Eric Nepomuceno
El año pasado hubo en Brasil 63 mil 880 asesinatos, que en el léxico de los informes oficiales aparecen como muertes violentas. Es decir, 175 asesinatos cada día. Más de siete por hora. Hubo más asesinatos en Brasil que muertos en la guerra de Siria el año pasado.
De ese total macabro, 4 mil 539 eran mujeres y 5 mil 144 fueron asesinados por la policía: 14 por día. El promedio nacional indica 30.8 asesinatos por cada 100 mil habitantes. Pero en algunos estados el índice es tremendamente impactante: 59.1 asesinatos por cada 100 mil habitantes en el nordestino Ceará y 63.9 en el amazónico Acre, y escandalosos 68 en el también nordestino Río Grande do Norte.
Hubo al menos 60 mil 18 estupros oficialmente denunciados, lo que significa 164 por día, casi siete por hora. Y se registraron 606 mil casos de violencia doméstica. Vale recordar que esos datos se refieren exclusivamente a denuncias prestadas frente a las autoridades y que persiste en Brasil la costumbre de víctimas que optan por el silencio frente a la perspectiva, rutinaria en todo el país, de ser humillada al presentarse en alguna comisaría de policía. Especialistas e investigadores de esa clase de violencia indican que el número real sería de por lo menos el doble, o sea, escalofriantes 120 mil estupros, 328 al día, 14 por hora.
En el abandonado y arruinado estado de Río de Janeiro se registró, en los cuatro primeros meses de 2018, la muerte de un preso cada dos días. Principales causas: enfermedades infecciosas, malas condiciones de higiene y falta de personal médico.
Con pequeñas diferencias, y siempre para peor, el escenario se repite en todo el país: pilas de presos, muchísimos de ellos (en Brasil, se calcula que 40 por ciento del total de poco más de 700 mil presos, la tercera población carcelaria del mundo, no ha sido siquiera juzgado) sin condena firme, hacinados en condiciones medievales. Se estima que la sobrepoblación media de los presidios brasileños sea de 50 por ciento. O sea, para cada 100 plazas, 150 presos.
El pasado febrero, Michel Temer intentó lo que él mismo clasificó de golpe maestro: para distraer a la opinión pública de Río, muy justamente alarmada por el creciente aumento de la violencia frente a la inoperancia absoluta del gobierno local e intentar un jirón de luz para su inexistente popularidad (su figura es rechazada por 97 por ciento de los brasileños), decretó una intervención militar en el estado.
Se registran hasta ahora dos resultados: una disminución en el número de robos y un fuerte aumento en el de muertes. Desde marzo se registran 17 tiroteos por día en el área del conurbano carioca. Son bandos de narcotraficantes disputando territorio o enfrentando policiales militarizados sin preparación alguna, trabajando en condiciones subhumanas o tropas militares igualmente ineptas para semejante labor. Se multiplican casos de muertes de inocentes, niños y adolescentes, sin que nada cambie, excepto para peor.
El aumento astronómico de la violencia, en todo caso, es sólo uno de los muchísimos aspectos del derrumbe de un Brasil que se deshace de manera veloz.Gana impulso, fuerza e impacto, cada día el incalculable retroceso experimentado por el país que hasta hace tres años era la sexta o séptima economía mundial, ocupaba espacio nítido y consolidado en el escenario internacional, mantenía –pese a problemas económicos y, principalmente, fiscales– programas sociales de enorme envergadura.
Tal retroceso se inicia con las maniobras de los derrotados en 2014 para impedir que el segundo mandato presidencial de Dilma Rousseff, iniciado el primero de enero del año siguiente, lograse despegar y alzar o intentar alzar vuelo. Y alcanza su punto más elevado con la instalación de Temer y compañía en el poder.
El golpe institucional llevado a cabo por un Congreso plagado de corruptos, por medios hegemónicos de comunicación y por una Corte Suprema cobarde y omisa, por arbitrariedades inadmisibles de tribunales de primera instancia, por jueces que no juzgan, acusan y condenan, resulta en la retomada del crecimiento de la mortalidad infantil, el retorno de enfermedades que habían sido extirpadas, la vuelta de entre cinco y ocho millones de brasileños a la situación de miseria y hambre. Se traduce en la existencia de 27 millones de brasileños desempleados, o trabajando en condiciones de precariedad absoluta, o sobreviviendo vaya a saber cómo (37 por ciento de la fuerza laboral del país).
Como cierre de oro de semejante espectáculo, Lula sigue preso sin prueba alguna, trofeo de oro del golpe y los golpistas, y claramente no podrá disputar una elección que ganaría con facilidad olímpica.
Pero deambula por ahí un fantasma asombroso, un capitán troglodita llamado Jair Bolsonaro, capaz de emitir mugidos como este: No hay mortalidad infantil, lo que hay es demasiado partos prematuros, porque las mujeres no tienen higiene bucal ni tratan sus vías urinarias.
U otra maravilla: Expandiré la educación a la distancia para combatir al marxismo.
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