Los muros de la
democracia estadounidense son de dos géneros: uno es cultural y el otro
estructural. Ambos, con un antiguo objetivo: mantener el poder en manos
de una minoría que se representa como mayoría.
Veamos el muro
cultural, primero, pero empecemos por su lado positivo. Los llamados
"Padres fundadores" fueron una elite de intelectuales, reflejo de las
nuevas y radicales ideas europeas que, m á s o menos, encontraron un
espacio en el nuevo continente que no tenían en el viejo, de la misma
forma que lo hizo el cristianismo en Europa y no en la Palestina judía.
Es decir, un territorio menos codiciado por los imperios del momento y
menos acosado por la tradición milenaria de ideas fosilizadas. Thomas
Jefferson se había hecho ciudadano francés antes de ser presidente de
Estados Unidos y todos los demás tenían, de alguna forma, una profunda
admiración por los filósofos de la ilustración, sino directamente por la
cultura francesa. Las ideas de Jefferson, como la de los otros
fundadores, no sintonizaban mucho con el resto de la población, al
extremo de que sus libros fueron prohibidos en muchas bibliotecas bajo
la exagerada acusación de ser ateo. La idea de crear un muro espeso que
separase religión de gobierno era demasiado radical.
Sin
embargo, esta elite fundacional compartía con el resto la desgracia del
racismo y de la doble vara. El genio de Benjamín Franklin no quería una
inmigración que no fuese blanca y anglosajona. El sabio de Thomas
Jefferson no sólo abusó de una menor a la que hizo madre varias veces,
sino que, además, nunca la liberó por ser mulata. La hermosa esclava,
Sally Hemings, era la hija ilegítima de su suegro con otra esclava. Por
no entrar en la larga y persistente historia de leyes racistas que van
desde la idea de la no humanidad de los negros hasta el desprecio de los
latinoamericanos por su condición de hibridez, como las mulas, algo
que, según los periodistas y congresistas del siglo XIX, no agradaba a
Dios. El asco por los chinos, por los irlandeses (antes de convertirse
en blancos asimilados), por los indios y por los mexicanos completó el
mapa del desprecio y el despojo a todo lo que no era anglosajón y
protestante. La hermosa frase “We the people” asumía, de hecho,
que con eso de “el pueblo” no se referían ni a los negros, ni a los
indios, ni a nadie que no perteneciera a la “raza” de los fundadores.
Pero Jefferson estaba en lo cierto cuando dijo que “la tierra les
pertenece a los vivos, no a los muertos”. A los padres Fundadores (y a
los líderes que les siguieron) se los suele disculpar porque eran
“hombres de su tiempo”; no se puede juzgar a alguien que vivió hace
doscientos años con los valores de hoy. Sin embargo, un par de años
después que Jefferson dejara el gobierno en Estados Unidos, un militar
rebelde llamado José Artigas, quien estaba contra el abuso militar en el
gobierno y a favor de una democracia más directa, apenas tomó control
de la Unión de los Pueblos Libres (lo que hoy es Uruguay y parte de
Argentina) repartió tierras a blancos, indios y negros bajo el lema “los
más infelices serán los más privilegiados”. Un principio y una actitud
verdaderamente cristiana de un hombre no religioso.
Tampoco es
cierto que Estados Unidos nunca tuvo una dictadura. De hecho, sus leyes
necesitaron un siglo, hasta después de la Guerra civil, para reconocer
que alguien podía ser ciudadano estadounidense independientemente del
color se su piel, aunque luego continuó filtrando, también por ley, a
inmigrantes que no eran suficientemente blancos.
Actualmente,
hasta los blancos más blancos se han convertido en negros. Pero no lo
saben y por eso tanto renacido odio a los negros y marrones. Se sienten
los nuevos negros, pero no lo reconocen y, por eso, necesitan despreciar
al resto para confirmar su antigua condición de blanco, es decir, de
privilegiados.
Mientras tanto, la democracia estadounidense
continúa secuestrada por el 0,1 por ciento de su población, por los
billonarios que financian las campañas políticas, cenan con los
ganadores y envían escribas a sentarse en los comités que redactan las
leyes que luego aprueban los legisladores, cuya mayoría son millonarios.
Ahora echemos una mirada sobre los muros estructurales de la
democracia hegemónica. También estos problemas hunden sus raíces en el
racismo y el elitismo social enmascarado en un discurso opuesto.
Veamos esta lógica referida a la obsesión histórica de las burbujas
étnicas. La población latina está subrepresentada en extremo porque, al
igual que otras minorías como la afroamericana y la asiática, viven en
las grandes ciudades y éstas están en los estados más poblados como
California, Texas, Florida, Nueva York e Illinois. De estos estados,
sólo Texas es un estado con mayoría conservadora sólida. Florida es
pivotante y los demás son tradicionales bastiones progresistas (liberals,
en el lenguaje estadounidense). Sin embargo, a pesar de que California
tiene una población de 40 millones, sólo cuenta con dos senadores. La
misma cantidad que Nueva York, otro estado con 20 millones. La misma
cantidad de senadores tiene cada uno de los cincuenta estados, como
Alaska, un estado cuya población no alcanza los 800 mil habitantes. Una
colección de estados centrales como las dos Dakotas, Nebraska, etc.
rondan apenas el millón de habitantes (Wyoming apenas llega al medio
millón) y cada uno cuenta con dos senadores. Lo que significa que el
voto de un granjero en cualquiera de esa docena de estados conservadores
y despoblados vale entre 30 y 40 veces más que el voto de cualquier
estadounidense que viva en los poblados estados de California, Texas,
Florida, Nueva York o Illinois.
Claro, este sistema de elección
de senadores no es único en el mundo, pero en Estados Unidos el
desbalance poblacional y político a favor de los conservadores rurales,
desde el siglo XIX, es notable y consistente.
Por si fuese
poco, hay que considerar que su sistema de elecciones presidenciales no
solo le niega a Puerto Rico, con casi cuatro millones de habitantes (más
que varios estados centrales juntos), la posibilidad de elegir
presidente, sino que, además, el sistema electoral vigente, herencia del
sistema esclavista que favorecía a los estados del sur con una escasa
población blanca, hace posible que un presidente sea elegido habiendo
recibido tres millones de votos menos que el perdedor.
Gracias a
este sistema (los electores no solo reproducen el número de
representantes sino también de senadores), estados más poblados como
California, Texas, Illinois o Nueva York (que subsidian económicamente a
estados más pobres) necesitan el doble o más de votos que los
despoblados estados del centro para alcanzar un elector. Otra razón para
entender por qué las minorías, que sumadas no lo son, no son tratadas
con la justicia electoral que una verdadera democracia debe garantizar:
un ciudadano, un voto.
No por casualidad la población, pese a
la vieja manipulación mediática, suele tener opiniones muy diferentes a
sus propios gobiernos. Lo cual apenas importa en esta democracia.
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