Desde el golpe de estado
de abril de 2002, la injerencia de Estados Unidos (EU) en Venezuela
debería estar fuera de discusión. Probablemente haya comenzado antes de
esa fecha, pero podemos tomarla como punto de inflexión y de no retorno.
De ahí en más, la política de la Casa Blanca ha sido la de poner fin a
los gobiernos chavistas, ya sea por la vía de los golpes o por caminos
indirectos, pero con los mismos fines.
La defensa de la soberanía de las naciones y de la autodeterminación
de los pueblos, es un principio irrenunciable de los movimientos
antisistémicos en todo el mundo. De cualquier nación, independientemente
del color de los gobiernos y del tipo de regímenes que tengan. Se trata
de un principio de similar importancia que el respeto a los derechos
humanos, que debe tener un carácter universal.
El tema cobra relevancia porque la política internacional de EU deja
de lado la soberanía de las naciones, cada vez con mayor contundencia,
tomando como excusa el respeto a los derechos humanos que, en realidad,
encubre la ambición geopolítica de extender la dominación sobre todos
los países del mundo. La implosión del socialismo real aceleró esta
deriva, ya que desapareció el argumento del comunismo como excusa para
intervenir en los asuntos internos de las naciones.
En el caso de Venezuela, la defensa del principio de soberanía tiene
una doble trascendencia. Por un lado, porque la política imperialista
buscó siempre controlar aquellos países que tienen grandes reservas de
hidrocarburos, por lo menos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Por otro, porque EU definió hace más de un siglo a la cuenca del Caribe como un mare nostrum,
donde su dominio geopolítico debe ser exclusivo y excluyente. La
reacción militarista al terremoto en Haití en 2011, con la movilización
masiva de la Cuarta Flota, el envío de un portaviones y la toma del
aeropuerto de Puerto Príncipe, puso de relieve ese dominio exclusivo
sobre la región.
De forma lamentable este principio de la soberanía nacional ha sido
abandonado por una parte de las izquierdas bajo la globalización. No
importa quién sea el que realiza la injerencia, ni el carácter del país
que la padezca. Por oprobioso que nos parezca un régimen (pienso en
Arabia Saudita, por ejemplo), no es defendible la intervención de
potencias para
liberara su pueblo del yugo de la monarquía.
Las luchas antimperialistas y anticoloniales se han guiado por el
principio de la soberanía nacional, desde la solidaridad con el pueblo
de Vietnam hasta el apoyo al pueblo argelino en sus respectivas luchas
por la independencia. Hoy pasa por el rechazo a la injerencia de la OEA,
de la mano del señor Almagro, para tumbar al gobierno de Nicolás
Maduro, así como la actitud de varios gobiernos latinoamericanos.
En paralelo, quienes rechazamos la invasión de la OTAN a Libia o la
intervención de Estados Unidos en Colombia, no podemos apoyar, por
ejemplo, la injerencia de China en la guerra civil en Sri Lanka o la de
Rusia en Siria. En este punto, parece evidente que los análisis se
alejan de la unanimidad.
Las guerras entre estados son bien diferentes de las luchas de
clases. Un siglo atrás Lenin llamaba a convertir la guerra
interimperialista en guerra de clases, porque se negaba a apoyar a
ninguno de los bandos. El triunfo de la revolución rusa y la posterior
creación de un
campo socialista, debilitó el principio de la soberanía de las naciones, al punto que buena parte de las izquierdas apoyaron la invasión a Checoslovaquia por la Unión Soviética, en 1968, con la excusa de la lucha contra el imperialismo.
En América Latina la inmensa mayoría de los movimientos populares no
dudan sobre la necesidad de defender la soberanía de Venezuela. Sin
embargo, existe una profunda división sobre si en ese país hay o hubo
una revolución, acerca de si la defensa de la independencia del país es
sinónimo de la defensa de un supuesto proceso revolucionario.
A mi modo de ver, en Cuba hubo una revolución. Pero en Venezuela no
la hubo. El núcleo de una revolución gira en torno a la creación de un
nuevo poder, que implica la supresión de las burocracias civil y militar
por el pueblo en armas y la elección y revocación de los funcionarios.
Algo que no puede hacerse de forma gradual, sino mediante la
crítica de las armas(Marx). En Venezuela, el poder lo tienen los altos mandos militares y los altos funcionarios del Estado, que a menudo son las mismas personas.
Es cierto que el llamado proceso bolivariano ha hecho cosas
importantes, como la creación de múltiples organizaciones de base: Mesas
Técnicas de Agua, Comités de Tierras Urbanas, Consejos Comunales y
Comunas, en las que participan cientos de miles de personas. Esas
organizaciones han sido impulsadas y apoyadas por los gobiernos de Hugo
Chávez y Nicolás Maduro para abordar cuestiones de vivienda, agua,
vialidad y hasta actividades productivas.
No son, empero, organismos de poder popular sino
parte de la estructura del Estado, como señala un reciente trabajo de Edgardo Lander. Los soviets en Rusia fueron en su momento organismos de poder popular, tenían poder real o sea armas, por lo que tomaban decisiones y las hacían cumplir.
Pese a estas consideraciones, me parece evidente que en Venezuela
hubo y hay procesos populares bien interesantes. Tal vez el mayor logro
del chavismo, fue el haber contribuido a generar un crecimiento
exponencial de la autoestima de los sectores populares, algo que no tuvo
parangón en ningún otro país de la región.
Esa enorme autoestima ha llevado a que, mediante muchas
organizaciones locales, los de abajo se hayan adueñado de parcelas
significativas de sus vidas, aunque no tengan en sus manos el poder. Lo
que ha frenado las ambiciones de la derecha y el imperio.
En todo caso, ni la pésima gestión de Maduro, ni la corrupción
imperante, pueden justificar la agresión externa, ni la injerencia en el
proceso. Eso deben resolverlo sólo los venezolanos.
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