Nueva Sociedad
En 2018, Nicaragua
sorprendió al mundo con una revuelta cívica que condujo a una de las más
profundas crisis de las últimas décadas. Agravada por las sistemáticas y
cada vez más peligrosas violaciones a los derechos humanos cometidas
por el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo, la crisis se ha
convertido, para la mayoría de los nicaragüenses, en un largo abril que
todavía no termina.
Una dictadura al descubierto
Antes
del estallido social, la comunidad internacional pensaba que Nicaragua
era un país con relativa estabilidad y paz, en comparación con sus
vecinos centroamericanos. Contaba con indicadores favorables en
seguridad; empresarios y gobierno se mostraban satisfechos con la
estabilidad y el crecimiento económico; las políticas sociales
presentaban grandes brechas de desigualdad, pero había cobertura de
ciertos servicios básicos a la población. En lo político, aparentaba
cumplir con las formalidades de una democracia. Sin embargo, la
insurrección cívica reveló que en realidad Nicaragua vivía una ficción y
que las sistemáticas denuncias sobre la deriva autoritaria del régimen
eran ciertas.
Durante los diez años de Daniel Ortega en la
Presidencia (2007-2018), el país ha transitado de un régimen democrático
liberal a uno autoritario y, en los últimos meses, a una dictadura
abierta. Los rasgos sobresalientes son la centralización de las
decisiones en la pareja presidencial conformada por Ortega y su esposa,
Rosario Murillo; la subordinación de los demás poderes estatales al
Ejecutivo; el abandono del Estado de derecho y la restricción progresiva
de los derechos fundamentales, especialmente el derecho al voto, la
libertad de expresión y la libertad de movilización. En lo formal, el
gobierno de Ortega siempre mantuvo la fachada de una democracia
recubriendo su autoritarismo bajos artilugios legales y una supuesta
legitimidad basada en alianzas claves con los empresarios privados y el
Ejército.
Mientras el matrimonio Ortega-Murillo transformaba el
régimen político, la sociedad nicaragüense experimentaba también un
cambio en su cultura y prácticas políticas, particularmente las tres
generaciones de jóvenes nacidos en la época de la posrevolución, los
mismos que se lanzaron a la calle en abril reclamando libertad,
democracia y justicia. La profundidad de la crisis no es solamente la
revelación de un gran descontento acumulado durante diez años de
autoritarismo, es también la revelación del cambio que se está gestando
entre el autoritarismo remanente de las épocas pasadas y una nueva era
democrática. El régimen Ortega-Murillo es la expresión del orden
decadente.
La burbuja del descontento
En abril
estalló una enorme burbuja de descontento que había venido creciendo
durante diez años. Sus causas son diversas, pero una las más importantes
es la expectativa frustrada de los ciudadanos con un gobierno que
alimentó la esperanza de la mejora económica y social, pero prefirió
continuar las políticas neoliberales establecidas desde inicios de los
años 90. La otra razón es la imposición política mediante la vigilancia,
el control y la represión ciudadana ejercidos a través de varios
dispositivos, entre ellos la policía, los tribunales de justicia, los
grupos de choque conformados por simpatizantes del gobierno, los
Consejos del Poder Ciudadano (CPC) y los Gabinetes de Familia.
La
gran mayoría de los nicaragüenses esperaba que el gobierno cumpliera
sus promesas de mejoría económica y políticas sociales más amplias e
incluyentes; pero este, en cambio, decidió manejar esas expectativas con
políticas populistas y clientelistas. En el ámbito político, las
restricciones a derechos fundamentales avanzaron aceleradamente, en
especial el derecho al voto, vulnerado por la falta de transparencia de
los procesos electorales; la libertad de expresión, limitada seriamente
por el asedio a la prensa independiente y el incremento del temor de los
ciudadanos a expresar sus opiniones políticas; el derecho a la libre
movilización y manifestación, con el impedimento a la realización de
marchas y otras acciones de protesta, entre otros.
El descontento
comenzó a manifestarse desde 2013, cuando emergió un ciclo de
conflictos y movilización social que tenía como protagonistas al
movimiento campesino, que rechazaba la concesión otorgada a una empresa
china para la construcción de un canal interoceánico; el movimiento de
rechazo a la minería en distintas localidades del país; las comunidades
indígenas de la costa Caribe que reclaman la titulación de sus tierras y
el cese de las invasiones promovidas por latifundistas; y un movimiento
ciudadano para el restablecimiento de la democracia. Antes de abril,
una gran muestra de descontento masivo y cívico fue la alta abstención
en las elecciones generales de 2016 y en las subnacionales de 2017.
El estallido de abril
La
insurrección cívica de abril, como se la ha llamado, se convirtió en el
punto álgido de la movilización y protesta social en curso. Como se
sabe, los ciudadanos se volcaron a las calles de forma autoconvocada
para protestar contra un decreto presidencial que reformaba de facto el
sistema de seguridad social. Los primeros brotes de protesta fueron
brutalmente atacados por los grupos de choque conformados por
simpatizantes del gobierno y fuerzas policiales. Sus primeras víctimas
fueron personas de la tercera edad, la mayoría de ellos pensionados que
fueron insultados y vapuleados impunemente.
Las imágenes de los
ataques encendieron el ánimo de tal manera que la gente se lanzó
masivamente a las calles para protestar, encabezados por jóvenes de tres
generaciones nacidas en la posrevolución. A partir de allí se conformó
en todo el país un movimiento cívico, multitudinario, autoconvocado, en
el que participan numerosas organizaciones y grupos, algunos de ellos
organizados durante la crisis y otros, desde antes. El repertorio de
acciones del movimiento ha sido amplio y creativo y ha utilizado todos
los recursos disponibles: desde los colores de la bandera nacional,
pasando por globos, dibujos, música, audiovisuales, carteles, lemas,
memes y redes sociales.
Durante los primeros meses de la
revuelta, las acciones sociales fueron masivas y multitudinarias, y esto
colocó al gobierno en una posición crítica; así, se vio obligado a
convocar a un diálogo nacional que pocas semanas después truncó él mismo
cuando se percató de que la contienda política estaba planteada en
torno de temas críticos como la justicia, la salida de Ortega de la
Presidencia y el adelanto de las elecciones en condiciones de
transparencia.
La represión con que el gobierno respondió a las
protestas ha pasado por varias etapas y ha escalado rápidamente la
violencia estatal de forma brutal. Esa represión es ejecutada
principalmente por la policía, los grupos de choque y grupos
paraestatales, pero ha incluido también la colaboración activa de jueces
y otros funcionarios públicos. Sus consecuencias la han convertido en
una crisis de derechos humanos y humanitaria por el saldo de víctimas:
más de 350 personas asesinadas, miles de heridos, más de 500 personas
apresadas y enjuiciadas, y cerca de 50.000 personas obligadas a salir
del país. El gobierno ha impuesto de facto un estado de excepción en el que los ciudadanos no tienen garantizados sus derechos fundamentales.
De
acuerdo con los informes elaborados por organismos de derechos humanos
como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la Oficina
del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
(OACNUDH), Amnistía Internacional y, más recientemente, el informe
presentado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales
(GIEI) de la CIDH, las violaciones de derechos humanos cometidas por el
gobierno de Nicaragua constituyen crímenes de lesa humanidad. Ortega ha
rechazado los informes y expulsado del país a los organismos
internacionales.
La apuesta de Ortega
El gobierno
apostó a ganar la partida de la crisis instalándose en un escenario de
terror y caos controlado. La represión abierta de los primeros meses y
las acciones de represalia posteriores contra líderes del movimiento,
especialmente los jóvenes; la invasión de propiedades pertenecientes a
los empresarios privados que se atrevieron a desafiarlo; los ataques a
la Iglesia católica, en especial a ciertos obispos; los juicios espurios
a los prisioneros políticos; los graves ataques a la prensa
independiente; la cancelación de las personerías jurídicas a varias
organizaciones sociales, así como el asalto y la confiscación de sus
bienes violando todos los procedimientos establecidos, forman parte de
este escenario.
En la medida en que han escalado los niveles de
violencia y represión, los costos políticos internos y externos se han
incrementado para el gobierno. El apoyo ciudadano ha quedado reducido
prácticamente a las fuerzas policiales, los grupos paraestatales,
funcionarios públicos fanatizados y otros que no se atreven a expresar
su descontento por temor a las represalias. La alianza con los grandes
empresarios está rota y no tiene visos de arreglo, mientras que el
Ejército se ha mantenido públicamente al margen de la represión, pero
guardando un silencio que es interpretado como cómplice.
Ortega
también se aisló de la comunidad internacional con su negativa
sistemática al diálogo y las graves violaciones a los derechos humanos
documentadas por los organismos internacionales. Enfrenta fuertes
sanciones impuestas por Estados Unidos a través de un decreto
presidencial y una ley aprobada por el Congreso y, a pesar de todo, la
estrategia de represión no ha surtido efecto. Dentro del país y fuera de
él, los nicaragüenses no han cesado las acciones de protesta, mientras
la comunidad internacional examina vías y mecanismos para ayudar a
resolver la crisis. El efecto económico de la crisis es también un
factor que ya pesa desfavorablemente sobre el escenario construido por
Ortega. El desenlace todavía luce incierto y difícil. Así, Nicaragua
está sumida en el prolongado abril que seguimos viviendo.
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