José Steinsleger
En diciembre de 1952, el gobierno del país que en el siglo pasado se llamó Checoslovaquia (1918-92), dictó 14 sentencias contra eminentes funcionarios del Partido Comunista (PCCh), acusándolos de conspirar contra el Estado. Once murieron en la horca y tres recibieron cadena perpetua.
Con un realismo superior a las ficciones de Kafka, los acusados admitieron los argumentos de la fiscalía, autoinculpándose de los más increíbles crímenes y traiciones. Drama que uno de los sobrevivientes, Artur London, volcó en La confesión (1968) un testimonio que Costa Gavras llevó al cine, con guion de Jorge Semprún, y actuación estelar de Yves Montand (1970).
Entre las víctimas figuraban Rudolf Slansky (ex secretario general del PCCh), y el ex canciller Vladimir Clementis, co-rresponsables, irónicamente, de haber participado (junto con el presidente Klement Ottwald) en las purgas estalinistas surgidas del golpe de Estado que en mayo de 1948 acabó con el gobierno democrático de Edward Benes.
Cuatro años después, tras las revelaciones sobre el papel desempeñado por Stalin en la Unión Soviética (Informe Kruschev, sesión secreta del XX Congreso del PCUS, 1956), todos los acusados del caso Slansky fueron rehabilitados. El PCCh admitió que aquel proceso estuvo basado en amenazas, torturas y falsos testimonios, y la rehabilitación plena llegó en 1963.
Un año antes, el granítico monumento a Stalin erigido en Praga a orillas del Moldava (el más grande de Europa: 15.5 metros de altura por 22 de longitud) había sido dinamitado parcialmente por manos anónimas. Cosa que su escultor, Otakar Svec, no alcanzó a vivir porque tres semanas después de la inauguración, en marzo de 1955, se suicidó a causa de las cartas de indignación y protesta de los ciudadanos.
Tal era el clima político en los años de 1950 y 1960, de los países del mal llamado bloque socialista, donde una y otra vez, durante siglos y siglos sus pueblos quedaban cautivos de las potencias de turno, y en la lógica geopolítica de una entidad nacional que, después de Lenin, fracasó en ser unión, república, socialista y soviética.
Si la premisa es válida, se torna necesario analizar la historia y cultura de los países del este europeo, con enfoques distintos a los pautados por las ideologías de manual o el periodismo de guerra. Y entender de una vez que la Segunda Guerra Mundial fue condicionada por la Primera, y en particular por el humillante Tratado de Versalles impuesto por Estados Unidos en 1918.
En ese contexto, la primavera de Praga de 1968 fue la utopía nacional fallida de los comunistas de Bohemia, Moravia y Eslovaquia (hoy Checa y Eslovaquia, repúblicas independientes). Un proceso que venía del golpe de 1948, y que 20 años más tarde, en agosto de 1968, fue sofocado por los tanques del Pacto de Varsovia (Unión Soviética, Hungría, Bulgaria, Polonia y Alemania del Este).
La primavera de Praga tuvo en el eslovaco Alexander Dubcek (1921-92) a uno de sus más lúcidos y olvidados protagonistas. En marzo de 1968, el comité central del PCCh separó las funciones de jefe de Estado y secretario general, y puso a Dubcek al frente de la república. Y lo primero que hizo fue remover a centenares de funcionarios comprometidos con el estalinismo.
Medios occidentales y estalinistas tendieron un manto de confusión sobre las causas de la rebelión checoslovaca. Decían, por ejemplo, que Dubcek pretendía salirse del Pacto de Varsovia, abriendo las puertas al capitalismo occidental porque su programa incluía la vigencia de las garantías constitucionales, la descentralización de la industria, el derecho a la propiedad individual, la democratización de la vida pública, la rehabilitación de los ciudadanos injustamente perseguidos y la libertad de prensa.
En América Latina, la primavera de Praga sacudió a todas las izquierdas. La revista chilena Punto Final, dirigida por el gran Manuel Cabieses, apuntó en un editorial:
“…Las vanguardias revolucionarias del mundo (Cuba, Vietnam, Corea) han aprobado el método que usaron algunos signatarios del Pacto de Varsovia. Pero al hacerlo, como en el caso del gobierno cubano, han expresado serias reservas sobre la línea fundamental que siguen los países socialistas…”, etcétera.
Punto Final se refería a un discurso de Fidel dedicado al asunto, en el que dando prueba de verdadera independencia, precisó lo que ningún jefe de Estado del bloque socialista se hubiera atrevido a comentar. Dijo:
Nosotros nos preguntamos si acaso en el futuro las relaciones con los partidos comunistas se basarán en sus posiciones de principios, o seguirán estando presididas por el grado de incondicionalidad, satelismo y lacayismo, y se consideran tan sólo amigos aquellos que incondicionalmente aceptan todo y son incapaces de discrepar absolutamente de nada (La Habana, 10 de setiembre de 1968).
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