Vivimos una crisis a nivel mundial y, en lo local, la percibimos de manera separada. Muchas interpretaciones sociológicas en la actualidad apenas se quedan en lo nacional, en la violencia y corrupción, en lo que está pasando en las disputas políticas. Necesitamos movernos con más audacia y decisión para pensarnos en términos de humanidad desde un territorio específico.
Quiero reflexionar en torno al análisis colectivo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Publicado en agosto 2018, el escrito se titula Una finca, un mundo, una guerra, pocas probabilidades. Por varias razones considero importante su aporte y discusión. Uno, es una reflexión a dos voces donde se critica el capitalismo global desde la experiencia de las comunidades indígenas de Chiapas, muy parecidas a Guatemala u Honduras, por ejemplo. De hecho, hablan del capitalismo como fincas, del estado como capataces. Dos, el escrito pone en el centro la crítica al capital y no se queda en la crítica política de la corrupción o de los malos políticos. Después del estancamiento de las protestas del año 2015 y 2017 en Guatemala, de enero 2018 en Honduras, o de abril-mayo 2018 en Nicaragua, es necesario pasar a un plano conceptual que permita repensar nuestra acción política.
Primero, el punto de partida de la crítica zapatista al capitalismo es el sufrimiento humano. Moisés diría: “la gente que está sufriendo ahí”. Esto es crucial tenerlo en cuenta, recordar que no es un sistema económico neutral sino un proceso activo de expansión, conquista de territorios y explotación social. El capital necesita el olvido del dolor para continuar como racional, normal, cotidiano. El robo es el punto de inicio y luego cuando se mercantiliza, se intercambia como racional, sin historia. La finca, como el capital, fueron originariamente robos al uso comunitario de la tierra, a la fuerza vital de la naturaleza, con el fin de apropiarlos privadamente en el propietario, el finquero.
Segundo, la finca, como el Estado en esta ocasión, necesita una división del trabajo para administrar la explotación social. Moisés habla del finquero como dueño, pero también del capataz controlando a la gente y a los bienes privados. Ojo, esto aplica tanto a la Guatemala regida por veteranos militares de 1982 como a la Nicaragua del orteguismo. Esta capacidad de control del capataz, aunque no sea dueño, le permite robarse “5 vaquillas y 2 toretes” del finquero. Ese robo es lo que suelen llamar los medios y comentaristas políticos, simple y llanamente, corrupción. Se detesta a los ladrones pero no al sistema que establece las normas del robo legalizado. El finquero, como el capitalista, personifica la propiedad privada y el trabajo alienado, es decir, el orden de la producción para lucro privado.
El capataz, como el presidente o el alcalde, no es dueño de las vaquitas, toros, helicópteros – por lo menos inicialmente – pero los administra ya una vez han sido robados a la gente. La corrupción es pues el botín de un sistema sostenido y racionalizado para robar los productos sociales a la sociedad disgregada en clases. La mercancía una vez ya producida es el núcleo de un proceso social de algo que ya se robó inicialmente: la posibilidad de organizar la producción, nuestro trabajo, de una manera que no explote ni genere desigualdad. Finquero y capataz, capitalista y presidente, son los extremos de un mismo fenómeno llamado capitalismo, es decir, la creación del mundo como sociedad de clases.
Tercero, y con esto finalizo esta acotación al documento zapatista. En la actualidad el capitalismo está lanzando guerras de conquista contra poblaciones habitando en montañas, ríos, desiertos, ahora codiciados por sus recursos y minerales. A cambio ofrece, lo de siempre, cambiar el derecho al uso social del río, monte, llanura, por pocos empleos que propicien dinero vía salarios cosméticos. Esto esclaviza a los posibles productores, productoras autónomas, convirtiendo el dinero de la empresa capitalista en cadena para depender del mercado. “La tienda de raya”, diría Moisés. Los expulsados por la violencia – de policía y paramilitares en Nicaragua; de paramilitares en Urabá, Colombia o Guerrero, México; de maras en Tegucigalpa, Honduras, Guatemala, El Salvador – buscan maneras de sobrevivir con la migración.
Huyen sobre peligrosos trenes, perseguidos por maras y narcos, disparados por paramilitares y oficiales migratorios en Tamaulipas o Texas. El capital convierte las montañas en mineras y las fronteras en espacios armados. Por eso cuando se habla de la crisis migratoria en Honduras, Guatemala o Nicaragua debe ponerse, al mismo nivel, el análisis de los capitales particulares que están expulsando, con violencia organizada, a las personas. Criticar a Ortega, sí, como también a Pellas, en Nicaragua, parte de un mismo fenómeno aunque hayan contradicciones políticas. Las migrantes, sus hijos, sus parejas, se convierten en transhumantes, en una clase social que tiene en común el hecho de ser apátrida o, visto de otra manera, expropiados de la posibilidad de vivir en sus propias tierras con oportunidades sociales para construir comunidad humana.
Si el capital propicia la expulsión de mujeres, hombres, niños, niñas, ancianos, y el Estado respalda el robo histórico bajo la inviolabilidad de la propiedad privada, luego, ¿de qué posición se puede buscar la resistencia, la rebeldía, a este sistema de robo en escala social? Esa pregunta es central para volverse a plantear cambios profundos en la sociedad, con una visión de aire, vuelo de altura, pero enraizado en la vida de la gente concreta, con nombres, oficios, experiencias desde el sufrimiento. La ciencia social, la interpretación política, no deberán estar amarradas a las categorías meramente nacionales, ni menos de corrupción o la violencia en abstracto, pues en el fondo ocultan el vínculo entre capitalismo y la producción del hambre a partir de la saciedad administrada. Debemos proletarizar la crítica social y enraizarnos en el carácter movible, desértico, de quienes ven el mundo desde el golpe, el sufrimiento, la pérdida.
La organización de la rebeldía debe pasar por una experiencia con los más profundos dolores de las clases oprimidas. Sólo cuando se lleva día a día esa vivencia como manantial de redención podrá, pues, pensarse en nuevas posibilidades para salir de la figura de individuos molestos. ¿Cómo fundamentar una nueva entrega, disposición y constancia para hacer madurar, hoy en día, una nueva militancia revolucionaria? Este proceso es necesario pensarlo con la urgencia de quien ya ve en marcha el caos de la guerra de conquista, aquí de nuevo.
Nota
Sergio Palencia, Sociólogo por la Universidad de Puebla, México. En la actualidad en estudios de doctorado por la City University de Nueva York. Ha publicado los libros Racismo, capital y Estado en Guatemala (URL, 2013) y Fernando Hoyos y Chepito Ixil: Comunión revolucionaria desde las montañas de Guatemala (2012). Estudia las guerras y levantamientos revolucionarios en Centroamérica entre 1960 y 1989.
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