Pueblos de América
Este 10 de enero, el
actual presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Nicolás
Maduro, asumirá de pleno derecho su segundo mandato. Derecho y mandato
otorgado por más de 6 millones de venezolanos en las últimas elecciones,
en la que venció por amplio margen al ex gobernador del Estado Lara
Henri Falcón, al pastor Jorge Bertucci y a Reinaldo Quijada.
En esa
elección votaron 9.389.000 personas, representando algo más del 46% del
total del padrón electoral. Una cifra relativamente baja para Venezuela,
que suele ostentar porcentajes de participación mucho más altos que la
mayor parte de los países de la región. Como parámetro comparativo, en
la anterior elección presidencial (2013), la participación fue cercana
al 80% y, si bien no es dado comparar elecciones de distinto tipo, en la
legislativa (2015), con un padrón ligeramente más grande, votó un 74%.
En 2018, los sectores de oposición radical decidieron no presentarse
denunciando irregularidades en el proceso como adelantamiento de la
fecha electoral, cortedad de tiempos de campaña, conformación parcial
del Consejo Nacional Electoral, no participación de “misiones
electorales independientes” (sin duda en referencia a la OEA, organismo
financiado en un 60% por EEUU), la existencia de inhabilitaciones
formales y de acceso igualitario a los medios de comunicación públicos y
privados. Llamaron a la abstención y al boycott electoral.
De
haber sido así, en realidad, nada hay en estas quejas que no suceda
habitualmente en las democracias capitalistas, en las que la derecha y
los partidos conservadores siempre llevan la ventaja. Cuentan con medios
exclusivos y hegemónicos, requisitos electorales que benefician a los
partidos que representan al poder establecido, autoridades electorales
afines y un aparato de propaganda electorera millonario, junto a
técnicas clientelares y extorsivas que sofocan toda voluntad
democrática. Así que, ¿a qué la queja?. O mejor dicho, ¿por qué no se
usa la misma vara para unos y otros?
Sin embargo, lo que la
oposición venezolana nunca dijo – entre sus denuncias de “falta de
democracia”- es que ella misma viene generando acciones golpistas desde
el mismo 2 de Febrero de 1999, en la que Hugo Chávez Frías asumió su
primer mandato presidencial. Que esos mismos sectores impulsaron el paro
petrolero y el golpe de 2002, que fueron los que no reconocieron el
resultado electoral en 2013. Que motorizaron la campaña “La Salida”
(2014), cuyo nombre indica a las claras su objetivo antidemocrático.
Que con el mismo fin se propusieron bloquear medidas estratégicas de
gobierno a partir de su mayoría en la Asamblea Nacional y alentaron de
manera cómplice las “guarimbas” de 2017, las que fallaron en su
propósito – una vez más golpista – de incitar una insurrección popular.
Lo que la oposición nunca denunció fueron los intentos golpistas de
minúsculos grupos armados contra instalaciones del Estado o las intrigas
de militares sediciosos, ni tampoco rechazó con la firmeza necesaria el
magnicidio frustrado contra el primer mandatario legítimo de la nación.
Lejos de ello, pusieron en duda el hecho, llamaron a “intervenir
Venezuela”, convocaron repetidamente a la agresión abierta contra la
propia nación y su población.
Lo que la misma oposición calla,
en conjunto con los países gobernados por la derecha y agrupados en el
Grupo de Lima, es que la elección -como lo señaló horas después del
evento la corresponsal de Pressenza Rosi Baró- se produjo en el contexto
de “una hiperinflación inducida por el dólar paralelo, con un
escandaloso remarque diario de precios que vuelve sal y agua el salario,
un bloqueo económico que impide el arribo de alimentos y medicinas y
genera desabastecimiento y hambre en los más vulnerables; Acaparamiento y
contrabando de productos subsidiados con la intención de generar
descontento y malestar cotidiano en la población; Contrabando de
gasolina y dinero en efectivo hacia Colombia; Sabotaje descarado apoyado
y aupado por el gobierno vecino. Y como si todo eso no fuera
suficiente, con un paro de transporte el día de la votación“.
Lo
que el cartel de medios privados mundiales nunca declaró, es su
absoluta responsabilidad en la demonización de gobierno de Nicolás
Maduro, con miles de notas insidiosas y concertadas en las que no se
mencionaron las conquistas sociales, las mejoras en la salud, la
educación o la vivienda. Titulares que nunca comentaron la propuesta
chavista de desconcentrar el poder, empoderando la organización popular
en miles de comunas. Información parcial, que jamás incluyó como
variable de análisis la dignidad adquirida por el pueblo llano en
tiempos de revolución, pueblo que fue vejado durante más 40 años por un
pacto entre partidos de la élite, que les permitieron gobernar
alternativamente sin visos de democracia alguna.
Lo que la
oposición no dice, ni dirá, es que más allá de las contradicciones
evidentes y hasta lógicas que produce toda revolución, su accionar ha
sido monitoreado y maniobrado por agencias extranjeras, por intereses
injerencistas, que no tienen que ver con los intereses de la población
venezolana, que comenzó a tomar conciencia de su propia fuerza y sus
derechos inalienables gracias al empuje del chavismo.
La
democracia venezolana ha atravesado en 20 años 23 procesos electorales,
incluyendo revocatorias de mandato, elecciones de Asamblea
Constituyente, municipales, regionales, legislativas y presidenciales.
Con errores y aciertos ha demostrado ser fiel a la voluntad popular.
Para erigirse en fiscal o juez de sus bondades o carencias, habría que
contar con credenciales con las que el sistema democrático hoy, como
puede verse, no cuenta.
Lo que sí nos compete y con urgencia, es
alertar sobre el riesgo que corre la paz en nuestra región y la
responsabilidad de cada uno de salvaguardarla.
Los peligros que corremos
Es innegable el avance de la derecha política, del macartismo y los
discursos de intolerancia y odio. No se puede ocultar que, entre los
principales críticos del gobierno de Venezuela se encuentran exponentes
de la violencia descarnada como el militarismo al acecho en el gobierno
electo de Brasil o el paramilitarismo latente en la real gobernanza de
la administración Duque en Colombia. Se encuentran entre éstos,
gobiernos en crisis como el de Guyana, cuyo primer ministro ha sido
recientemente removido por la pérdida de confianza de su parlamento o
gobiernos con pronóstico de inestabilidad como el de Vizcarra en Perú,
inmerso en una estructural podredumbre institucional. Gobiernos en
bancarrota como el de Macri en Argentina. Gobiernos como el de Honduras o
el de Guatemala, cuya legitimidad es cuestionada abiertamente por
amplios sectores del pueblo e incluso por instancias internacionales.
Gobiernos notoriamente ligados a tradiciones autoritarias y represivas
como los de Chile y de Paraguay. Difícilmente cabría a cualquiera de
ellos el título de “paladines de la democracia”. Mucho menos, el derecho
a sumarse a la inquisición de otros gobernantes antes de limpiar las
toneladas de paja en el ojo propio.
Pero sobre todo ello, el
sello que lleva esta ofensiva contra los gobiernos de izquierda de la
región, es el interés estadounidense de desterrar a la competencia china
de América Latina y el Caribe, de barrer con todo bloque de integración
regional e internacional que se oponga a su irracional apetencia
imperial, además de disponer a sus anchas de una enorme riqueza de
recursos, que le permita recuperar terreno en la esfera económica y
geopolítica.
La Revolución Bolivariana en Venezuela ha sido
precursora de la soberanía y la cooperación intraregional. Ha desafiado
junto a otros gobiernos de izquierda y progresistas al colonialismo de
la OEA. Eso ha desatado una virulenta reacción destructiva por parte del
Occidente neocolonial de EEUU y Europa.
El propósito de esta
reacción no ha sido en absoluto respetuoso de procedimientos
democráticos, salvo cuando éstos los beneficiaban. Por el contrario, la
regla ha sido infringir la legalidad, manipulando mediáticamente la
opinión pública, persiguiendo y marginando opositores, financiando
actores afines, convalidando elecciones fraudulentas, promoviendo
activamente cambios de gobierno e invadiendo naciones independientes,
como ha quedado demostrado a lo largo de toda la historia regional y
mundial.
Desde esa perspectiva se ha ido asfixiando al pueblo
venezolano, creando un cerco diplomático, mediático, económico y
militar, para debilitar el apoyo popular y de las fuerzas armadas al
gobierno bolivariano.
Pese a que todo esto ha alcanzado
proporciones muy serias, no ha logrado desestabilizar a un amplio núcleo
revolucionario, que reclama transformaciones y autocrítica, pero sigue
apostando por un camino que permita profundizar las conquistas
alcanzadas y retomar la senda de un mayor empoderamiento popular y
consiguiente descentralización del poder.
Sin embargo, la actual
configuración de fuerzas políticas en la región, la desesperación
opositora, la avidez estadounidense y cierto cansancio en parte de la
población por las circunstancias económicas adversas, podrían derivar en
el peor escenario: escaramuzas de bandera falsa o acción mercenaria en
zonas fronterizas que encendieran la chispa de un incendio difícil de
apagar.
Prevenir la guerra en América Latina y el Caribe
Cualquier conflicto armado en Venezuela devendría en guerra civil con
incontables muertos, heridos, mutilados, la paralización económica y la
destrucción extendida de infraestructura.
Cualquier escenario
armado en Venezuela desplazaría a millones de personas, generando una
correntada enorme de refugiados hacia otros países de la región.
Cualquier enfrentamiento de esta clase provocaría la catástrofe
humanitaria que tanto invocan los irresponsables, que a salvo se saben
en tierras extranjeras, si lo peor se desatara.
Una
confrontación bélica en América Latina fortalecería en todos los países
el nacionalismo y la intolerancia, produciría un aumento automático en
los presupuestos y en el protagonismo militar, reduciendo aún más las
posibilidades de desarrollo y de democracia. Los beneficiarios sería los
mercaderes de la muerte, los fabricantes de armas y de ningún modo los
pueblos.
La guerra oscurecería los conflictos sociales,
dirigiendo la mirada a una confrontación ficticia entre hermanos,
beneficiando así al poder establecido.
La explosión de un evento
armado desataría una peligrosa polarización, con la sumatoria en bandos
de fuerzas aliadas, lo cual desembocaría en un conflicto internacional
cuya extensión es difícil de calcular. Cada estallido, en la situación
actual de intemperancia y competencia en el tablero mundial, puede
escalar y producir un dominó de dimensiones globales.
La
derivación de un acontecimiento tan fatídico sería el inmediato recorte
de toda libertad personal y el ejercicio brutal de la violencia. Eso es
lo que se está fomentando al promover la agresión, más allá de toda
retórica argumental y toda declaración hipócrita.
Cualquiera
fuese el supuesto vencedor de tan mortífera contienda, el resultado
sería un aumento del resentimiento, la desunión y la imposibilidad de
construir bienestar social. Las guerras no traen ganadores ni
democracia, sólo pobreza, hambre, dependencia y deseos de venganza.
¿Hace falta abundar más? Sí, pero en el diálogo, en el esclarecimiento,
en la concertación, en la resolución pacífica de conflictos, en la
convergencia de la diversidad, en propuestas que conlleven creación y no
destrucción. Es necesario abundar en la superación de la injusticia, la
desigualdad, la discriminación y toda forma de violencia. Hace falta
abundar desde todos los pueblos de América, latina, caribeña y también
desde los pueblos del Norte, en la irrestricta defensa de la Paz. A eso
estamos llamados. De eso somos responsables.
Javier Tolcachier es investigador del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
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