Entrevista a Recce Jones, geógrafo y autor de "Violent Borders"
Ctxt
¿Por qué se han
convertido en cementerios las fronteras del mundo? Tan incómoda pregunta
rondaba la mente del geógrafo Reece Jones (Virginia, 1976) cuando
escribía su penúltimo libro. Tras quince años estudiando el fenómeno
migratorio, Jones terminaba un trabajo sobre tres fronteras concretas
--las que separan EE.UU. de México, Israel de Palestina e India de
Bangladesh-- cuando se percató de que las muertes en esos y otros puntos
fronterizos no paraban de aumentar. Decidió investigar por qué. El
resultado, Violent Borders, es
una demoledora radiografía de la violencia en las fronteras de todo el
mundo. A través de un minucioso análisis histórico, jurídico,
sociológico y económico, trufado de historias personales de los
migrantes que tratan de cruzar esas fronteras, Jones dibuja un siniestro
panorama en el que las políticas diseñadas para limitar la migración
fracasan en ese propósito, y en cambio desvían los flujos migratorios
hacia rutas más violentas, llenando las fronteras marítimas y terrestres
de cadáveres. Jones, profesor de geografía en la Universidad de Hawaii,
atiende por Skype a CTXT para detallar las causas y consecuencias de la
violencia fronteriza y exponer su propuesta para solucionarla: abrir
las fronteras a las personas y ponerle coto al capital.
***
Dedica gran parte del libro a examinar las causas y efectos de la
migración a nivel global. ¿Qué ha descubierto acerca de los motivos que
llevan la gente a emigrar?
Varían mucho según el lugar de
origen y las circunstancias. Por un lado, existe un gran grupo de sirios
y eritreos que cruzan a Europa huyendo de la violencia o la represión
estatal. Por otro, hay otra mucha gente que emigra por motivos
económicos, al escasear el trabajo y las oportunidades en los lugares
donde viven y existir estos en otros países. Por ejemplo, los sirios han
sido mayoría entre quienes viajaban a Europa en los últimos años, pero
hasta el momento en 2017 el país de donde más gente cruza el
Mediterráneo es Bangladesh, donde no hay una guerra sino necesidad
económica, y gente que toma la decisión de salir en busca de
oportunidades.
Uno de los asuntos centrales de su trabajo es
la erosión del derecho a la libre circulación de las personas. ¿Cómo se
ha limitado ese derecho?
Existe una larga historia de
Estados y gente en posiciones de poder que usan las restricciones a la
libre circulación de las personas para limitar el acceso de los pobres a
salarios más altos. En el libro, trazo una conexión entre el sistema
actual y la esclavitud, la servidumbre, el feudalismo y las leyes de
pobres, vagos y maleantes. Todos eran mecanismos para limitar la
capacidad de los pobres de desplazarse para buscar salarios más altos y
para obligarles a seguir viviendo en una zona concreta, y así acceder a
su mano de obra y explotarla para lucrarse. Hoy en día vemos un proceso
similar a mayor escala. Lo que antes sucedía dentro de cada país ahora
sucede entre países, de modo que los pobres hoy están ‘contenidos’ por
fronteras, pasaportes o el concepto de ciudadanía, produciendo una
relación muy parecida a la de antaño. Desde hace cien años se está
erosionando el derecho a la libre circulación. En EE.UU., por ejemplo,
no hubo ninguna restricción sobre quién podía entrar en el país hasta la
década de 1880, con la Ley de Exclusión China. Hasta 1924, el país no
tuvo un sistema universal que regulase quién podía entrar en él o
convertirse en ciudadano, y muchos de los pobres de Europa pudieron
hacerlo a finales del XIX.
Dedica el primer capítulo del
libro a la que llama “la frontera más mortífera del mundo”, en
referencia a la que rodea a la UE. ¿Cómo pasó Europa de desmantelar las
fronteras nacionales hace un par de décadas a convertirse en una
fortaleza, y por qué es la frontera más letal del planeta?
En cierto modo, la narrativa de que la UE ha eliminado las fronteras es
falsa. Más bien las movió de sitio. Aunque es cierto que la UE eliminó
las divisiones entre sus países miembros, nunca deshizo las fronteras
externas. Todo lo contrario. En los últimos veinte años, mientras
aumentaba el número de migrantes, la UE ha dedicado gran empeño a
restringir el movimiento, en especial en el Mediterráneo. España, por
ejemplo, permitió el libre movimiento desde el Norte de África hasta que
se unió al Tratado Schengen, en los noventa. Francia permitía sin
restricciones reales la inmigración de África durante los ochenta. Tanto
en la frontera Sur de EE.UU. como en las de la UE, se observa una
tendencia clara: mientras se levantan muros, se endurecen los controles
migratorios, se destinan más agentes a patrullar los espacios
fronterizos, no se consigue el objetivo de frenar la inmigración, pero
sí que se disparen las muertes. En 2017, mueren dos personas de cada
cien que intenta cruzar el Mediterráneo. Esa cifra era de 0,3 en 2015.
Hay muchísimos más barcos patrullando, y se han construido muros, por
ejemplo en los Balcanes, cerrando una ruta de acceso relativamente fácil
a la UE. Todo este endurecimiento empuja a la gente hacia rutas
realmente peligrosas y hace que muera mucha más gente en los viajes.
Al describir la frontera entre México y EE.UU., relata una sorprendente
historia: dicha frontera no se marcó con piedras hasta 1890, y no se
empezó a patrullar hasta 1924.
La Patrulla Fronteriza de
EE.UU. se creó en 1924, que fue el mismo año en el que se aprobó por
primera vez una ley migratoria nacional. Ambos hechos están íntimamente
relacionados. Había policía patrullando las zonas limítrofes antes de
eso. No cabe duda de que hubo un proyecto coordinado de
‘anglicanización' de esos espacios, de expulsar a los nativos americanos
y a lo antiguos ciudadanos mexicanos que se habían quedado en Texas.
Pero la línea fronteriza en sí misma no se patrullaba. La gente podía
cruzarla libremente.
Describe cómo esa misma frontera se
militarizó tras el 11-S. ¿Que llevó a su militarización y cuáles fueron
las consecuencias de la misma?
Son tendencias que se
remontan a finales de los noventa, pero que se aceleran tras el 11-S,
cuando empiezan a llover los fondos gubernamentales. Entra una gran
cantidad de dinero en la Patrulla Fronteriza y el Departamento de
Seguridad Nacional, que lleva a la militarización de la frontera. Cuando
hablo de militarización, me refiero a varias cosas. En primer lugar, al
reciclado de tecnologías bélicas desarrolladas para Iraq o Afganistán,
utilizadas ahora en la frontera. Luego está el creciente número de
veteranos de esas guerras, que al dejar el ejército ingresan en la
Patrulla Fronteriza. Hay una ley en el Congreso ahora mismo, impulsada
por John McCain, que pretende agilizar ese proceso al facilitar la
contratación de veteranos de guerra para hacer de guardas fronterizos.
Luego está el cambio de mentalidad de los propios agentes. En los
setenta y ochenta eran muy parecidos a la policía: buscaban a gente que
infringía la ley migratoria o de tráfico de personas, a los que
arrestaban y mandaban de vuelta a México. Desde el 11-S, se reimaginó la
frontera como un lugar en el que detener el terrorismo, los agentes
fronterizos hoy en día piensan, y actúan, en la frontera como la primera
línea de batalla contra el terrorismo. Una vez que se produce ese
cambio de mentalidad, cambia la manera en la que interactúan con la
gente. Tienden a pensar en las personas como potenciales terroristas, y a
recurrir a la violencia como primera opción, en lugar de respetar la
presunción de inocencia.
Ha mencionado antes el papel de las
fronteras para controlar el movimiento de los pobres. ¿Qué influencia
tienen las diferencias de clase y el desarrollo desigual en la
configuración de las políticas fronterizas?
Durante su
campaña presidencial, Trump hablaba mucho sobre las fronteras, y su
discurso se centraba en el impacto negativo de la globalización y la
conexiones económicas transfronterizas en la clase trabajadora
estadounidense. Pero esa narrativa obvia algo fundamental: que el mismo
impacto negativo se ha producido al otro lado de la balanza. Lo que ha
hecho la globalización ha sido abrir las fronteras para el capital. Se
han levantado las barreras para las corporaciones mediante todos los
acuerdos de libre comercio que permiten que las grandes empresas operen
en múltiples jurisdicciones, buscando los salarios más bajos, pero no se
han abierto esas barreras para los trabajadores, que se ven contenidos
en bancos de mano de obra barata. También se ha levantado las barreras
regulatorias. Las grandes multinacionales acceden a diferentes regímenes
regulatorios en los que no hay salario mínimo, ni protecciones
medioambientales ni laborales, lo que permite que las corporaciones se
queden con todos los beneficios. La globalización ha producido esa
competencia a la baja, que ha perjudicado a los trabajadores de EE.UU. y
Europa, pero también a los del otro extremo del mundo. Los beneficios
resultantes han ido a parar a las corporaciones, lo que exacerba las
desigualdades.
En su relato, las fronteras realmente no
sirven para proteger a las sociedades, sino que generan no solo
desigualdad, sino violencia hacia las personas y el medioambiente.
Escribe que “el endurecimiento de las fronteras es una fuente de
violencia, no una respuesta a la misma”. ¿De qué manera generan
violencia las fronteras?
Crear una frontera es un acto
inherentemente violento, porque tras dibujar una línea en un mapa, uno
tiene que imponer esa división sobre el terreno, estableciendo que un
grupo de personas controla los recursos, la tierra y a la gente en ese
espacio geográfico, lo que por definición excluye a otra gente del
derecho a trasladarse a ese lugar. La única manera de imponer eso es, en
último término, mediante el uso de la violencia. La violencia es
producto de la frontera, no del movimiento de la gente.
Sobre
su respuesta a la retórica de la campaña de Trump, y su argumento de
que los controles fronterizos contribuyen a la desigualdad: ¿Cómo hacen
las fronteras que aumenten las desigualdades?
Déjame que le
dé la vuelta a la pregunta. Un gran número de economistas ha demostrado
que la manera más fácil de aumentar la riqueza de la gente en zonas
pobres es eliminar restricciones a su libre movimiento, porque esto les
permite acceder a los salarios más altos trasladándose a donde están
esos salarios. Es una forma de encuentro entre el capital y los
trabajadores más eficiente. El actual sistema retiene a los trabajadores
en ciertos lugares y permite que el capital se mueva libremente para
aprovecharse de las concentraciones de mano de obra barata. Una de las
formas más claras de ponerle freno a eso es abrir las fronteras al libre
movimiento, permitiendo que los trabajadores se desplacen. Aunque
parezca lo contrario, los estudios demuestran que el movimiento de las
personas traspasando las fronteras resulta beneficioso a ambos lados de
la balanza: no solo para los trabajadores que se trasladan, sino para
las economías que los reciben. En EE.UU., por ejemplo, la inmigración ha
tenido un impacto neto positivo en la economía del país.
Hemos hablado de Europa y EE.UU., pero la realidad de estas fronteras, y
su militarización, se ha expandido por todo el planeta, desde Israel a
Australia. Leyendo su libro aprendemos que la frontera entre India y
Bangladesh es en la que más gente matan las fuerzas de seguridad, y que
India es el país del mundo con más kilómetros de vallas y muros. Si los
muros tienen que ver con la preservación de la riqueza y el privilegio,
¿cuál es su papel en el Sur del planeta?
Un colega francés y
yo hemos cruzado el PIB per cápita de diversos países con los datos
sobre dónde se construyen nuevos muros. La correlación es clarísima: se
levantan muros allá donde hay un país más pobre que otro que hacen
frontera. El PIB per cápita de la India es mucho más alto que el de
Bangladesh, y hay veinte millones de bengalíes trabajando en India. El
aspecto económico está clarísimo.
A menudo escuchamos a los
gobiernos occidentales echar la culpa de las muertes de refugiados y
migrantes a los traficantes. Y sin embargo, usted defiende que esas
muertes son parte integral del régimen fronterizo, y que la
responsabilidad última corresponde a los estados. ¿Qué hace que muera
tanta gente en las fronteras?
Si la gente tuviera una forma
segura de viajar de un país a otro, no recurriría a los traficantes. Les
cuesta cinco, seis o siete mil dólares viajar de Bangladesh a Europa.
Un billete de avión se consigue por mil. El que no existan vías seguras
para el viaje arroja a los migrantes a los brazos de los traficantes. Su
negocio se basa en esas restricciones fronterizas. La verdadera culpa
recae en la UE y los gobiernos que implementan las políticas que obligan
a la gente a tomar rutas cada vez más peligrosas.
Al
analizar la actual crisis de los refugiados, dedica bastante espacio a
examinar la Paz de Westfalia. ¿Qué papel juegan las fronteras del pasado
en el desplazamiento de los refugiados del presente?
Un
papel enorme. La historia del colonialismo pasa por el expolio de
recursos de otras regiones para cimentar la riqueza de Europa y EE.UU. Y
entonces, cuando termina el colonialismo tras la Segunda Guerra
Mundial, las fronteras que quedaron habían sido dibujadas por las
potencias europeas, a menudo los británicos. Esas fronteras no
representan entidades políticas históricas, ni estados coloniales. Son
fronteras coloniales superpuestas a los diferentes grupos culturales,
lingüísticos, étnicos, que trajeron consigo grandes conflictos, porque
los diferentes grupos pasan a competir por el control de esos espacios.
Esa violencia luego hace que la gente cruce las fronteras camino de
Europa. La gente que intenta entrar en Europa hoy huye en realidad de
fronteras que dejó tras de sí el colonialismo europeo.
También
escribe sobre la progresiva disolución de la barrera entre los Estados
que controlan sus fronteras y el negocio privado que penetra un nuevo
mercado. Por ejemplo, cita estudios que proyectan que la industria de
las seguridad fronteriza alcanzará un astronómico volumen de ciento
siete mil millones de dólares de facturación para 2020. ¿Cómo ha
emergido esa industria y qué efecto tiene su desarrollo?
Toda esta industria ha surgido en los últimos treinta años. La gente a
menudo piensa en el complejo industrial-militar, pero existe un nuevo
complejo de seguridad-industrial, en el que toda una serie de empresas
--a menudo de armas-- produce equipamiento y tecnología orientada hacia
el mercado de la seguridad fronteriza. Esto despegó de verdad tras el
11-S. Al tiempo que el terrorismo pasaba a ser la prioridad de los
espacios fronterizos, toda una serie de empresas se lanzaron a
aprovecharse de todo ese influjo de dinero público dirigido hacia las
fronteras. Se creó un ciclo en el cual las empresas tienen grandes
ingresos, que utilizan para hacer lobby y conseguir que los gobiernos
gasten más dinero en seguridad fronteriza, aumentando sus ingresos. Cada
vez que se produce un atentado terrorista, el miedo que se produce se
canaliza en más gasto en medidas de seguridad, a menudo en las
fronteras. Ha emergido todo un mercado para la seguridad en las
fronteras, del mismo modo que emergió el complejo militar-industrial en
los cincuenta, después de la Segunda Guerra Mundial. Y luego está la
privatización directa, como ha sucedido con los centros de detención de
inmigrantes en EEUU.
En el plano político, tanto el Brexit
como la elección de Trump llegaron de la mano de un renovado énfasis en
el control fronterizo. Lo mismo sucede con el avance de la extrema
derecha en Occidente. ¿Qué le sugiere el que las llamadas a aumentar el
control fronterizo movilicen a una parte tan importante del electorado?
¿Que espera la gente que logren las fronteras?
Tanto el
Brexit como Trump se basaron en un miedo muy real entre el electorado.
Lo hemos hablado antes: muchos trabajadores han perdido empleos
estables, bien pagados y con planes de pensiones o acceso sanitario por
culpa de la globalización. Se han deslocalizado a otros países, y no se
han sustituido por puestos de trabajo con condiciones similares. Fue muy
efectivo políticamente defender que una manera de mejorar su situación
era cerrar las fronteras y crear la idea histórica de una América
separada del resto del mundo. El segundo factor es que el racismo es una
fuerza muy potente. Desgraciadamente, el miedo al otro, a la amenaza de
una supuesta invasión de gente de otras culturas, de creencias
diferentes o con otro color de piel, es una forma muy eficaz de lograr
apoyos para estas políticas excluyentes.
Y, sin embargo, usted defiende que las fronteras no son eficaces para atajar los problemas reales que moviliza el racismo.
En absoluto. Pero son una narrativa muy potente. Trump fue capaz de
crear una serie de símbolos --como la construcción del muro-- que
evocaban soluciones que la gente podía entender. Lo mismo sucede con el
cierre de fronteras al comercio. Es un símbolo poderoso, que parece
resolver problemas reales de la gente, pero en realidad no los
solucionará.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, escribe,
había sólo cinco muros fronterizos en el mundo. En 1990, tras la caída
del Muro de Berlín, había quince, y hoy hay casi setenta. Si los muros
son tan dañinos e ineficaces como ha descrito, ¿por qué no dejan de
proliferar?
Hay un buen número de factores. Por un lado,
el símbolo poderoso del que acabo de hablar: demuestran que el país está
haciendo algo para resolver los problemas de la gente. Luego está la
proliferación de esta industria, que presiona para que los Estados
gasten más en seguridad. Una vez que se han construido unos cuantos
muros, necesitan que se erijan más.
En su conclusión, reclama
la apertura de fronteras para permitir la libre circulación de
personas, y el establecimiento de una serie de condiciones laborales y
protecciones medioambientales globales. ¿Cómo sería un mundo sin
fronteras?
Es difícil de imaginar, porque aún no lo hemos
probado. Pero lo fundamental es que esas medidas tienen que darse a la
vez. No basta con abrir las fronteras. Aunque las abramos y permitamos
la libre circulación de personas, si mantenemos las diferencias de
derechos según la nacionalidad, los que tienen plenos derechos en un
lugar concreto podrán abusar de quienes no los tienen. Se trata de abrir
fronteras, pero también de generar igualdad de derechos en los
territorios. También sugiero la idea de un salario mínimo global, que no
sería el mismo en todo el mundo, sino más bien una serie de mínimos
dependiendo de las circunstancias, que disminuyan los incentivos que
tienen las grandes corporaciones para desplazar el empleo a los lugares
con el menor salario posible. Si tuviéramos todo eso -igualdad de
derechos en diferentes lugares, libertad de circulación entre esos
lugares, un salario mínimo y regulaciones laborales similares a escala
global- mejoraríamos drásticamente las condiciones de trabajo a ambos
lados de la balanza. Sería bueno para los trabajadores de Europa y
EE.UU., y también para los de los países pobres. La única parte que
saldría perdiendo serían las corporaciones transnacionales, porque
perderían la capacidad de aprovecharse de las divergencias en
regulaciones y salarios.
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