En América Latina,
en los últimos 25 años, se ha presenciado un renovado auge de la
movilización popular. El fin de los gobiernos militares, y de los
conflictos violentos de la década del 80, dio paso a nuevas luchas y a
un clima relativamente más democrático. Desde el norte de México al sur
de Argentina, los movimientos sociales en los años 90 y, especialmente
en los 2000, han alcanzado nuevos picos de participación popular.
Estas
afirmaciones son confirmadas por las multitudinarias marchas en las
calles de Costa Rica contra el acuerdo del Tratado de Libre Comercio de
América Central (TLC-CAFTA) en 2007, las Marchas Blancas en El Salvador
contra la privatización de los servicios de salud y las Marchas Negras
en Panamá contra la reforma del sistema de pensiones, junto a las
masivas movilizaciones indígenas en Bolivia, Ecuador y Perú. Asimismo,
países del Cono Sur como Argentina, Paraguay y Uruguay experimentaron
una amplia movilización contra las políticas de liberalización económica
a principios del 2000.
Nuevos actores y organizaciones sociales
emergieron en la escena política, como los movimientos sociales con
identidades ambientales, feministas, de gays/lesbianas y de consumidores
(Álvarez et al., 1998). Incluso los movimientos sociales
“tradicionales”, como los sindicatos, continuaron desempeñando un papel
importante dentro del campo de los movimientos sociales en las campañas
contra la austeridad, el ajuste, las privatizaciones y el libre comercio
(Almeida, 2007). Los sectores rurales también persistieron al impulsar
luchas por las condiciones de trabajo o la explotación pasada (Enríquez,
2010; Cordero, 2009).
Las comunidades indígenas siguen siendo
protagonistas clave en Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Honduras,
Panamá y Perú. Las movilizaciones masivas están directamente vinculadas,
además, al apogeo de varios de los gobiernos de izquierdas en la región
al convertir la política de la calle en resultados electorales exitosos
(Roberts, 2014; Stahler-Sholk et al., 2014).
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