Editorial La Jornada
Nueve meses después
de su encuentro en Singapur, los presidentes Donald Trump, de Estados
Unidos, y Kim Jong-un, de Corea del Norte, se encuentran en Hanoi, la
capital de Vietnam, para llevar a cabo su segunda reunión. Aunque en el
papel la cumbre debería suponer un avance sustantivo de la reunión de
junio anterior –cuya finalidad central manifiesta era el inicio de un
proceso de desnuclearización efectiva e irreversible de la península
coreana–, el mandatario estadunidense se ha encargado de reducir las
expectativas de la comunidad internacional y de los propios servicios de
inteligencia estadunidenses, al declarar que
no quiere apurar a nadiey que
mientras no haya nuevas pruebas nucleares, estamos contentos.
Y previsiblemente no las habrá, pero no por una concesión a Estados
Unidos ni por un inexistente logro diplomático de la Casa Blanca, sino
porque el régimen Pyongyang ya terminó el ciclo de ensayos de su
armamento atómico. Si a lo anterior se suma que las conversaciones no
contemplan siquiera una definición operativa de lo que se entiende por
desnuclearizar, así como la ausencia de cualquier hoja de ruta que comprometa a Corea del Norte a presentar algún tipo de avance, resulta evidente el carácter insustancial de la reunión.
En efecto, como ya quedó patente tras el primer encuentro –que ha
sido blanco de un formidable despliegue mediático–, las conversaciones
no rebasan, por parte de Washington, la intención propagandística de
difundir la imagen de Trump como hábil negociador, mientras sus
consecuencias prácticas se han limitado hasta ahora a disipar la tensión
que el mismo magnate y su par norcoreano crearon durante año y medio de
discursos y declaraciones incendiarias. Kim Jong-un, en tanto, puede
esgrimir ante la sociedad de su país y ante el mundo que ha conseguido
minimizar la agresividad estadunidense prácticamente sin hacer
concesiones.
Si bien es cierto que el gusto de Trump por los gestos espectaculares
y las salidas melodramáticas impide descartar la posibilidad de algún
giro hostil hacia Norcorea por parte de la Casa Blanca, no existen
razones de fondo para suponer que en Vietnam ocurra algo distinto a lo
sucedido en Singapur. Incluso el saldo más digno de ser saludado durante
estos meses, la disminución de la innecesaria confrontación verbal
entre los países –desatada desde que el ex presidente George W. Bush
decidió incluir a Norcorea en su delirante Eje del mal –, debe
ponerse entre paréntesis, pues su durabilidad parece estar sujeta a las
necesidades electorales del republicano y a sus proverbiales cambios de
humor.
Cabe esperar que ambos líderes sean capaces de ver, en su encuentro
de Hanoi, más allá de sus respectivos intereses políticos, de pensar en
la seguridad y el interés de las sociedades de las dos Coreas, de
Estados Unidosy del resto del mundo, y de asumir la necesidad de avanzar
hacia un planeta libre de armas de destrucción masiva. En caso
contrario, si Trump se limita a presentar como un triunfo el que Kim
exprese la disposición abstracta de su gobierno a desnuclearizarse, pero
sin un plan y un calendario precisos, la reunión cumbre no pasará de
ser un montaje.
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