancias en gran parte al fervor combativo de Hugo
Chávez mantuvo viva la posibilidad de construir un proyecto social y
político de identidad propia.
Proyecto de los pueblos que nadan a
contracorriente pero que concentran todo el acervo de la creación del
pensamiento crítico latinoamericano. Pensamiento que es la savia de la
cual se ha nutrido el antiimperialismo militante y de donde han nacido
las verdaderas luchas por la democracia y el desarrollo; fuerza renovada
que, a pesar de los tiempos adversos, forma parte del futuro viable de
“Nuestra América”.
La diversidad de opciones políticas
revolucionarias, el surgimiento de guerrillas e insurrecciones forman
parte constituyente de estos dos siglos de vida independiente. Asimismo,
las intervenciones militares extranjeras, los golpes de Estado, los
asesinatos políticos y la represión social ejercida por los ejércitos
nacionales constituyen su contraparte.
En este sentido las
burguesías han sido y son un obstáculo en la formación de la conciencia
latinoamericana ya que han prestado un especial interés a la
modernización de sus fuerzas armadas y éstas han respondido
generosamente desplegando los sentimientos “patrios” cada vez que se les
ha demandado su intervención para proteger fronteras, aumentar los
territorios o frenar avances sociales considerados asuntos de guerra
interna. Sus ejecutores son las burguesías locales y transnacionalizadas
que no ven la hora de pasar a formar parte del imperio como socios
menores del poder conquistador.
América Latina no forma parte de
los países aliados, responde más a la categoría de países subordinados
sin voz autónoma y libre. Hoy nos enfrentamos a formas renovadas de
control geopolítico desarrolladas por el colonialismo globalizado. La
deuda externa termina por diluir la poca capacidad de enfrentamiento que
podían poseer las burguesías gerenciales, hipotecando el futuro de
América Latina a las políticas impulsadas por los centros económicos y
financieros del poder transnacional.
Hipoteca que se hace
extensiva al control de las fuerzas armadas con el pretexto de luchar
contra el narcotráfico y garantizar la gobernabilidad y la paz regional.
Por primera vez en su historia la presencia del ejército estadounidense
se ha hecho generalizada, es permanente e interviene en el proceso de
toma de decisiones de los ejércitos nacionales ya intervenidos, como en
México, Perú, Colombia.
La idea de una identidad cultural
descansa en la capacidad que puedan mostrar los pueblos latinoamericanos
para enfrentar el ataque de las burguesías gerenciales y los políticos
transnacionalizador posmodernos. Esta es hoy la contradicción a la que
se enfrenta el pensamiento crítico latinoamericano, y de su capacidad de
respuesta depende el futuro.
El problema de la integración de
nuestro continente, que ha traído y llevado a nuestra tecnocracia
continental -tan propicia a los desbordes retóricos y a los informes
soporífero, otra forma de retórica – es claro, un problema económico;
pero es, en primer término, un problema político. América Latina no
podrá escapar del vasallaje, no podrá ser lo que debe ser si no se rompe
la balcanización en la cual se debate, y seguirá siendo un resultado de
la organización, primero colonial, luego industrial, mercantil y ahora
globalizada.
Ese debe ser el objetivo estratégico. Los medios
para lograrlo pueden variar de acuerdo con el espacio y el tiempo.
Conscientes de esta realidad, cada país tiene ya, por obra de la
geografía, de la historia, de las estructuras económicas,
características diferenciales.
El tiempo está maduro para que la
lucha de los contrastes no eclipse, la defensa de la autonomía y la
necesidad de la integración debe dar origen a una síntesis. La negación
dialéctica no es una ruptura de la evolución: expresa al contrario una
continuidad.
La patria grande se hará con las patrias chicas,
pero se hará en el crisol revolucionario y no dentro de los marcos
trazados por el enemigo, conscientes que, entre el movimiento y el acto,
se nos viene la noche. Hoy Venezuela, mañana ¿quién?... la enajenación
del coloso del norte se hace cada vez más mentirosa, alarmante y
peligrosa.
Eduardo Camin: Periodista uruguayo, corresponsal
de prensa en la ONU. en Ginebra. Asociado al Centro Latinoamericano de
Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
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