Hermann Bellinghausen
Hay un poema de Neruda. Bueno, sí, siempre hay un poema de Neruda, elocuente y como que dueño de todo. Sean el amor o las labores más manuales, las navegaciones y las indignaciones cívicas, las odas y las lamentaciones, la luz austral y la cauda de los cien colores, la antigüedad divina y la radio, el automóvil, la revolución de Lenin. La permanente exageración que la poesía provoca está en Neruda, descarada e intacta. A mis obligaciones éste se llama y dice: No es para mí sino el polvo, / la lluvia cruel de la estación, / no me reservo nada / sino todo el espacio / y allí trabajar, trabajar, manifestar la primavera. El poeta chileno muestra como de costumbre un alto concepto de sí mismo, de sus capacidades demiúrgicas que a cada cosa y a cada ser, con total parsimonia un día le viene y dice: yo te nombro cosa, lugar, creatura. Neruda se la pasa comenzando, lo cual, si se piensa, debe resultar agotador.
Ahora bien, para la gente que no canta sino cuenta, la historia es su materia obsesiva. Por obtener una son capaces de robar en despoblado, apuñalar por la espalda, mentir ante el juez o derramar lágrimas de cocodrilo. A los narradores podemos cuestionarles sus métodos inescrupulosos y, sobre todo, que para qué cuentan historias que no suceden, justo ahora que tantos aspectos de la realidad y del presente están en juego y demandan seriedad. Las ficciones son entretenidas como las películas a las que, de hecho y por necesidad, anteceden. En sentido estricto, las películas tampoco suceden. En el mundo de las novelas, los cuentos, las rolas y sus puntos intermedios, vamos de uno a otro montaje, acomodo de piezas y nombres a capricho, en espiral de sacacorchos y arbitrario ejercicio del libre albedrío. Se llama literatura, o ficción, y en nuestros días goza aún de una excepcional aceptación entre la población lectora. Entre la otra población, lo audiovisual es más que suficiente.
Los contadores de historias siempre reciben el aprecio de la tribu que cada noche suplica: Miénteme otra vez, miénteme bien. Hoy es un oficio común y atractivo, a veces bien remunerado, con un plus de fama que va de tantita a muchísima (y a veces la falta de fama es una forma de la fama). Una cierta dosis de prestigio hace bien a la salud. El peligro de creérsela, como con otras drogas duras, está en el exceso.
La gente que cuenta es buscadora, gambusina, cazadora, recolectora, pescadora. Nos alimenta de historias. ¿Conlleva responsabilidades contar cualquier historia? Nada parece indicarlo. Decenas de guiones televisivos, cinematográficos, hilos narrativos en novelas, reportajes-ficción, relatos y chistes nos mantienen entretenidos y con la agradable sensación de estar vivos, así sea mediante miedo, terror, zombis, terremotos y naufragios con los que antes nos entreteníamos los domingos por la tarde y hoy a diario gracias al torrente (stream) en apariencia ilimitado que ofrecen las redes y los sitios. No queremos realidad, sino algo que lo parezca, al extremo de que los reality shows son los segmentos más irreales de la programación planetaria. Insisto, la ventaja de la ficción es que mentir no acarrea consecuencias.
En cambio, dudar de la veracidad o la precisión de lo que relatan los medios es importante, en particular si hay motivos. Todavía existen estándares de decencia y respeto al oficio que delimitan verdad, falsedad e interpretación. Eso no puede impedirlo ni siquiera el emperador del mundo, por más que ladre y trate. No obstante, el asedio a la fortaleza de la verdad está muy avanzado, no existe una sola tecnología que no sirva para engañar si nos lo proponemos. Los gadgets y los sicotrópicos podrían llevar la civilización al clímax del autoengaño.
¿Dónde busca el inventor de mentiras? Para empezar, en su propio cerebro secreto, o lo que éste pepena con los sentidos a la mano en la fuente de todas las mentiras y todas las verdades, los recuerdos y los cabos sueltos de la imaginación. ¿La qué? Algún nombre había que darle a la loca de la familia.
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